"19 de octubre. 19.45. Dos hombres encapuchados paran en
motocicleta en frente de la casa de Esneider González, en Corinto, quien
se encontraba hablando con una vecina. La motocicleta se caló. Tardaron
dos segundos en encenderla antes de dispararle cuatro veces. Tiempo que
salvó la vida de Esneider.
"Empujé a mi vecina y me
volteé hacia la puerta. Me alcanzaron dos disparos en la cabeza y uno en
la espalda", cuenta a eldiario.es el hombre de 35 años. Tres días antes
en esa misma región, dos sicarios en motocicleta mataron a balazos a
Yimer Chávez Rivera, en Sierra. Ambos eran defensores de derechos
humanos en sus comunidades, en el departamento del Cauca, donde según
organizaciones sociales se han producido 17 asesinatos en lo que va de año.
El Ministerio del Interior, basado en datos de la
oficina de Derechos Humanos de la ONU, estima que en 2016 han muerto
cerca de 60 líderes sociales, al menos una treintena han sufrido
atentados y alrededor de 300 son víctimas de amenazas. Una ola de
homicidios contra activistas que se ha intensificado en los últimos tres
meses, desde la firma del primer acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, y que devuelve a Colombia la pesadilla de las masacres en las zonas rurales.
Esneider sobrevivió de milagro al ataque. "Me salía sangre de la boca,
la nariz, la espalda. Mi esposa me decía que las heridas eran muy feas",
relata junto a su mujer, Maribel Lozano, abogada en formación y también
defensora de derechos humanos. "Mi hija (6 años) se fue a una esquina
de la cama, se tapó con una almohada y empezó a gritar '¡Mi papá no!',
'¿Por qué a mi papá?'. Mi hijo, de 13 años, igual", añade Maribel, quien
se encontraba en la casa en el momento de los hechos.
El atentado ha marcado la vida de la familia, como narra Maribel: "Para mí fue muy traumático ver a mis hijos en shock.
Cada vez que le veo las heridas, recuerdo a mi marido lleno de sangre.
Ese temor no se borra". La pareja, con sus dos hijos, tuvieron que
abandonar su hogar en la ciudad de Corinto para esconderse en una vereda
apartada.
"Nadie sabe dónde estamos, muchos creen
que mi esposo falleció. En la zona donde estamos es difícil acceder.
Casi no salimos al pueblo porque cada vez que se acerca alguien creo que
me van a atacar, mis hijos tienen miedo. Mi hija no quiere volver",
explica la mujer de 38 años en la casa donde ahora viven en secreto.
Desplazados por el temor
Ellos mismos tuvieron que manejar sus propias medidas de protección,
pues las autoridades, según su experiencia, no han hecho nada al
respecto. "Me trasladaron a un hospital de Cali, custodiado por la
Policía, y a los dos días me sacaron por temor a que me rematarán allí
(…) Me dieron un chaleco antibalas y un botón de pánico y me mandaron
para casa. Lógicamente nunca volvimos", afirma Esneider.
"Ni siquiera han hecho un estudio sobre la posibilidad de regresar a
nuestro hogar. Tampoco nos han dado respuestas sobre la investigación,
la archivaron y ya", se queja Maribel, quien desconfía de las fuerzas de
seguridad y lamenta la falta de garantías para los defensores de
derechos humanos, tal y como se estableció en los acuerdos de paz
alcanzados en La Habana.
Esneider pertenece a una
asociación agraria de su localidad. Fue una pieza clave en la
investigación por el asesinato a machetazos el 8 de setiembre de Cecilia
Coicue, líder indígena de la misma región, al hallar una chaqueta con
su sangre. Maribel es integrante de la Red de Derechos Humanos del
Suroccidente 'Francisco Isaías Cifuentes'. Un mes antes había denunciado
la presencia en el municipio de bandas de narcotraficantes. Recibió
entonces una amenaza telefónica.
Esneider, Maribel y
Cecilia tenían algo en común: eran integrantes de Marcha Patriótica,
movimiento político de izquierdas que los sectores más conservadores han
vinculado a las FARC. La organización ha denunciado el asesinato de más
de 120 militantes desde su fundación en 2012.
Alrededor de una veintena
desde el pasado agosto. "Solo queremos que la paz no nos cueste la
vida", zanja Maribel.
A una hora de la vereda donde
se resguarda la pareja, en la carretera entre Caloto y El Palo, fue
asesinado el pasado 1 de noviembre Jhon Jairo Rodríguez, otro líder
campesino ligado a Marcha Patriótica. Encontraron su cuerpo con tres
disparos de bala en la cuneta al lado de su motocicleta.
