"Mi padre se llamaba Mariano. Era labrador y ganadero. Mi madre, Faustina. La llamaban La Grifa
porque tenía el pelo rizado. El primer recuerdo que tengo de ella es el
día que se la llevaron. Estábamos en casa de una vecina viendo cómo
entraban los moros.
Vino un señor, mandado por quien fuera, que me
agarró de los hombros y me separó de mi madre para llevársela. Ya no la
volví a ver hasta el 20 de septiembre, que la soltaron para que fuera a buscar mil pesetas a cambio de que no la mataran.
Como no las tenía, la mataron al día siguiente. Mi hermana se enteró de
cuando la llevaban a matar, y fue corriendo detrás, pero no le dejaron
despedirse de ella. Un guardia civil le pegó con la culata del fusil y
la tiró al suelo. Ese día mataron a 27 personas. Las cuatro mujeres
fueron desnudadas. No nos permitieron recuperar la ropa.
Luego nos echaron de nuestra casa. Como estaba arrendada entraron y nos tiraron todo por el balcón.
Se quedaron las cosas de la casa y los comestibles. Enseguida se hizo
una aristocracia en el pueblo, y allí en el cuartel de la Guardia Civil
se iban repartiendo lo de todos: una sábana para ti, otra para mí; aquí
sobra una, pues un cacho para cada uno.
Mi padre no estaba en el pueblo cuando mataron a mi madre. Ellos no
estaban casados en España, se habían casado en Francia. Pero cuando
volvieron de allí no les querían dejar estar juntos porque decían que
ese matrimonio no era válido. Mi padre les respondió que sólo se casaba
una vez, y por ahí le empezaron las guerras.
Lo metieron en la cárcel,
lo acusaron de que había sido alcalde: ¿cómo iba a haber sido alcalde si
era analfabeto? Él se dio cuenta que tenían intención de matarlo, así
que con la ayuda de alguien influyente que le tenía aprecio simuló que
lo habían matado. Vinieron al pueblo gritando: "Lo han matado, lo han
matado" y todos nos creímos que lo habían matado. Mi madre también. Pero él se había escondido en un pueblo cercano a Ávila. Fue a partir de septiembre de 1936.
(...) La primera vez que nos hicieron lo del ricino yo tenía 6 años.
Nos recogieron por todas las calles y nos llevaron a la Iglesia, a
rezar el rosario y cantar la Salve. Nos llevaban a rezar y "a pedir a
Dios que fuéramos más buenos." Luego nos repartieron entre el
ayuntamiento, las escuelas y el cuartel de la Guardia Civil. Allí daban
el aceite de ricino y las guindillas a los niños de 6 años como yo, que
era la más pequeña, porque mi madre no podía ir por mí, pues ya la
habían matado.
A los niños nos daban medio litro de aceite de ricino con
diez guindillas y a los mayores y las mujeres embarazadas, el litro
entero con veinte. Una señora, que estaba embarazada, les dijo que si no
les daba pena hacerle eso a niñas como nosotras, y le respondieron que
si ella se tomaba su ración a nosotras no nos la daban. Se la dieron, lo
de ella, lo de mi hermana y lo mío. Cuando se lo bebió le dijeron: "Tú
es que no tenías bastante y querías más, pero no te apures que ellas
tienen aquí lo suyo".
Aquel día estuvimos desde las 9 de la mañana hasta
las 8 de la noche. Luego ya no nos volvieron a juntar más, nos iban
llamando por separado, cada día a una persona diferente. Cuatro o cinco
veces al año, o más, cuando se les antojaba. La última vez que me lo
hicieron a mí fue cuando yo cumplí los 17 años. Vinieron los maquis al
pueblo y ellos creyeron que yo los había visto. Esa tarde mataron a uno
de los caciques del pueblo.
(...) En realidad nosotras nunca le contamos a nuestro padre lo del
ricino. Él hubiera ido a por ellos, y luego lo habrían matado a él.
Siempre nos protegía y nos defendía, así que lo protegimos también.
Murió a los 85 años y nunca lo supo. Tampoco nunca se quiso volver a
casar con otra mujer.
Decía que no había ninguna que pudiera ocupar el
puesto de mi madre. Siempre le poníamos flores donde la enterraron, y yo
se las sigo poniendo. Tampoco he dicho nunca el nombre de los que le
daban las palizas a mi padre, ni de los que nos daban el ricino y las
guindillas. Los hijos de los asesinos han sido mis compañeros de escuela, y guardamos buena relación, por eso yo nunca les contaré lo que hicieron sus padres. Ellos no tienen la culpa.
(...)
El 7 de diciembre de 1963 nació mi primera hija. Mi hermana me acompañó
al hospital, en Madrid, a dar a luz, pero tuvo que marcharse a
trabajar. El médico y la enfermera se miraron. Me empezaron a dar unas
contracciones muy fuertes, pero la enfermera me decía que no apretara.
Entonces yo hice un gesto para contener la respiración. Digo yo si la
enfermera creyó que era para hacer más fuerza. Me dijo otra vez que no
apretara, y me dio dos bofetadas, a dos manos. Me entraron ganas de
hacerle tragar sus gafas, pero pensé: "María, que estás en sus manos y te puede hacer daño a la criatura".
Así que me contuve. Me cruzó las piernas y se sentó encima de mí. Luego
vino el médico y le preguntó a la enfermera que qué pasaba. Le
contestó: "Nada, éstas de pueblo, que son unas animales."
El médico dijo
que el parto era inminente, pues la niña estaba perdiendo respiración.
Me llevaron corriendo al quirófano y me anestesiaron. La niña nació,
pero yo todavía no la he visto. (...) Yo siempre he sospechado que a mi
niña me la robaron, por eso pido que digáis que si hay alguna mujer que
sospeche que sus padres no son sus padres, y que su nacimiento fuera en
esas fechas, por favor, que se ponga en contacto conmigo." (María Martín. (Ávila, 1930) , Público, 16/11/2013)
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