"Dime con quién cazas y te diré quién eres, le gustaba repetir con ironía
a Manolo Parejo, dirigente comunista extremeño y, a la sazón, galguero.
Palomas, un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz, tuvo el
infortunio de comprobar hasta qué extremo era precisa aquella
afirmación.
El 6 de diciembre de 1989, los jóvenes Ángel Luis Sánchez
Redondo y Marcelino Garrido Redondo, de 19 y 18 años de edad, perdían la
vida ahogados en el río Matachel, tras ser perseguidos por la guardia
civil, que rehusó auxiliarles.
Completaban la cuadrilla, Bibiano,
hermano de Ángel Luis, dos años menor que él y Dámaso, primo de ellos.
Todos son jornaleros en paro e integrantes de extensas familias; en casa
de Mariano son siete hermanos y en la de Ángel Luis, doce, y esto sin
contar a otra hermana, fallecida a los cinco años a causa de unas
calenturas maltas.
Salían a cazar como otros muchos temporeros, urgidos
por el estado de necesidad de sus familias. Antonio, otro de los
hermanos de Ángel Luis, lo recordaba hace tres días: “Palomas ha sido un
pueblo en el que siempre ha habido muy pocos jornales. Cuando no había
nada, tenías que ir a cazar cuatro conejos y venderlos para poder comer.
Si aquí hubiera trabajo, nadie iría de caza. Ni se arriesgaría a la
denuncia.
O, en aquel tiempo, a la paliza. En aquellos años tenías más
miedo a la paliza que a la denuncia”. Por estas tierras, cazar ha sido
en muchas ocasiones el complemento a los cuatro jornales de la vendimia y
de la aceituna, una forma natural de buscarse la vida.
Pero los grandes
terratenientes de la tierra se han considerado siempre celosísimos
dueños de todo lo que componía su suelo y su vuelo, incluyendo los
animales salvajes, contradiciendo incluso lo que dice la Biblia. Pero ya
se sabe que, para los que mandan, este es un venerable libro en todo,
siempre que no refute sus sagrados intereses.
Ocurrió en las
fincas del Madroño y el Redrojo. Siete guardias civiles de paisano cazan
en aquellos terrenos, invitados por los dueños. Cuando el grupo de
jóvenes es avistado por ellos, se desencadena la tragedia. “Los guardias
civiles estaban arriba en un cerro. Se liaron a voces con nosotros y
salimos corriendo para abajo.
Los había con caballo, el guarda le dejó a
uno de los civiles el suyo para que fuera en nuestra busca. Nos vieron
tirarnos a todos y no hicieron absolutamente nada”. Así lo cuenta
Bibiano, con la amargura perenne del recuerdo. Él y Dámaso se salvaron
de la muerte aquel día y fueron testigos de la infamia.
En su
huida los jóvenes han buscado un camino por el que cruzar pero el río
Matachel está desbordado por la crecida. El pavor les precipita en la
riada: “Dámaso, como no sabía nadar se echó para atrás y corrió el río
abajo. Nos tiramos los tres juntos. Se tiró Marcelino y mi hermano y yo
detrás de ellos. Lo que pasó es que a mí me cogió un correntón, me
arrolló para abajo y ellos se quedaron agarrados a un árbol”, rememora
Bibiano.
A
Dámaso le detienen, le bajan los pantalones y le meten un palo en la
espalda, por detrás de la camisa. Se lían a ponerle la denuncia y se
desentienden de los demás. Son las cuatro y veinte de la tarde. “Se han
tirado tres y ha salido uno”, dice uno de los guardias delante de
Dámaso. Mientras tanto, Bibiano se ha salvado milagrosamente, atrapado
en unas zarzas.
Un escalofrío acompaña el recuerdo: “Un remolino me
pilló y me metió debajo de agua. Allí estuve bastante tiempo, a punto de
ahogarme. Y en un momento, una mijina consciente, algo me dio en la
mano, me agarré con todas las fuerzas y salí fuera. Eran unas adelfas.
Cuando salí, dando voces, allí ya no había ni un alma, ni un dios.
