"4.208. Durante cuatro años, los que estuvo preso en el campo de
concentración de Mauthausen, Francisco Aura Boronat fue un simple
número.
No se le consideró un soldado que luchó por la II República
española, ni un miembro de la Compañía de Trabajadores Extranjeros (CTE)
que contribuyó a levantar la “línea Maginot”, mientras por el aire
atacaban los “stukas” (bombardero “en picado” alemán). A los españoles
se les identificaba con una “S” blanca inscrita en un triángulo azul, y
se les clasificaba como “apátridas” o emigrados “políticos”.
Francisco
Aura tiene hoy 98 años. Entró el 26 de abril de 1941 en el campo de
exterminio austriaco, tras un viaje en tren de tres días sin poder salir
de los vagones; “amontonados como bestias sin comida ni agua, los más
débiles, los mayores, se dejaban la vida en el viaje”. En la estación
les esperaban cachorros de las SS con sus perros y la culata presta para
golpear a los prisioneros. Comenzaba el horror...
La novela gráfica de 200 páginas “Esperaré siempre tu regreso”, de
Jordi Peidro, recopila una parte de la biografía de Francisco Aura.
Editado por Defiladero en octubre de 2016, el cómic empieza más de dos
décadas atrás, cuando el nonagenario resistente de Alcoy se enfrenta a
una imagen de la barbarie en los campos de concentración de Yugoslavia.
“Una y otra vez caemos en lo mismo”, se lamenta, mientras la memoria le
devuelve al cinco de mayo de 1945, cuando los antifascistas españoles
saludaban con una pancarta (y las banderas de Estados Unidos, Gran
Bretaña y la Unión Soviética) a los tanques estadounidenses que
“liberaron” Mauthausen.
Pero antes que las SS dejaran a los
detenidos en manos de los “Kapos” (condenados por delitos comunes que se
encargaban de los presos en el campo de exterminio), los prisioneros
pasaran por el ritual iniciático -golpes, ducha, rapado, desinfección,
gritos, formaciones y más golpes- o tuvieran que dormir pegados contra
las paredes para aliviar el frío, Francisco Aura ya se había labrado un
importante currículo en el antifascismo.
Con 17 años y afiliado a la
CNT, se enroló como miliciano para la defensa de Madrid (octubre de
1936). Fue la primera vez -tres en total- que le hirieron durante la
guerra. También combatió en Brunete (julio de 1937), la batalla del Ebro
(1938) y en un pequeño municipio del Priorat de Tarragona, Ulldemolins.
En febrero de 1939 cruzó la frontera a través de Portbou (Girona) hacia
el exilio, y así recalaría en tres campos de refugiados del
Mediterráneo francés: Argelès, Saint Cyprien y Le Barcarès. Mientras la
extrema derecha francesa encendía los discursos contra los refugiados
españoles, en los campos se malvivía sin apenas comida, higiene, ropa y
medicamentos. Francisco Aura se alistó en los CTE, y trabajó en las
fortificaciones de la “línea Maginot” antes de caer en manos de los
nazis.
La novela gráfica editada por Defiladero incluye los
números de la gran tragedia del nazismo: 42.500 campos de concentración,
guetos, centros de detención y fábricas de trabajo forzoso repartidos
por el centro y este de Europa; entre 15 y 20 millones de personas
internadas en los campos del horror; seis millones de judíos y cinco
millones de otras etnias, aniquilados (presos políticos, gitanos,
homosexuales, yugoslavos, rusos, españoles...).
El autor, Jordi Peidro
(Alcoi, 1965), se dedica desde hace más de tres décadas a la narración,
por las vías del teatro, el cartelismo, la novela o los tebeos. Ha
dibujado álbums como “El ojo del africano”, cómics largos (“La bahía del
ahogado”) y otros de formato corto (“Las aventuras de Melchor Mombo”).
En la novela sobre Francisco Aura y Mauthausen, hace servir las
ilustraciones para revelar algunas claves historiográficas. La serie de
viñetas sobre “Las aventuras de Serranito Súñer” -en concreto la
titulada “Solos sin casa”- muestra a Hitler preguntando al “cuñadísimo” y
ministro franquista entre 1938 y 1942 por los “amiguitos (españoles)
tuyos en mis campos”. A lo que el jerarca falangista responde: “Te los
regalo. Haz con ellos lo que quieras”.
