"(...) Los historiadores Ricard Camil Torres y Antoni Simó han publicado
recientemente “La violència política contra les dones (1936-1953)”,
centrado en la represión contra las mujeres en las prisiones de la
provincia de Valencia durante la guerra civil y la posguerra. (...)
En cuanto a las mujeres detenidas, subrayan Antoni Simó y Ricard
Camil Torres, “sufrieron las mismas vejaciones que los hombres y otras
añadidas, como el corte de los cabellos ‘al cero’ y las violaciones
sistemáticas, también de las embarazadas”.
Muchas entraron en las
cárceles con sus hijos, quienes soportaron asimismo las condiciones
penitenciarias deplorables. En otros casos los vástagos les fueron
sustraídos a sus madres, lo que dio lugar a un “tráfico” de niños del
que se beneficiaron principalmente familias acomodadas y afines a la
dictadura.
A diferencia de los presos masculinos, el franquismo no
reconocía prisioneras “políticas” en sus cárceles. “Se les asociaba más
bien con el mundo de la prostitución; como mínimo, se las consideraba
personas desviadas por la influencia de maridos, hermanos o padres”,
explican los investigadores.
Tampoco resultó fácil la convivencia de las
presas “rojas” con las reclusas por delitos comunes. Y a las mujeres se
las discriminaba, además, a la hora de realizar trabajos en la prisión,
que para los hombres suponían un “beneficio” penitenciario, mientras
que para ellas, los trabajos o los cursos de cocina, francés o tareas
domésticas se entendían más bien como una medida “correctora”.
Los autores señalan que a partir de los años 1944-1948 se constata un
mayor grado de colaboración entre las prisioneras, al provenir del
maquis –fueron enlaces o colaboradoras en la guerrilla- muchas de las
nuevas internas.
Con todo, el encierro en las cárceles de la dictadura
implicaba tener que soportar la desnutrición, la presencia cotidiana de
chinches, piojos y otros parásitos, además de enfermedades como la
tuberculosis, que también afectaba a los hijos de las reclusas. Esta
situación venía propiciada por realidades como el hacinamiento. Entre
abril y diciembre de 1939 la Prisión Provincial de Mujeres (Valencia)
acogió a 1.500 presas, lo que desbordaba el aforo inicial; en celdas
diseñadas para cinco personas, llegaron a estar encerradas 42.
Sin agua caliente ni calefacción en invierno, el jabón y otros productos
para el aseo personal dependían del apoyo familiar; o bien tenían que
adquirirse –“en condiciones draconianas”, apuntan Torres y Simó- en los
economatos.
“La enfermería suponía una entelequia”, añaden los autores
de “La violència política contra les dones (1936-1953). Existía, sí,
pero ante la falta de atención las reclusas tenían que afrontar las
enfermedades en las celdas.
Otra cuestión era la comunicación con el
exterior. Se aplicó una censura férrea de cartas, periódicos y libros,
en la que participaban los directores de las prisiones y las
funcionarias, pero también capellanes y religiosas a cargo de las
presas. En fechas señaladas, como las fiestas de navidad, se abría un
tanto el puño y se permitía que visitaran a las internas los niños
parientes.
“No faltaron malos tratos, coacciones y vejaciones”,
según Ricard Camil Torres y Antoni Simó, que apuntan la función
desempeñada por las religiosas. Éstas “se ocuparon a fondo en su tarea
redentora presionando a las internas para ‘reconducirlas’
espiritualmente”, de manera que la comunión, la confesión o el bautizo
se convirtieron en una meta.
Los investigadores mencionan algunos
nombres, como el de la directora de la prisión de Valencia, Natividad
Brunete, y su hermana Teresa, empleada como funcionaria de prisiones:
“Fueron una pesadilla para las internas valencianas”.
El sistema de
incomunicaciones, castigos, retenciones de órdenes de libertad
provisional o incluso inducción de algún suicidio que introdujeron, se
apoyó en una red de (presas) delatoras, que actuaban a cambio de
favores.
En general, directores y funcionarios actuaron en materia
punitiva desde su óptica particular, más allá de lo establecido en el
Reglamento de Prisiones. En un primer momento el personal de las
cárceles provenía de los “méritos” de guerra (viudas de sublevados y
familiares de excautivos, entre otros), y sólo se establecieron ciertos
criterios de “profesionalización” entre las funcionarias a partir de
1946.(...)
Las organizaciones políticas de izquierda y los sindicatos apoyaron a
las presas militantes. “La mayoría de las reclusas ya tenía a sus
hermanos, novios o maridos en prisión”, señalan Ricard Camil Torres y
Antoni Simó, de manera que la ayuda exterior resultaba escasa.
Esto hizo
que se reforzara la solidaridad entre las internas, hasta el punto de
organizarse en familias o cédulas –destacaron las del PCE-, cada una
dirigida por una “madre” (responsable de la distribución del material
obtenido). De este modo se trataba de repartir lo que recababan del
exterior según las necesidades de las reclusas.
En el apartado
del libro dedicado al franquismo, los dos historiadores resaltan el peso
de la iglesia católica en el mundo carcelario. Abarrotada la prisión
provincial, en junio de 1939 se habilitó el Convento de Santa Clara de
Valencia como prisión femenina. La gestión de la nueva cárcel corrió a
cargo de las monjas Capuchinas, pero en otras prisiones tomaron parte
las Hijas de la Caridad, las Mercedarias, Concepcionistas y Carmelitas,
entre otras órdenes religiosas.
“Su presencia fue determinante en muchos
casos oscuros y sucios como la responsabilidad directa en el secuestro
de niños”, destacan los investigadores. Del estudio de los hechos y el
análisis de los expedientes, Ricard Camil Torres y Antoni Simó afiman
que no consta “saca” alguna de mujeres de las prisiones, pero “un buen
número de ellas sí fue librada a los piquetes de ejecución”.
No
sólo se castigaron los actos de rebeldía (acabar en una celda de
castigo por negarse a besar la figura de Jesús de Nazaret), sino que en
el caso de mujeres con significada militancia –Pilar Soler, Rosa Estruch
o Remedios Montero-, abandonar la prisión suponía sólo un paréntesis
hasta un nuevo ingreso.
Tampoco faltaron las mujeres encarceladas como
represalia contra familiares, huidos, exiliados o miembros de la
guerrilla. Sin embargo, la dictadura franquista se esforzaba en ofrecer
una imagen idílica: fiestas en las que se abrían las puertas de los
muros a los familiares o fotografías publicadas en ‘Redención”, en las
que se exhibía una supuesta comunión entre los gestores y las internas.
En las páginas finales, los autores resumen la profusión estadística en
una frase: “La mayoría de las mujeres encarceladas lo fueron por delitos
de orden público relacionados con la escasez reinante en la posguerra,
lo que se consideraba delito político y con razón por parte del
franquismo, ya que este régimen impuso una política de hambre y
miseria”. En otros dos capítulos del libro se aprecian las diferencias
con la zona republicana." (Enric Llopis , Rebelión, 27/12/16)
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