"Un aterrador informe de 1.300 páginas, elaborado por la denominada
Comisión de la Verdad a lo largo de casi tres años por un equipo de
expertos, hecho público hoy, recuenta, muestra y da fe de los peores
crímenes cometidos durante la dictadura brasileña, desde 1964 a 1985.
Hablan las víctimas, los torturados, a los que colgaban de un palo
desnudos mientras les aplicaban descargas eléctricas hasta que perdían
el sentido. Y hablan los torturadores, los asesinos: “Él, por así decir,
ya estaba muerto, señor. Sufriendo. No quiero que piense que soy un
santito, pero en el fondo fue un tiro de misericordia el que le di”,
dice uno de ellos. (...)
También desfilan los testimonios de los que acabaron confesando
después de palizas de días y delataron a sus compañeros y quienes
aguantaron los golpes y las amenazas y no abrieron la boca. De los que
perdieron a sus hijos y quienes se quedaron huérfanos.
La misma Dilma Rousseff, la presidenta recientemente reelegida
y poco proclive a dejarse llevar en público por recuerdos oscuros, fue
torturada en una celda de São Paulo cuando tenía poco más de 20 años:
“Me estoy acordando muy bien del suelo del baño, del azulejo blanco, de
la costra de sangre que se iba formando. Las marcas de la tortura forman
parte de mí, yo soy eso”.
Los expertos de la Comisión de la Verdad concluyen que los culpables,
amparados por una amnistía dictaminada en 1979 deben encarar las
consecuencias de sus actos. Pero expertos legales replican que esto será
poco probable, ya que una sentencia del Tribunal Supremo Federal de
2010 avala que esa amnistía se debe aplicar tanto a los crímenes comunes
como a las torturas.
Así que lo más seguro es que la mayor pena que puedan llevarse los
verdugos es la de aparecer en este volumen infame, al lado de los
testimonios espantados de las víctimas, incapaces en su mayor parte de
olvidar. En cualquier caso, Brasil ha reescrito, desde ahora, su
historia más reciente y más amarga y la deja plasmada para siempre en un
volumen oficial definitivo del que nadie podrá prescindir a partir de
ahora.
El informe es espeluznante se abra por donde se abra. El apartado
sobre violencia sexual se inicia con el testimonio de Isabel Fávero:
“Al
tercer o cuarto día de estar presa comencé a enfermar, estaba
embarazada de dos meses y aborté. Sangraba mucho, no tenía como
limpiarme, usaba papel higiénico, y ya olía mal, estaba sucia, así que
pienso, no, tengo la casi certeza de que no violaron, porque me
amenazaban constantemente y les daba asco. (…) Seguramente fue eso,
Ellos se enfadaban al verme sucia, sangrando y oliendo mal, y eso les
enrabietaba más aún, y me pegaban más todavía”.
Karen Keilt fue llevada a la fuerza junto a su marido para el
Departamento Estadual de Investigaçôes Criminais de São Paulo a mediados
de mayo de 1976. Ambos fueron liberados en julio después del pago de
400.000 dólares. Años después emigró a Estados Unidos. Este es su
testimonio:
“Comenzaron a pegarme. Me ataron al palo y me dejaron
colgando. Me dieron descargas eléctricas. En el pecho, en el pezón… Me
desmayé. Y comencé a sangrar. Sangraba por todos los sitios. Por la
nariz, por la boca. Estaba muy mal. Entonces vino uno de los guardias,
me llevó a una de las celdas y me violó. Me dijo que era rica, pero que
tenía el mismo coño que el resto de las mujeres. Era un tipo horrible”.
Para Karen, como para otras muchas víctimas de este tipo de
violencia, una vez liberadas, el suicidio se tornó una salida del
laberinto psicológico en el que los torturadores les habían metido.
“Cuando volví a casa, en la primera semana, traté de matarme.
Eso era en
julio, en el invierno de São Paulo. Tomé los medicamentos, salí de la
cama y me metí en la piscina. No quería sobrevivir de ninguna manera.
Rick me oyó y me salvó. Pero él comenzó a beber. Bebió, bebió, bebió.
Mucho. Se volvió alcohólico. Nunca se recuperó de la tortura”.
A veces, el peor castigo es el que uno se llevaba para siempre dentro
de sí al salir del cuartel o de la celda. Una joven de 19 años, que no
quiere dar su nombre, fue detenida en Río de Janeiro y relata que fue
torturada dos veces. Una por sus verdugos. Otra, por sí misma, toda la
vida, porque no fue capaz de resistir y delató a un compañero.
“Salí de
ahí destrozada en mi dignidad. Me sentía responsable por el sufrimiento
de aquel al que, por mis palabras, conseguidas bajo coacción, había ido a
la cárcel. Algunos años después supe que estuvo dos meses en la cárcel.
Y que estaba en libertad, lo que me alegró.
Pensé muchas veces en ir a
buscarlo, en decirle bajo qué circunstancias lo delaté, hablarle de las
amenazas. Pero siempre que lo intentaba me volvía atrás, paralizada por
el pánico. ¿Iba a comprenderme? ¿Iba a perdonarme? No podía con la
tristeza… (…)
Hay muchas maneras de decir que uno resistió, hay muchas
expresiones para describir su orgullo y su honra, y esas mismas
expresiones esconden una acusación implícita para los que no
resistieron. Para aquellos que sufren un dolor que los otros ignoran”.
la denominada Casa de los Horrores de Río Grande del Sur. Allí
introdujeron en febrero de 1973 a Benedito Becerril, lo desnudaron y le
hicieron subirse en equilibrio a dos latas mientras le aplicaban
descargas eléctricas en los testículos. Le torturaron, durante todo el
día, desde las seis de la mañana al inicio de la noche, como relata él
mismo con una precisión aterradora.
A veces, el horror no consistía en los golpes, ni en las
humillaciones. Bastaba verse separada de sus hijos, sin saber muy bien
el destino de nadie. Ilda Martins da Silva fue arrestada el 30 de
septiembre de 1969, un día después de que asesinaran a su marido.
Permaneció cuatro meses arrestada en una cárcel. Durante ese tiempo
consiguió que alguien llevara a sus hijos a que la vieran desde la
calle.
“La ventana de la celda era pequeña y estada tapada con una
chapa. Pero la chapa estaba doblada, y por el hueco yo podía ver una
esquina de la calle. Así que les dije que pusieran a mis hijos allí. Yo
les podía ver, pero ellos no me podían ver a mí. Con un papel de
periódico hice un canuto y lo pasé por la ranura. Lo moví para que
supieran que les estaba mirando. Ellos comenzaron a saludarme con la
mano”. (
Antonio Jiménez Barca
, El País, São Paulo
10 DIC 2014)
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