“Los moradores del gueto calculamos el grado de sufrimiento
y tortura que nos esperaba y llegamos a la conclusión equivocada de que la
cruel inventiva de los alemanes se había agotado.
Inocentemente, pensamos que
no podrían idear métodos más sádicos y sofisticados de infligir sufrimiento y
que ningún ser humano era capaz de soportar golpes más grandes ni más duros.
Estábamos convencidos de que una mayor dureza mataría a las víctimas o las
volvería locas. Sin embargo, estas ilusiones se hicieron añicos enseguida.
Infravaloramos no sólo el talento de los alemanes, sino nuestra propia
resistencia y nuestra capacidad de aguantar la tortura, que excedió incluso los
cálculos de nuestros amos.
Comparada con las condiciones predominantes en los campos de
concentración, nuestra vida en el gueto había sido un nido de lujo generoso. Al
menos nuestro aspecto externo era normal; nos vestíamos de modo corriente,
aunque no exactamente a la última moda, y vivíamos en habitaciones que, aunque
no fueran muy cómodas, ofrecían condiciones bastante razonables.
Ocupábamos unidades
familiares, aunque de tamaño reducido debido a la guerra. En otras palabras,
conservábamos un cierto grado de humanidad. No se podía decir que disfrutáramos
de derechos individuales y de seguridad o que pudiéramos alcanzar un nivel de
vida propio del siglo XX.
No obstan-te, todavía nos las arreglábamos para
sobrevivir entre las «acciones» y los asesinatos indiscriminados. Tener una
llave en el bolsillo era un símbolo de mínima privacidad.
En los campos nos convertimos en el blanco fácil de todas
las perversiones bárbaras de las bestias sedientas de sangre. Allí todos éramos
uno de tantos; trabajábamos, dormíamos y comíamos juntos.
También nos
lavábamos, desvestíamos, usábamos el retrete y copulábamos delante de extraños.
Y al mismo tiempo cada uno de nosotros permanecía como una unidad única y
solitaria dentro de la masa.
En el gueto poseíamos control sobre el suministro de agua;
teníamos relojes que decían la hora y calendarios que marcaban las estaciones.
Los periódicos alemanes, si eran leídos entre líneas, traían noticias del
mundo, y la gente que trabajaba más allá de los muros nos ponía al día acerca
de los asuntos locales.
Sin embargo, en el campo el sonido de la trompeta
reemplazó al del reloj, y sólo el color del cielo y otros signos de la naturaleza
nos ayudaban a determinar grosso modo los meses y las estaciones del año. Como
consecuencia, es prácticamente imposible determinar con precisión la fecha y la
hora de los acontecimientos importantes.
En general, describíamos el tiempo informalmente diciendo
cosas como «pasó hace algún tiempo», «una noche», «durante el día», «antes de
la asamblea de la mañana (Appell)», «durante la asamblea de la noche». También
añadíamos la estación: ocurrió durante nuestro primer/segundo/tercer verano...
en invierno/primavera/ otoño...
Durante el primer otoño, una noche los alemanes anunciaron
que quedaba prohibido abandonar los barracones, desvestirse o dormir. La orden
iba acompañada por la advertencia habitual: «Los infractores serán ejecutados
de forma inmediata.»
Obviamente, algo estaba a punto de ocurrir, y los rumores
comenzaron a extenderse. Los «testigos presenciales» difundían «informes
auténticos» de fuentes fidedignas: los nazis estaban retirándose en todos los
frentes; sus líneas de defensa habían sido rotas por los primeros ataques de
las fuerzas aliadas; todos los campos cercanos a las líneas del frente habían
sido liberados y miles de personas habían recuperado la libertad...
Los rusos
avanzaban rápidamente y su objetivo principal eran los campos de concentración
para liberar a los presos torturados... En las zonas que habían conquistado
distribuían millones de barras de pan para alimentar a los hambrientos... Los
británicos habían abierto un segundo frente y los prisioneros de los campos habían
sido movilizados para ejecutar a los alemanes capturados, uno por uno...