"Salió de casa y al poco rato nos llamaron que había sufrido un
accidente.
Cuando llegamos, vimos que no era un accidente", cuenta a
este diario su hermana, Noralba Rodríguez. Todavía sigue traumatizada:
"Yo vivía en Caloto y me vine para acá, porque solo el viaje, pasar por
donde lo mataron, era un temor. Nos vamos a dormir y al escuchar la
puerta no abrimos, nos da miedo".
Las pertenencias del joven de 34 años se acumulan en una de las camas.
Su cuarto está desierto. "Sentimos un vacío enorme, él todo el tiempo
nos hacía reír, nos apoyaba mucho. Era la compañía de mi madre y le ha
dado muy duro, no deja de llorar", asegura Noralba, secándose las
lágrimas mientras se pregunta quién pudo querer matarlo. Las autoridades
tampoco les han dado respuestas.
La amenaza del neoparamilitarismo
Marcha
Patriótica y varias organizaciones sociales señalan a los paramilitares
como autores de los asesinatos. "No hubo un proceso de desmonte del
paramilitarismo como tal, lo que hubo fue un ejercicio prácticamente
teatral, de desmonte de las cabezas de las principales estructuras",
asegura a este diario el portavoz de Marcha en el Cauca, Jonathan
Centeno, sobre el proceso de desmovilización del paramilitarismo –unos
31.000 combatientes– a través de la polémica Ley de Justicia y Paz,
aprobada en 2005 por el entonces presidente, el ultraderechista Álvaro
Uribe, hoy máximo detractor del acuerdo de paz con la guerrilla.
Varias ONG, como Human Rights Watch, criticaron el proceso por conceder
demasiada impunidad a los victimarios. Once años después de esa ley,
con vigencia original hasta 2014, apenas se han aplicado 23.000 condenas
de un universo de 312.000 delitos. La Fiscalía anunció recientemente
que se necesitarán seis años más para cerrar ese capítulo judicial.
Los ex paramilitares se han reagrupado en los últimos dos años en
clanes ligados al narcotráfico en casi un tercio de los municipios del
país, según la Fundación Paz y Reconciliación, con un notable repunte de
sus acciones armadas, especialmente en las zonas antes controladas por
las FARC.
El retiro de la guerrilla "deja un vacío en sus sitios
históricos donde actuaban imponiendo un 'orden'" en regiones con
ausencia del Estado y donde predominan "economías ilegales, como
cultivos ilícitos y minería ilegal", indica la ONU.
El neoparamilitarismo utiliza a menudo las mismas prácticas y distintivo
de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el denominativo de los
paramilitares. En varios municipios del país se han lanzado panfletos,
cada vez con mayor frecuencia este año, con el sello de las AUC
anunciando una "limpieza social".
La escalada de la
violencia en las zonas rurales recuerda a la persecución y masacre en
los ochenta por parte de paramilitares de más de 3.000 integrantes de
Unión Patriótica, el partido surgido de las FARC a raíz del acuerdo de
paz con el Gobierno de Belisario Betancur.
"Operan de
la misma forma. Primero amenazan con matar a todos los maleantes,
prostitutas, drogadictos. Y con ese pretexto acaban por asesinar a
personas de izquierda", afirma Centeno, quien considera que "se baraja
el mismo patrón motivado por intereses familiares, delincuenciales,
amorosos".
Necesidad de medidas urgentes
La comparación ha activado las alarmas entre los
movimientos sociales, que reclaman acciones contundentes al Gobierno.
"Para solucionar un problema, primero hay que reconocerlo. Y el Gobierno
sigue negando la existencia del paramilitarismo. Así no se podrá
resolver nada", lamenta a este diario Deivin Hurtado, coordinador
departamental del Cauca de la Red de DDHH Suroccidental.
Las FARC han
insistido durante los cuatro años de negociaciones en exigir al Gobierno
el reconocimiento y combate contra el paramilitarismo.
El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ordenó el pasado 22 de
noviembre intensificar la implementación de las medidas del cese al
fuego y acelerar la labor investigativa de la Fiscalía para esclarecer
los hechos.
"Esta incertidumbre va aumentando los
riesgos y por eso la urgencia de tomar las decisiones. Es urgente pasar a
la siguiente fase: el agrupamiento de las FARC en las zonas veredales
de transición (donde se producirá el desarme)", anunció sobre la
persecución a líderes sociales, que relacionó con el retraso en la
dejación de armas de la guerrilla, después de paralizarse el proceso de
desmovilización tras el rechazo al acuerdo de paz en el plebiscito del 2
de octubre.
