"La historia de represión de los Castiello es como la de
muchas familias españolas pero también diferente a otras. Lo es porque
el padre de Eugenia, José María, era, a sus 10 años, el único niño del
campo de concentración franquista de Arnao (Asturias).
Le habían enviado
ahí desde su pueblo, Peón, después de haberle dejado solo al cuidado de
un abuelo enfermo. Había estado solo porque meses antes, en 1939, su
madre y hermanas habían ingresado ya en Arnao.
A todos
les estaban castigando y torturando por no confesar dónde estaban sus
hermanos, dos guerrilleros republicanos que huyeron al monte cuando,
acabada la Guerra, la Guardia Civil fue a buscarles a su casa. No
confesaban dónde estaban porque aunque hubieran estado dispuestos no
podían, ya que no lo sabían: un modo típico de los guerrilleros para
preservar la seguridad de las familias era no contarles dónde se
escondían. En el campo permanecieron hasta 1942.
Otro motivo por el que su historia tampoco es habitual es
porque José María escribió un libro sobre la experiencia de su familia,
Los Castiello, la lucha por la libertad –que se convirtió incluso en documental–.
Lo publicó unos cinco años antes de participar en la investigación del periodista Carlos Hernández sobre los 300 campos de concentración de Franco.
Primero un ejemplar para cada miembro de la familia, luego, tras la
insistencia de un amigo, una tirada de cien que se agotaron el mismo día
de la presentación, en Oviedo.
Desde hace pocos años
es Eugenia la que se encarga de reimprimir las ediciones que se venden
en librerías de Asturias. A su padre su estado de salud ya no se lo
permite. Ahora ella insiste "en que se hable de la represión y
sufrimiento de estas mujeres que se quedaron sin hijos, sin padres, sin
marido, sin hermanos, y sin nada.
Se ensañaron con ellas y con los
niños, los que se quedaron, para hacer sufrir a los huidos y que
cantasen. Una vez sacaron a mis tías a rastras de casa y les pegaron tal
paliza que se les quedaron los hilos de la ropa incrustados en la piel.
Mi abuela les suplicó que pararan pero no lo hicieron hasta que se
desmayaron".
"Nadie está preparado para vivir algo así de niño"
Son
historias que Eugenia lleva oyendo desde la adolescencia: "Mi padre
estuvo muchos años sin querer hablar. Tuvo unas secuelas tremendas y
muchos años después tuvo que recibir tratamiento. Nadie está preparado
para vivir algo así de niño. Ellos simplemente eran madre, hermanas y
hermano de guerrillero, no estaban implicados en nada. Cuando yo ya me
hice mayor empecé a oír en casa eso de que mejor no me significase ni
llamase mucho la atención. Seguía habiendo miedo, sobre todo cuando
vivía Franco pero también luego. Así me fui enterando de todo lo que
había pasado".
Sobre el papel, los campos de
concentración estaban destinados solo a hombres. "En la mentalidad
machista y falsamente paternalista de los dirigentes franquistas, las
mujeres no encajaban en los campos de concentración", explicaba Carlos
Hernández.
Las mujeres durante la guerra y el franquismo solían ser
sometidas a idénticas torturas en cárceles, pero hubo excepciones como
los grupos de Cabra (Córdoba), y también en Arnao. "A mis tías las
pusieron a recoger grijo. Los hombres, con ese material, construyeron
una ferretera". Luego, tal y como cuenta José Castiello, las reubicaron
en la enfermería para oficiales y la cocina.
En el
libro de José Castiello, escrito 75 años después de entrar al campo, hay
una detallada descripción de Arnao: a la derecha, un barracón de madera
estancia de los soldados; a la izquierda, un edificio destinado a los
oficiales. Ya dentro, en línea recta, el primer barracón para hombres.
Le separaba del de mujeres por unas alambradas. Los primeros meses,
también le separaban a él, niño de 10 años, de su madre y hermanas
mayores.
También relata un preciso recuerdo de la
rutina de entonces, un crío rodeado de presos comunes: cada mañana
recogían la colchoneta, barrían su espacio y se aseaban
superficialmente, "ya que en el barracón se carecía de agua corriente". A
continuación, formaban filas hasta el lugar donde se izaba la bandera
y, mano en alto, cantaban el Cara al Sol y vivas a
Franco. Después, por desayuno se les daba "una especie de café y un
bollo de pan, todo de la peor calidad". Para comida y cena, "masa
caldosa de garbanzos, lentejas alubias, arroz o patatas. Aparecía
enseguida el hambre".
Tenía un único plato y cuchara
que tenía que servir para todo, incluso para su propia limpieza
personal. Los prisioneros capturaban ranas de un riachuelo que corría
desde un pozo y las comían asadas. De lejos, observaban a los
campesinos: "Cualquier persona que veíamos faenar nos producía cierta
nostalgia de libertad".
El oficial jefe, no recuerda si de nombre Félix o
Víctor, "con rudeza me dijo que debería cumplir las normas
disciplinarias como cualquier adulto". Era además "implacable a la hora
de reclutar a los detenidos para el trabajo". Recordaba con especial
dolor a un compañero anciano y enfermo que falleció por la falta de
atención.
Vigilados hasta los 50
Tiempo después, a José
María le juntaron con su madre y hermanas, "y aquella ya fue la época
menos mala". En 1942 les dieron la libertad definitiva, pero "no les
dejaron en paz", continúa narrando Eugenia. Podían irse con la condición
del destierro, es decir, no podían volver a Peón. Eligieron Valladolid
porque otra hija ya estaba desterrada ahí. Años después volvieron a
Asturias para instalarse en Oviedo.
Sus dos tíos ya
nunca volvieron a casa y fueron asesinados junto a otro compañero en
1948 en la playa de La Franca después de que les delataran, "aguantaron
tanto gracias a que la gente les ayudaban. Queda el consuelo de que
serían buenas personas, si tantos les protegieron".
Mientras,
las mujeres y los niños siguieron haciendo un papel clave: de enlaces.
"Si una mujer iba a lavar, dejaba en una piedra escondido un papelín que
les decía dónde ir a buscar armas, comida, avisar de que les estaban
persiguiendo o si alguien se iba a unir… un niño, si estaba jugando con
la pelota, igual. A los hombres les tenían más controlados y ellas se
arriesgaban así".
Hasta que asesinaron a sus tíos,
mientras vivían en Valladolid el régimen les había seguido acosando para
descubrir dónde estaban. Después, como pasó con otros entornos de
represaliados a los que incluso vetaron de empleos, siguió la vigilancia
durante unos años, "cuando vieron que, por la cuenta que les traía,
nadie se metía ya en temas políticos, les dejan por fin en paz. Eran los
50".
"La familia sufrió todo esto pero es que la gente se vuelve
triste, recuerda… mi padre soñó con su tiempo en el campo y con la
guerra y posguerra toda la vida". (Belén Remacha, eldiario.es, 10/04/19)
No hay comentarios:
Publicar un comentario