Rommel había sido derrotado en África y los franceses
avanzaban a las órdenes de De Gaulle hacia Italia... Los americanos habían
arrasado todas las ciudades alemanas; Berlín había sido barrida del mapa... Mussolini había huido
y pedía asilo a los rusos... Hitler se había rendido incondicionalmente... La
bandera blanca ondeaba en todos los edificios oficiales alemanes.
Los autores de estos informes optimistas añadían como
conclusión que «nuestros» alemanes estaban muy nerviosos y probablemente
correrían de vuelta a su país a medianoche porque les daba vergüenza que los
viéramos huir... Así era; por fin la guerra terminaba y, si todo iba bien,
seríamos libres antes del amanecer.
Miré por la ventana y vi los focos de vigilancia barriendo
el campo como si nada ocurriera. Lentamente peinaban el terreno contiguo a las
alambradas de espino, y a su luz vi grupos de soldados haciendo la ronda con
perros.
Bueno, obviamente las noticias no les habían llegado aún. El tráfico en
la carretera alrededor del campo era el mismo de siempre —unos cuantos
vehículos circulaban tranquilamente en cada sentido—. Ni un solo convoy de
fuerzas militares, nada emocionante.
Todo aquello era muy sospechoso. Una por una, las luces se
apagaron en las casas libres más allá del muro. Las ranas croaban una oración a
la luna sonriente y alguien tocaba con la harmónica una versión distorsiona-da
de una canción popular. No había signos de ningún acontecimiento inusual que
confirmara los rumores.
De vez en cuando, oíamos voces roncas, el sonido de las
botas de punta de hierro y disparos al azar. Era muy extraño. ¿Era posible que
no todos hubieran oído las noticias? ¿Éramos nosotros los primeros en
enterarnos? Tal vez los mismos alemanes estuvieran haciendo correr los rumores
para tener una excusa para barrer el campo esa misma noche.
Antes, y debido al nerviosismo, había comido una ración
nocturna de pan con mantequilla mayor que la acostumbrada. Debía de ser medianoche
y otra vez sentía los pinchazos del hambre y la sed. Traté de encontrar agua,
pero los otros presos agitaban sus botellas vacías en el aire.
Se habían bebido
hasta la última gota del sucio líquido que había reposado en cuatro cubos
durante meses, y la esquina donde estaba el equipo contra incendios se había
convertido en un retrete, una sucursal local de las letrinas del campo.
Un sentimiento de incertidumbre iba ensombreciendo los
augurios optimistas, y el miedo recuperó su lugar habitual. Todo el mundo
caminaba impaciente, hablando en tono excitado y vigilando la entrada. El más
viejo del barracón estaba apostado en la puerta, látigo en mano, con ojos
iracundos.
Para cualquier pregunta tenía sólo una respuesta: «Déjame en paz. Yo
también tengo sed y necesito ir al servicio. ¿Quieres que te peguen un tiro en
la cabeza? Si es así, puedes salir.» Y si alguien lo intentaba era recompensado
con una patada en el trasero y una infame maldición. Después tenía que ponerse
a la cola del rincón contra incendios.
En el barracón de al lado también tenían el mismo miedo a lo
desconocido. También allí la gente se paseaba para evitar que el agotamiento y
la imposibilidad de dormir los metiera en líos. Su viejo tampoco rehusaba usar
el látigo. Su paso asustado y sus juegos de adivinanzas sobre las intenciones
de los alemanes eran tan fútiles como los nuestros.
Al amanecer, un agente de las SS irrumpió en nuestro
barracón y acabó con las especulaciones. Llevaba un uniforme nuevo, flamante,
las botas lustrosas y la gorra decorada con una calavera y dos tibias cruzadas.
Blandía un látigo y una pistola. “En fila, vosotros, ¡apestosos judíos!”, bramó.”
(Joseph Bau: El
pintor de Cracovia. Ediciones B. S. A. 2008, pág. 119/124)
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