En el “sanatorio” de Gusen, a cinco kilómetros de Mauthausen,
“enfermar estaba prohibido, ingresar en la enfermería era tentar a la
suerte: la mayoría no regresaban”, recuerda Francisco Aura. La dosis de
gasolina en el corazón se convirtió en uno de los métodos para
finiquitar a los “débiles”. En sólo una viñeta, la novela esquematiza la
famosa “escalera” de Mauthausen, formada por 186 escalones de piedra
que comunicaban el campo de concentración con la cantera.
Días que se
eternizaban con la carga de bloques enormes a la espalda, y una cruel
división del trabajo que distinguía entre los que extraían las piedras y
quienes las subían al campo (un mínimo de 30 kilogramos a la espalda y
hasta quince viajes diarios).
Los prisioneros tenían que cargar con los
bloques mayores, de lo contrario se verían sometidos al castigo y las
palizas de los “kapos”. Puro esclavismo de sol a sol, que deparaba lo
peor para la cumbre, donde se hallaban los “paracaidistas”. En la cima,
guardias y “kapos” arrojaban a patadas, golpes y garrotazos sobre todo a
los judíos. Si alguno sobrevivía, subía otra vez y se le lanzaba de
nuevo por el precipicio. Los cadáveres se acumulaban sobre las piedras, y
se trasladaban al crematorio.
La escritora y periodista
Montserrat Roig dedicó tres años a escribir una magna crónica
periodística de 540 páginas, “Els catalans als camps nazis” (Edicions
62, 1977). El libro cifra en cerca de 10.000 los republicanos españoles
deportados a los campos de concentración del III Reich, donde murieron
el 60%.
Por Mauthausen y los “Kommandos” (pequeños campos de
concentración que dependían de uno principal) pasaron 7.189 presos
republicanos, de los que sobrevivieron 2.187. Sólo en Gusen, “subcampo”
dependiente de Mauthausen, perdieron la vida 3.839 españoles. El libro
incluye el testimonio de 27 supervivientes del citado campo de
concentración, que semejaba un castillo fortificado, hecho con piedra
picada de la cantera mortal.
“Una inmensa sociedad paralela,
con sus clases internas, con una rigurosa organización, una perfecta
sistematización de la muerte cotidiana”, describió Montserrat Roig. Tal
vez se tratara del primer campo de tercera categoría o exterminación
(‘Ausmergungslager’) que, con esta nomenclatura, empezó a funcionar
desde el inicio de la guerra.
A los detenidos –entre ellos los “rojos”
españoles- se les consideraba casos “graves” por motivos de seguridad.
El destino estaba escrito: la ejecución o la cadena perpetua. Un
intérprete germano planteaba la alternativa a los recién llegados: las
alambradas eléctricas o el horno crematorio.
Francisco Aura
pasó por la cantera y por los “Kommandos” Bretstein y Steyr. En el
primero reparó y construyó carreteras durante un año, a veces a -30ºC.
En el segundo –“uno de los más duros y en el que más españoles
murieron”- tuvo que trabajar en una factoría de armamento. Durante dos
años y ocho meses.
Pero fuera cual fuese el cometido en el campo, a
todos los prisioneros les igualaban los golpes, patadas en los
genitales, palos, gritos y puñetazos en la cara. “En pocas semanas
borraban tu mente, te destruían por completo y te convertían en una
bestia disciplinada”, reflexiona en la novela un prisionero con el mono
de rayas y un soldado al acecho.
Con una dieta extenuante de caldo
aguado de legumbres y féculas (menos de 1.500 calorías diarias),
infinitas horas bajo el frío y la lluvia, y en un entorno –Mathausen-
donde se podía morir de 35 maneras diferentes (desde la cámara de gas
hasta el suicidio desde la cima de la cantera), algunos supervivientes
destacan la formación de grupos de resistencia.
Tal vez estos
se iniciaran el día que tocaba desinfectar el campo, y los presos
–desnudos durante 17 horas en los patios- pudieron entablar alguna
relación. “Debíamos buscar las zonas próximas a los muros o las entradas
de las cocheras, ello te protegía de las ocasionales ráfagas de los
guardianes”, recuerda en el cómic Francisco Aura.
Los disparos quizá
fueran una forma de combatir el aburrimiento para los centinelas.
“Conocí a hombres de gran capacidad intelectual, sin egoísmos ni odios”,
señala el resistente de 98 años. Pero la extrema brutalidad, la saña y
el encarnizamiento no permitían derroches de solidaridad. Hasta que
llegó el cinco de mayo de 1945. Francisco Aura había sobrevivido a la
horrenda pesadilla, cuatro años y nueve días después…" (Enric Llopis , Rebelión, 29/12/16)
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