2/3/17

“Siete años más tarde mi padre tuvo un ictus y quedó inválido. Entonces vinieron por él. Y en vista de que no podían meterlo en la cárcel en aquella situación, lo metieron en un manicomio"

 Angelina Gatell, en un recital de poemas

"(...) Quise saber su historia, sin guion y desde el principio. Ese principio fue Barcelona, y en su memoria era de nuevo abril, día 14 de 1931: “Hay cosas que no sé si son mi memoria o la memoria que he heredado”.

 Y sin embargo revivía de manera diáfana la brisa que venía del Mediterráneo, mientras otra riada de gente bajaba por las ramblas ondeando cánticos, banderas, griterío. “Y yo, como un loro, levanté mi puñito. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento me sentí unida a toda aquella gente”.

Heredó memoria, heredó un vínculo que no terminaría nunca; y heredó el frío. La expresión exilio interior toma todo su significado en el caso de Gatell, porque en ella empezó antes de que se acuñara el término. 

Desde que desahuciaran a su familia de la casa de Barcelona en que vivían, por no poder pagar (“el casero no era mala persona, necesitaba el dinero”), pasando por las casas baratas de la República, en Santa Coloma de Gramanet, y hasta la localidad de Vallès, donde pasó la mayor parte de la guerra, y donde vio de todo. “La guerra es lo más bestial que existe, porque llega un momento en que es o tú o yo. Es espantoso, pero es así”.

O tú o yo. En uno de los casi constantes traslados fueron a parar “a un vallecito” por donde pasaban los soldados y los civiles huyendo de las tropas franquistas. “Eso fue terrible; gente muerta por los caminos, gente andando con los pies envueltos en trapos ensangrentados, hambrientos. Estoy viéndolos pasar”. 

Y ese hombre que se detuvo a la puerta de su casa, con una súplica: Niña, dame algo de comer, que no puedo más. Le dieron lo que pudieron darle. Al cabo se oyeron unos disparos. “Son ellos”, dijo el hombre, “ya están aquí”. Qué vas a hacer, preguntó el padre de Angelina a aquel fantasma, un miliciano.

 “Me queda una bala, y será para mí”. Antes de irse, acarició el pelo a la niña.

“Todos preguntaban por Vic, porque iban camino de la frontera. Ese éxodo fue algo espantoso, que a mí me marcó para toda la vida. Los afortunados iban en carros; los que no, andando. La gente anciana caía muerta por los caminos. Yo lo vi. No sé si sabes lo que es eso para una niña de doce años y medio que yo tenía”.

Regresaron a Santa Coloma [su padre, un sindicalista comprometido “desde la pura experiencia” con la defensa del trabajador, había dicho: “Tengo ya la convocatoria para ir al frente, y no voy a ser nunca un desertor”; pero ya terminaba la contienda]. 

Allí, en la última casa que alquilaron, iban, “todas las noches, sin faltar una”, siempre cuando ya estaban acostados, un grupo de guardias civiles a hacer registro. “¡Pero si no tenemos nada!”, decía su padre. Y era cierto (aunque Angelina sí guardaba, escondido en una viga, un libro: una obra de teatro llamada Máquinas, que no descubrieron nunca; sólo mucho después supo que era una obra anarquista). Estaban ya “muy señalados” en el pueblo. 

Y un amigo de éste, que era practicante, a quien los Gatell habían dejado una de las habitaciones para atender a los afectados de tracoma que venían del sur (una enfermedad de los ojos producida por el esparto), fue fusilado por enseñar catalán a los niños del éxodo, “para que pudieran desenvolverse por allí”.

“Su hija era amiga mía de la infancia. Recuerdo cuando recibieron la última carta de él; unas palabras que me quedaron también tatuadas: Cada grano de arena que echen sobre mi cuerpo es un beso para vosotras. La noche antes de que lo fusilaran. Era una bellísima persona. Entonces mi padre propuso a mi madre irnos a vivir a Valencia, y así fue”.

La ‘gran lágrima secreta’ 

“Siete años más tarde mi padre tuvo un ictus y quedó inválido. Entonces vinieron por él. Y en vista de que no podían meterlo en la cárcel en aquella situación, lo metieron en un manicomio. El mismo que usó Lope de Vega en el siglo XVII para su comedia Los locos de Valencia. Así que imagínate”. 

Más que llorar, hemos sufrido
nuestra gran lágrima secreta, 

escribiría Angelina años después, en un poema titulado gravemente Generación (de su libro Las claudicaciones, 1969), dedicado a su hermano. “De mi hermano [que hizo la guerra, casi adolescente, con la CNT de Durruti en el frente de Aragón] estuvimos cinco años sin saber nada. La única noticia que tuvimos era que estaba en el campo de concentración de Argelès, porque cayó en manos de los alemanes al pasar a la Resistencia francesa. Se lo llevaron a un campo de exterminio. 

Pero en la frontera suiza pensó que le daba igual morir de una forma que de otra, y en un tren que se cruzó saltó, y pudo escapar. Estuvo un tiempo perdido por el Pirineo, hasta que por unos compañeros (porque los Pirineos eran toda una red de complicidades) consiguió entrar en España, en el 44”.

Cada cual hacía en su casa “la guerra por su cuenta”, cuando ya la guerra había acabado. Su padre ayudaba a los maquis. Todos los meses bajaba alguien de la sierra de Teruel y le daba ropa usada, “grandes sacos de ropa militar desechada. A mí me sorprendía. ¿Y este hombre por qué se lleva esto? Él decía que era para venderlo”. 

Y ella misma había entrado en el Socorro Rojo Internacional a los 17 años. Un día, allí en Valencia, jovencísima aún, sucedió algo “que pudo ser nefasto”, como lo fue para otra chica que ejercía asimismo de enlace: habían quedado ambas en una plaza para que Angelina le entregara un dinero de ayuda a los presos republicanos. Esta se sentó en el mismo banco que la otra, sin dirigirse la palabra, y sacó un libro.

 Mientras disimulaba leer, le pasó el sobre. “Apenas ella lo había guardado, se nos echaron encima los policías. Ella salió corriendo. Yo no, yo me quedé. Cruzó la plaza, bajó la escalera, y al cruzar la calle la mató un camión. Horrible. Sólo oí los gritos de la gente. Un policía salió corriendo y otro se quedó conmigo. Recuerdo que puso un pie encima del banco. Ahora me va a decir qué hace usted aquí. Yo sólo dije lo que se me ocurrió: Estoy esperando a mi novio. ¡Y en éstas que aparece!”.

Apareció, sí, aquel muchacho, que vino de alguna manera a salvarle la vida. Se llamaba José Sánchez Peinado. Tenía una historia personal “muy complicada”; había hecho la guerra con Franco, y al acabar le ofrecieron pasar al ejército o a la policía. Eligió lo segundo.

Era “muy inteligente”, y un caballero. La quiso tanto como para jugarse la vida con ella: Angelina necesitaba documentaciones falsas para ayudar a los proscritos del régimen a entrar y salir de España. “Él entraba a la Brigada Social, robaba las cédulas, me las daba en blanco, y en una casa en la que te dejaban por horas una máquina de escribir, yo las rellenaba, se las llevaba otra vez y él las sellaba. Me decía: Niña, me van a matar por tu culpa. 

 Pero proporcionamos cientos de documentaciones falsas, entre ellas la de mi hermano”, que tuvo que huir de nuevo, esta vez a Brasil. “Fue auténticamente milagroso que no nos pillaran”.  (...)"                     (La memoria en llamas de Angelina Gatell, Miguel Ángel Ortega Lucas, CTXT, 01/03/17)

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