El anuncio se produjo un día después de
que Naciones Unidas expresara su preocupación por la oleada de
asesinatos y exhortara al Gobierno a tomar "urgentemente medidas para
evitar el recrudecimiento de la violencia, que socava la confianza en
las perspectivas de una paz estable y duradera".
El
pasado 2 de diciembre la misión de la ONU en Colombia fue más lejos en
sus advertencias y sugirió una articulación planeada de esos homicidios:
"Los métodos de asesinatos y atentados manifiestan mayor grado de
sofisticación para encubrir a los autores intelectuales", reza el
comunicado en que desvela que el 75% de las víctimas desarrollaban su
actividad en el ámbito rural.
Un obstáculo para la implementación de la paz
La escalada de asesinatos contra adalides de la defensa de la paz en el terreno puede obstaculizar la implementación del nuevo Acuerdo de Paz firmado con las FARC el 24 de noviembre, tal y como admitió el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, en entrevista con 'La W Radio'.
En especial, debilita uno de los puntos clave: la reforma rural
integral.
"Los financiadores de los paramilitares siguen siendo grandes
terratenientes que quieren continuar manteniendo las tierras que
usufructuaron durante décadas por la fuerza", denuncia Hurtado. Varios
organismos, como la Organización de Estados Americanos (OEA), ya habían
avisado sobre este riesgo.
"En pleno proceso de construcción de paz,
este fenómeno es preocupante, eso crea zozobra en el campo. Lo antes
posible pedimos se esclarezcan las circunstancias en que esas muertes se
dan", asevera a este diario Rikard Nordgren, el subjefe de la misión de
la OEA en Colombia.
Pese a las constantes
advertencias, todavía no se han percibido avances en la prevención y
persecución de estos casos. La fiscal de la Fiscalía 92 especializada en
derechos humanos de Bogotá, Alba Nelly Agudelo, explica a este diario
que en Popayán apenas hay una fiscal encargada de esas investigaciones,
como la de Cecilia, Jhon Jairo y Esneider, entre otras.
"Falta personal,
como en todas partes", afirma. Y reconoce que "al menos en la oficina
central de Bogotá no han recibido nuevos recursos" desde el compromiso
de Santos para reforzar la labor judicial.
Según
fuentes de la Fiscalía consultadas por este diario, la oficina fiscal de
derechos humanos de Popayán tan sólo cuenta con cuatro agentes del
Cuerpo Técnico de Investigación (CTI), la policía judicial. "Los cuatro
son prestados, uno es de Cali, otro de Neiva y otros los comparten con
otras unidades. Entonces la labor investigativa comienza a entorpecerse
en primer lugar desde la falta de personal".
Y añade: "Los fiscales
dictan órdenes y a los investigadores les da miedo ir solos a los
lugares peligrosos, con toda la razón, entonces así se retrasan las
diligencias". Las víctimas tampoco confían en la eficiencia de la
policía judicial. El pasado mayo detuvieron a ocho investigadores del
CTI en Popayán acusados de haber desaparecido cocaína por valor de unos
300.000 euros después de incautarla.
En las ciudades
que cruzamos para llegar a las veredas, los policías motorizados llevan
casco y chaleco antibalas y el de atrás carga la pistola calibre 9mm
apoyada en su rodilla. "Esto es una calentura", "si nos descubren nos
dejan el carro como un cenicero" o "aquí no me bajo que nos cosen a
plomo" son algunas de las advertencias, a veces en un tono distendido,
que repiten nuestros guías durante el camino.
En el
trayecto de vuelta a Popayán tras finalizar las entrevistas nos sigue un
jeep blanco en uno de los tramos. Sus ocupantes suben los cristales
tintados al adelantarnos. Esperan en el semáforo. Al rebasarlos, nos
paramos en la primera gasolinera. "Ellos no saben si vamos armados y
vamos a afrentarlos. Hay que jugar con eso", afirman ya nerviosos los
acompañantes, acostumbrados a esas situaciones.
Ese mismo jeep
blanco gira en el desvío antes de llegar a la gasolinera. Al retomar la
carretera nos desviamos hacia Pasto, la dirección contraria, para hacer
un cambio de sentido a los dos minutos y tomar la senda correcta. El
temor diario para los defensores de la paz en Colombia. " (eldiario.es, 13/12/16)
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