"Todos los judíos propietarios de vehículos de cualquier
clase: automóviles, camiones, bicicletas, motocicletas, tenían que declararlos
y hacer entrega de los mismos, sin pretexto alguno.
Otra disposición, que
motivó una dura carta del Cardenal Primado, por alcanzar a los sacerdotes
católicos de origen hebreo, fue la de prohibir que los judíos tuviesen a su
servicio personal cristiano.
Durante varios meses la actividad del Gobierno en materia de
emanación de leyes antisemitas fue inagotable. En plena iniciación del verano
se prohibió a los judíos la asistencia a las piscinas; en los tranvías tenían
la obligación de montar tan solo en el segundo departamento del "tándem".
En cada ley se advertía una aviesa intención de humillarles, de gozar con su
caída. Las tiendas judías fue-ron cerradas, pero los dueños venían constreñidos
a mantener al personal duran-te tiempo indefinido; el Ayuntamiento cobraba sus
facturas atrasadas, y el desdichado que poseyese como toda fortuna una
droguería o una papelería modesta, estaba abocado al hambre, ya que, como
advertimos, la primera medi-da adoptada fue la de bloquear las cuentas, no
permitiendo disponer a nadie de más de 1.000 pengös a la semana.
Para regular aparentemente las relaciones del Estado con los
judíos, se orde-nó la organización de un Consejo Central Judío, que recibiría
las órdenes del Ministerio del Interior y que se comprometía a hacerlas
cumplir.
Como resultado de las leyes que expulsaban a los hebreos de
sus respectivas profesiones, quedaron fuera de la Cámara de Abogados 2.000
judíos; 130 perio-distas de la Asociación Oficial de la Prensa, un número
indeterminado y eleva-do de médicos, odontólogos, especialistas en radio y en cine.
Los incapaces, los que se habían visto postergados por su falta de cualidades,
aprovecharon amplia-mente la coyuntura, ocupando gozosos los sitios recién
abandonados.
Ya hemos dicho que hasta entonces los judíos no llevaban
distintivo alguno, como sucedía en Alemania o en otros países ocupados por el
Reich, pero faltó tiem-po para ordenar la infamante estrella amarilla en un
decreto que reproducimos:
"Todo judío que haya cumplido los seis años, sin
consideración a género, fuera de casa, deberá llevar en la parte izquierda de
su abrigo, vestido, blusa o prenda de vestir exterior, una estrella de seis
puntas, en sitio bien visible, de un diámetro de 10/10 centímetros, fabricada
de tela, seda o terciopelo y de amarillo. Dicha estrella deberá ser cosida sobre
la respectiva prenda de en forma que no se pueda quitar con facilidad. Para
establecer quién es judío a este respecto rigen las mismas disposiciones
insertas en otros Boletines".
No soy exactamente un sentimental y consideraba ya que había
cosas más terribles que llevar una
estrella amarilla sobre el pecho, pero me c< trabajo no sentir indignación
cuando veía a un niño, que apenas levantaba un palmos del suelo, sintiéndole
quemar el pecho aquel signo que le condenaba al desprecio y le dejaba inerme
ante la sociedad.
Y entonces comenzaron a producirse las escenas patéticas, a
vivirse los momentos dramáticos, a pasar ante mí sucesos que jamás podré
olvidar.
Por aquel entonces logré alquilar una "villa", que
me libraba de la incomodidad del hotel y de la constante fiscalización que
sobre mis actos se llevaba a cabo. Pasaron pocos días en que mi calidad de
inquilino apenas se veía turbada, cuando cierta mañana me anuncian la presencia
de una señorita, cuyo apellido no tuve ocasión de oír en los días de mi vida.
En efecto, jamás la había visto.
Venia en nombre de un amigo accidental, con
quien yo había hablado un par de veces. Sobre el pecho, la estrella amarilla:
"-¿Qué desea, señorita? -Le pregunté extrañado, pues a
los judíos les estaba prohibido hacer visitas.
-Estoy perseguida. Mañana tendré que entrar en un gueto. Sé
la horrible suerte que me espera.
-¿Y bien?
-Usted es mi única esperanza. Quizás si me diese cobijo en
su casa, por algunos días tan solo. Luego vería yo de arreglármelas...
Únicamente hasta que pasen estos primeros malos días...".
Le hice saber, con delicadeza, que mi posición de periodista
neutral me impedía transgredir las severas órdenes sobre la ocultación de
hebreos. Además, yo mismo tenía una serie de compromisos con gente conocida,
con amigos. Quizá el mismo que me la recomendaba -ario- podría, mejor que yo,
solucionar su caso.
Aquella muchacha lo vio todo perdido. Sus nervios se
rompieron, se puso a llorar, cayó a mis pies presa de un ataque histérico, se
asía a los mueble besaba aquel suelo donde ella adivinaba la salvación, aunque
fuese momentánea.
Mi mujer, que había permanecido ausente, zanjó la cuestión. Y
así fue cómo la señorita Zita Sz. inauguró la serie de refugiados que con carácter
más o menos permanente vivieron en mí casa durante el tiempo en que permanecí
en Budapest.
Más adelante, el hijo de un coronel -medio judío- fusilado
por los alema-nes; la esposa de un notable cirujano, un italiano de Badoglio, e
infinidad de conocidos, amigos y hasta desconocidos, entre ellos un francés,
pasaron por aquella casa, convertida en refugio de los perseguidos.
Han sido
meses de cons-tante tensión, temiendo, cada instante, la visita temerosa de la
Gestapo; a mi cargo la suerte de los que confiaban en mí, que vivían gracias a
mí; meses inol-vidables, tremendo aguafuerte superior a toda otra emoción.
Luego las jornadas en el refugio, bajo las bombas, cara a cara, ante la muerte,
los perseguidos y yo. Esa ha sido, por mucho tiempo que viva, la mayor
satisfacción que puedo esperar de la existencia.
De todas formas, aquella inicial etapa habría de quedar
pálida ante las mons-truosidades que se cometerían meses más tarde. Pasadas las
primeras semanas de furor antisemita, la situación se calmó en apariencia.
Los
que lograron esca-par a la muerte comenzaron a organizarse, ayudados por una
pasiva resistencia de la población civil. Lo que sucedió en provincias pudo ser
evitado en la capi-tal, gracias a la valerosa y enérgica intervención del
Cardenal Primado católico.
En el campo, desde luego, fueron cazados y
exterminados, sin consideración algu-na. Los que no alcanzaron la muerte se
vieron deportados a Alemania para tra-bajar en las fábricas y en las faenas
rurales.
Pero Budapest era demasiado grande para que una "limpieza"
eficiente pudiera tener brillante éxito. Comenzaron por señalarles con la
estrella y confinarles en las casas-gueto, pero antes de que el exterminio
fuese consumado hubo tiempo para que se alzasen voces en defen-sa de aquellos
desdichados. (…)
La Legación sueca, por medio de la Cmz Roja, montó unas
oficinas que libra-ban documentos de protección. Supe después que en la
casuística, esos papeles servían de poco, pero hubo un movimiento muy elogioso
de socorro al acosa-do.
La representación diplomática suiza hizo otro tanto, y
los salvoconductos eran redactados en húngaro y en alemán. Poco antes de la
entrada de los Soviets ya tenían preparadas idénticas documentaciones, pero
escritas en lengua rusa. (…)"
(Eugenio Suárez:
Corresponsal en Budapest (1946),
Ed. Fundación Mapfre, 2007, págs. 104/107)
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