Los
civiles habían visto lo que había pasado y se habían ido. Los únicos que
estaban allí eran los perros. Algunos habían atravesado el río, los
perros que estaban más encariñados conmigo pasaron y no se movieron de
allí hasta que salí. Luego, cogí el cerro arriba, corriendo, echando
espuma por la boca hasta que llegué a casa, a Palomas”.
A Ángel
Luis y Marcelino se los ha tragado el río. “Iban siempre juntos, donde
quiera que iba el uno iba el otro. Cuando se tiraron iban los dos
agarrados”, recuerda Antonio Sánchez, como si quisiera aplacar el dolor
estrechando aún más la memoria de los dos amigos.
“Mama, que tu
hijo se ha ahogado”. Bibiano cuenta a borbotones lo que ha pasado, el
temor de que su hermano y su primo no hayan sobrevivido. Las familias y
los vecinos están conmocionados. Rápidamente todo el mundo se dirige al
lugar de los hechos, a unos siete kilómetros del pueblo, para intentar
llegar antes de que caiga la tarde.
“Los guardias cuando vieron a la
gente en busca de los ahogados rompieron las denuncias y salieron a la
tira”, recuerda Bibiano. Según se van averiguando detalles de lo
ocurrido la conmoción muta en rabia, en ira.
Todo el mundo sabe que “la
usual paliza en el cuartelillo” está muy lejos de haber desaparecido y
en décadas anteriores muchos jornaleros han sufrido en carne propia la
represión por ir a coger bellotas o acarrear leña.
La aversión a la
guardia civil está en el ADN de la clase obrera, consciente de cuál ha
sido la función de ese organismo en sus casi 150 años de existencia.
Pero lo acaecido esa tarde es de una vileza sin límites.
Hasta
cuatro días después no aparece el primer cuerpo, el de Ángel Luis. Lo
encuentra un vecino del pueblo, Juan Amado, conocido entre los paisanos
como el “Elegante”. De la impresión le dio un pequeño ataque y tienen
que socorrerle allí mismo, en las orillas del río. “¿Qué han hecho con
mi hijo, tenía sólo 19 años?”, llora destrozada la madre, abrazada al
cadáver. La familia se niega a que el cuerpo de Ángel Luis se traslade a
Almendralejo o a Mérida para hacer la autopsia como al parecer pretende
el juez.
“A nuestro hermano no se lo lleva nadie de aquí”, la familia
se planta y al final es trasladado al depósito de cadáveres de Palomas.
Pero la agonía continúa, el padre de Marcelino sufre un desvanecimiento
cuando buscaba a su hijo fallecido en el río. Al fin, el día 17, once
días después de la afrenta, aparece el segundo cuerpo sin vida.
Las reacciones se suceden. La delegada del gobierno en funciones, Alicia
Izaguirre, sale defendiendo la actuación de los guardias civiles y
enciende aún más la indignación popular hasta el extremo de que su
propio partido en Palomas pide su destitución. “Lo que pretende la
gobernadora es echar tierra sobre los cadáveres de los dos jóvenes pero
para echar tierra se basta y se sobra el río Matachel”, exponen en un
comunicado.
Por otra parte, los guardias civiles, pertenecientes al
cuartel de Villafranca de los Barros, son cambiados de destino, alejados
de Palomas. Algunas fuerzas políticas proponen que se prohíba que los
guardias civiles puedan acudir a cazar como invitados en los cotos
privados.
Y, por último, se hace público que Cristina Almeida
va a asumir la representación de los familiares en la denuncia formulada
por presunta denegación de auxilio. “Tengo la convicción moral de que
los han visto de tirarse. Y la convicción penal vamos a buscarla ahora”,
dice la popular abogada. Pero, sorprendentemente, al poco tiempo
Almeida les dice que lo siente mucho, que no puede llevar el caso y les
propone otro abogado para continuar las actuaciones. La familia no sabe
qué pasó: “Iba todo muy bien.
Ella nos animaba y nos decía que esto no
iba a quedar así. Y de golpe nos dice que no puede seguir, que nos busca
otro abogado. Si éste caso le hubiera pasado a una familia con dinero,
no habría quedado de este modo”, dice Antonio Sánchez. “Al final, el
pobre va al charco. Ellos siempre son los que tienen el dinero y
nosotros no pintamos nada”, lamenta otro familiar. (...)
