Angelina Gatell, en un recital de poemas
"(...) Quise saber su historia, sin guion y desde el principio. Ese
principio fue Barcelona, y en su memoria era de nuevo abril, día 14 de
1931: “Hay cosas que no sé si son mi memoria o la memoria que he
heredado”.
Y sin embargo revivía de manera diáfana la brisa que venía
del Mediterráneo, mientras otra riada de gente bajaba por las ramblas
ondeando cánticos, banderas, griterío. “Y yo, como un loro, levanté mi
puñito. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento me sentí
unida a toda aquella gente”.
Heredó memoria, heredó un vínculo que no terminaría nunca; y heredó el frío. La expresión exilio interior toma
todo su significado en el caso de Gatell, porque en ella empezó antes
de que se acuñara el término.
Desde que desahuciaran a su familia de la
casa de Barcelona en que vivían, por no poder pagar (“el casero no era
mala persona, necesitaba el dinero”), pasando por las casas baratas de
la República, en Santa Coloma de Gramanet, y hasta la localidad de
Vallès, donde pasó la mayor parte de la guerra, y donde vio de todo. “La
guerra es lo más bestial que existe, porque llega un momento en que es o tú o yo. Es espantoso, pero es así”.
O tú o yo. En uno de los casi constantes traslados fueron a parar “a
un vallecito” por donde pasaban los soldados y los civiles huyendo de
las tropas franquistas. “Eso fue terrible; gente muerta por los caminos,
gente andando con los pies envueltos en trapos ensangrentados,
hambrientos. Estoy viéndolos pasar”.
Y ese hombre que se detuvo a la
puerta de su casa, con una súplica: Niña, dame algo de comer, que no puedo más. Le
dieron lo que pudieron darle. Al cabo se oyeron unos disparos. “Son
ellos”, dijo el hombre, “ya están aquí”. Qué vas a hacer, preguntó el
padre de Angelina a aquel fantasma, un miliciano.
“Me queda una bala, y
será para mí”. Antes de irse, acarició el pelo a la niña.
“Todos preguntaban por Vic, porque iban camino de la frontera. Ese
éxodo fue algo espantoso, que a mí me marcó para toda la vida. Los
afortunados iban en carros; los que no, andando. La gente anciana caía
muerta por los caminos. Yo lo vi. No sé si sabes lo que es eso para una
niña de doce años y medio que yo tenía”.
Regresaron a Santa Coloma [su padre, un sindicalista comprometido
“desde la pura experiencia” con la defensa del trabajador, había dicho:
“Tengo ya la convocatoria para ir al frente, y no voy a ser nunca un
desertor”; pero ya terminaba la contienda].
Allí, en la última casa que
alquilaron, iban, “todas las noches, sin faltar una”, siempre cuando ya
estaban acostados, un grupo de guardias civiles a hacer registro. “¡Pero
si no tenemos nada!”, decía su padre. Y era cierto (aunque Angelina sí
guardaba, escondido en una viga, un libro: una obra de teatro llamada Máquinas, que no descubrieron nunca; sólo mucho después supo que era una obra anarquista). Estaban
ya “muy señalados” en el pueblo.
Y un amigo de éste, que era
practicante, a quien los Gatell habían dejado una de las habitaciones
para atender a los afectados de tracoma que venían del sur (una
enfermedad de los ojos producida por el esparto), fue fusilado por
enseñar catalán a los niños del éxodo, “para que pudieran desenvolverse
por allí”.
“Su hija era amiga mía de la infancia. Recuerdo cuando recibieron la
última carta de él; unas palabras que me quedaron también tatuadas: Cada grano de arena que echen sobre mi cuerpo es un beso para vosotras. La
noche antes de que lo fusilaran. Era una bellísima persona. Entonces mi
padre propuso a mi madre irnos a vivir a Valencia, y así fue”.
La ‘gran lágrima secreta’
“Siete años más tarde mi padre tuvo un ictus y quedó inválido.
Entonces vinieron por él. Y en vista de que no podían meterlo en la
cárcel en aquella situación, lo metieron en un manicomio. El mismo que
usó Lope de Vega en el siglo XVII para su comedia Los locos de Valencia. Así que imagínate”.
Más que llorar, hemos sufrido
nuestra gran lágrima secreta,
nuestra gran lágrima secreta,
escribiría Angelina años después, en un poema titulado gravemente Generación (de su libro Las claudicaciones, 1969), dedicado a su hermano. “De
mi hermano [que hizo la guerra, casi adolescente, con la CNT de Durruti
en el frente de Aragón] estuvimos cinco años sin saber nada. La única
noticia que tuvimos era que estaba en el campo de concentración de
Argelès, porque cayó en manos de los alemanes al pasar a la Resistencia
francesa. Se lo llevaron a un campo de exterminio.
Pero en la frontera
suiza pensó que le daba igual morir de una forma que de otra, y en un
tren que se cruzó saltó, y pudo escapar. Estuvo un tiempo perdido por el
Pirineo, hasta que por unos compañeros (porque los Pirineos eran toda
una red de complicidades) consiguió entrar en España, en el 44”.
Cada cual hacía en su casa “la guerra por su cuenta”, cuando ya la
guerra había acabado. Su padre ayudaba a los maquis. Todos los meses
bajaba alguien de la sierra de Teruel y le daba ropa usada, “grandes
sacos de ropa militar desechada. A mí me sorprendía. ¿Y este hombre por qué se lleva esto? Él
decía que era para venderlo”.
Y ella misma había entrado en el Socorro
Rojo Internacional a los 17 años. Un día, allí en Valencia, jovencísima
aún, sucedió algo “que pudo ser nefasto”, como lo fue para otra chica
que ejercía asimismo de enlace: habían quedado ambas en una plaza para
que Angelina le entregara un dinero de ayuda a los presos republicanos.
Esta se sentó en el mismo banco que la otra, sin dirigirse la palabra, y
sacó un libro.
Mientras disimulaba leer, le pasó el sobre. “Apenas ella
lo había guardado, se nos echaron encima los policías. Ella salió
corriendo. Yo no, yo me quedé. Cruzó la plaza, bajó la escalera, y al
cruzar la calle la mató un camión. Horrible. Sólo oí los gritos de la
gente. Un policía salió corriendo y otro se quedó conmigo. Recuerdo que
puso un pie encima del banco. Ahora me va a decir qué hace usted aquí. Yo sólo dije lo que se me ocurrió: Estoy esperando a mi novio. ¡Y en éstas que aparece!”.
Apareció, sí, aquel muchacho, que vino de alguna manera a salvarle la
vida. Se llamaba José Sánchez Peinado. Tenía una historia personal “muy
complicada”; había hecho la guerra con Franco, y al acabar le
ofrecieron pasar al ejército o a la policía. Eligió lo segundo.
Era “muy
inteligente”, y un caballero. La quiso tanto como para jugarse la vida
con ella: Angelina necesitaba documentaciones falsas para ayudar a los
proscritos del régimen a entrar y salir de España. “Él entraba a la
Brigada Social, robaba las cédulas, me las daba en blanco, y en una casa
en la que te dejaban por horas una máquina de escribir, yo las
rellenaba, se las llevaba otra vez y él las sellaba. Me decía: Niña, me van a matar por tu culpa.
Pero proporcionamos cientos de documentaciones falsas, entre ellas la
de mi hermano”, que tuvo que huir de nuevo, esta vez a Brasil. “Fue
auténticamente milagroso que no nos pillaran”. (...)" (La memoria en llamas de Angelina Gatell, Miguel Ángel Ortega Lucas, CTXT, 01/03/17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario