"(...) Especialmente relevante es el caso de las mujeres nazis, ya que pocas
de ellas fueron juzgadas, lo que ha hecho que se reste importancia al
papel fundamental que pudieron jugar en la ejecución de un gran número
de crímenes.
Trece millones de mujeres militaron
activamente en el partido nazi, y más de medio millón acudieron a países
como Ucrania, Polonia o Bielorrusia excediendo las funciones para las
que fueron enviadas, pero ¿tomaron partido en las matanzas a judíos? Eso
es lo que se plantea Wendy Lower en Las arpías de Hitler (Editado por Memoria Crítica).
Gracias a un arduo trabajo de documentación y búsqueda de datos y
testimonios, Lower consigue ofrecer un poco de luz respecto a este tema.(...)
Aunque los juicios a mujeres nazis no fueron especialmente numerosos, Las arpías de Hitler
recuerda que muchos de los supervivientes del Holocausto identificaron a
las personas que los acosaron, violaron y torturaron como señoras
alemanas que nunca pudieron encontrar al desconocer sus nombres.
Además,
los estudios realizados posteriormente han advertido que el genocidio no habría sido posible sin una amplia colaboración de la sociedad. ¿Quiénes fueron esas mujeres que ensuciaron sus manos con la sangre de los prisioneros?
La creencia más extendida es que las únicas que cometieron crímenes fueron las guardianas de los campos de concentración,
mientras que el resto tuvo un papel secundario en la historia del
nazismo. Sin embargo la realidad es bien distinta. Cuando los alemanes
avanzaron hacia el este, medio millón de mujeres les acompañaron y
alcanzaron un poder sin precedentes que les dio libertad para hacer con
los prisioneros lo que quisieran.
Maestras, enfermeras, secretarias y
esposas, esas eran las funciones que originariamente tendrían que
realizar todas aquellas que acudían junto al ejército. Finalmente,
muchas de ellas decidieron, voluntariamente, colaborar directamente con
las SS.
Las arpías de Hitler incide constantemente en un dato fundamental: ninguna de las mujeres que describe tenían la obligación de matar.
Negarse a asesinar judíos no les habría acarreado ningún castigo. Es
más, el régimen no formaba a las mujeres para convertirse en asesinas,
sino en cómplices. Por tanto, las que finalmente decidieron realizar
dichos crímenes lo hicieron o por satisfacción personal o por obtener un
beneficio de aquellas acciones.
De hecho, las primeras matanzas cometidas por los nazis las protagonizaron las enfermeras de los hospitales, que exterminaron a miles de niños por desnutrición, o incluso con inyecciones letales, aunque la mayoría de ellas nunca pagaron por sus delitos.
Es el caso de Pauline Kneissler,
cuya tarea consistía en portar una lista de pacientes que
posteriormente debían ser matados. En un solo año (1940) el equipo en el
que trabajaba Kneissler en Grafeneck asesinó a 9.389
personas. Ella fue testigo directo de cómo los gaseaban y prestó su
ayuda a la hora de administrar la inyección letal a muchos pacientes
durante cinco años. Pauline fue una de las mujeres que, posteriormente,
se trasladó al este para continuar con su ola de crímenes.
Sin embargo, allí no fueron las enfermeras las que cometieron los asesinatos más sádicos, sino las secretarias y las esposas de los miembros del partido nazi. Entre las primeras destaca el nombre de Johanna Altvater,
que desarrollaba su puesto en Minden, Westfalia, antes de ser
trasladada a Ucrania.
Allí, en 1942, Altvater comenzó su descenso a los
infiernos, llegando incluso a asesinar a un niño judío de dos años golpeando su cabeza contra un muro
para arrojarlo sin vida a los pies de su padre. Este posteriormente
llegó a declarar que nunca había visto tal sadismo en una mujer, una
imagen que nunca pudo borrar de su mente.
Crímenes ante seres
indefensos, prisioneros, mujeres e incluso niños. La mujer nazi tampoco
tuvo piedad, como no la tenían sus compañeros masculinos. Aprendieron
bien la lección de qué era lo que había que hacer y no dudaron ni un
solo momento.
Así le ocurrió a Erna Kürbs Petri, hija y esposa de granjero que junto a su marido Horst
(miembro de las SS) se encargaba de dirigir una finca agrícola. Un día,
Erna Petri vislumbró algo cerca de la estación de Saschkow. Cuando su
carruaje se acercó se dio cuenta de que eran varios niños judíos
escondidos que habían conseguido huir.
Petri les pidió que se acercaran y los llevó a su casa. Allí les dio
de comer y los tranquilizó. Pero todo esto sólo fue parte de su
siniestro plan. Al ver que su marido no regresaba a casa, ella decidió
terminar el trabajo que él habría hecho. Llevó a los niños hasta una
fosa donde ya se había asesinado antes y los colocó en línea, dándoles
la espalda.
Cogió la pistola que su padre le había regalado y uno a uno
los fue matando a sangre fría. Ni siquiera los gritos desconsolados de los que vieron cómo caía el primero ablandaron el corazón de Erna.
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