Quizás pueda aportarnos luz preguntarnos por algunos actores a los
que no se ve pero que tienen indudable importancia en la obra. En la
tragedia narrada están los jornaleros, la guardia civil, pero ¿dónde
están, quiénes son los dueños de esos grandes latifundios destinados a
la caza? ¿Dónde, a quiénes vendían sus piezas los furtivos? ¿Qué
entramado garantiza la impunidad de comportamientos ilegales e inmorales
de un cuerpo de seguridad estatal?
Lo primero que llama la
atención cuando uno se acerca a esta tragedia es que, incluso entre
personas generalmente bien informadas de Palomas o de Puebla de la
Reina, muy pocos saben quiénes son los propietarios de estas grandes
fincas, alguna de ellas de más de 5.000 hectáreas. ¿Quiénes son esos
terratenientes, al servicio de quiénes la Guardia Civil perseguía con
tanta saña, con tanto rencor? “La mayoría de estas tierras son
heredadas, de sus bisabuelos.
Ahora son descendientes. Los dueños
vendrían quizás algún fin de semana, pero ahí el que estaba siempre era
el guarda y el pastor. Y la guardia civil, claro, que estaba siempre
allí”. Con cuánta razón hablaba Rafael Chirbes de la calidad detergente
del dinero, de su capacidad para borrar o exaltar el rastro de los amos,
según convenga. Asombrosamente, el apellido Sánchez Arjona, una de las
principales familias nobiliarias de España, integrante durante largo
tiempo del núcleo duro de la oligarquía, no es apenas mencionado.(...)
En España, la caza ha sido y es uno de los mejores escaparates de las
tramas del poder. Cuántos nombramientos, cuántas adjudicaciones, cuántas
sentencias se habrán urdido en batidas y monterías. Por extraño que
pueda sonar, Extremadura es hoy un inmenso coto de caza aún mayor que
durante el franquismo, un paraíso para los cazadores ricos de España y
de Europa.
En esta tierra, por el negocio opulento de la caza sangra la
herida histórica del latifundismo, engrasado con subvenciones
comunitarias. “Érase una vez una tierra madrastra, estrecha para el
campesinado y ancha para la oveja, que despidió a sus hijos, ligeros de
equipaje, por la trasera de una emigración obligatoria”, escribió
Víctor Chamorro, con palabras tan duras como exactas.
Hoy, los grandes
latifundios que ahogaron en sangre la reforma agraria de la II República
y que contribuyeron a expulsar a 800.000 personas de nuestra región
entre las décadas de los cincuenta y los setenta han diversificado y
blanqueado su ganancia y también su lenguaje. Ahora no son ovejas, sino
venados, conejos y jabalíes los que disponen de tierra ancha. Ya no se
habla de señoritos ni de milanas, sino de oferta cinegética y de
sinergias empresariales. (...)
“El éter de la transición fue el miedo”, le gusta decir al historiador
Juan Andrade. Hace falta contar esa otra historia de la transición,
oculta tras el relato tramposo del consenso. En Extremadura, podríamos
seleccionar tres hechos de los años ochenta que lo explicitan muy bien.
Feria, Azuaga y Palomas componen el triángulo del miedo.
El 25 de agosto
de 1980, en Feria, se produce el asesinato de Joaquín Ladera, de 17
años de edad por parte de la Guardia Civil, cuando el joven, junto a
otros dos amigos, hacía sus necesidades en las cercanías del cuartel. El
6 de febrero de 1987, Diego Sánchez Molina, de 21 años de edad, a raíz
de la denuncia y persecución del juez de la localidad por estar
acariciándose con la novia en público, se suicida tras ser condenado a
cinco nuevos meses de cárcel.
Y el 6 de diciembre de 1989
–paradójicamente, el día de la Constitución- se produce la muerte de los
jóvenes de Palomas. Cuatro vidas, cuatro jóvenes menores de 21 años,
atropellados por un poder brutal decidido, a toda costa, a impedir el
cambio social. La verdad de la transición, la Constitución real del
país, está en esas fechorías, en el atentado de Atocha, en el caso Nani,
en el crimen de Almería, en los ahogamientos del río Matachel. (...)" (Manuel Cañada Porras , Rebelión, 06/12/16)
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