24/10/11

"La primera señal de que iban a ser conducidas ante el verdugo era que se les quitaba a su niño"

"Su mujer, la benaventana Pilar Fidalgo, se quedó en la ciudad. Estaba embarazada de su segundo hijo, una niña, que nacería el 16 de septiembre. El 6 de octubre, junto con su bebé, fue detenida por la Guardia Civil y encarcelada.

«...A mi llegada a la prisión, me hicieron subir por una escalera estrecha y empinada hasta la celda donde estaban encerradas otras detenidas, aproximadamente cuarenta, y me dejaron allí medio desvanecida. Con el pretexto de interrogarme me obligaban a subir y bajar esta escalera varias veces diariamente lo que, debido a mi parto reciente y a mi debilidad, me provocó una fuerte hemorragia.

Como no me habían permitido llevar nada de ropa, ni para mí ni para mi hija, y como no había ni cobijas ni colchón, tuve que acostarme en el piso de cemento durante todo el tiempo que duró mi encarcelamiento, en pleno invierno y siendo que el clima de Zamora es uno de los más rigurosos de España», relata.

Pilar Fidalgo trataba esos días de cubrir a su pequeña constantemente «para que no sufriera demasiado». Sin embargo, «sus manos y su cara se amorataban pues durante esos días la temperatura en el interior de la celda bajó hasta cuatro y cinco grados bajo cero y yo no tenía para protegerme y proteger a mi hija más que un pedazo de cobija que me había dado una compañera».

La mujer de José Almoina cayó gravemente enferma y pidió ayuda a un carcelero para que llamara a un médico. El facultativo «se presentó solamente por formalismo y al verme, solamente me dijo que la mejor manera de sanar era morir».

La narración que Fidalgo hace de esos días describe un régimen carcelario «bárbaro» en el que imperaban el pánico y la incertidumbre. 48 horas después de su llegada a la cárcel de Zamora, « no podía amamantar a mi hija porque todas las emociones que había experimentado me habían secado la leche», explica.

«Cada tarde —añade— me daban una taza de leche de cabra y agua, que la pequeña tenía que tomar fría porque no nos era permitido encender ningún fuego. Mi hija enfermó de disentería y bronquitis y mis compañeras de sufrimiento la llamaban Miss Prisión».

La situación de la esposa de Almoina empeoraba cada día que pasaba, como en el caso del resto de presos. Ella misma cuenta el «temor» con que veían «llegar la noche y hubiésemos querido que el sol no se pusiera nunca». Al amanecer, a las ocho o nueve de la mañana, en un rito diario que se repetía cada jornada, todas las encarceladas se despedían unas de otras para siempre.

«Para las que tenían un niño pequeño con ellas, y el caso era frecuente; numerosas eran las que, como yo, que habían dado a luz recientemente; la primera señal de que iban a ser conducidas ante el verdugo era que se les quitaba a su niño. Ya sabíamos lo que significaba esto; a una madre a quien le quitaban a su hijo sólo le quedaban unas cuantas horas de vida».

Recuerda Fidalgo aquellas escenas «desgarradoras» cuando las condenadas a morir «cubrían de besos a su hijo pequeño, lo estrechaban por última vez contra su pecho y era necesario arrancárselo a la fuerza». Estas escenas «ocurrían todas las noches; no recuerdo ninguna en que aquellas escenas dramáticas no hubiesen tenido lugar», refleja en su libro. La escena no era menos siniestra.

«En el profundo silencio en que nos hallábamos sumidas, oíamos primero los pasos en la escalera, luego los pasos en el corredor, luego la puerta se abría y aparecían los guardias civiles, falangistas que leían los nombres muy lentamente, con una lentitud atormentadora». Escribe esta testigo de cargo que las mujeres que no habían sido nombradas suspiraban «pensando que les quedaban veinticuatro horas de vida aseguradas, un pobre bien que nos parecía un bien precioso», opina.

«Lo más trágico —agrega— era que las desgraciadas que iban a morir comprendía y salían rápidamente, algunas de ellas sin siquiera ponerse los zapatos. Por más larga, por más agitada que pueda ser mi vida, jamás olvidaré, jamás nosotras, las sobrevivientes, olvidaremos aquellos momentos», proclama.
Las dos noches más siniestras

Tres días después de ingresar en la prisión zamorana, la noche del 9 de octubre, junto a la del 13 de diciembre de 1936, se grabaron indeleblemente en el recuerdo de la esposa de Almoina tomando cuerpo en el libro. «Todavía tengo ante los ojos, siempre tendré ante los ojos, las espantosas visiones de esas dos noches». Durante la primera «la mayoría de mis amigos de Benavente fueron asesinados.

Junto con muchos otros cuyos nombres se escapan a mi memoria fueron: Epifanio Rodríguez, Felipe Martínez, Ildefonso López, Enrique Villarino, Francisco Fernández, Luciano García, Marcelo Carbajo, el hijo de un zapatero apellidado Burgos y que aún no tenía 19 años, Félix Vara, el pintor Ibáñez, Alejandrino Pérez, Teófilo Infestas y Vicente o Venancio Alonso».

En realidad la lista fue mucho más amplia y aumentaría el 13 de diciembre so pretexto de una presunta conspiración para huir de los prisioneros. El gobernador ordenó ejecutar a cincuenta presos. El 13 de diciembre, según el testimonio de Pilar Fidalgo, sesenta de ellos fueron conducidos a la famosa «sala de justicia», contigua a la celda que esta ocupaba.
«Durante cinco horas de una noche clara y fría oímos los gritos de dolor de las víctimas martirizadas.

Escuchábamos los chasquidos de los látigos sobre la carne de los prisioneros, los insultos feroces de los verdugos mezclados con los alaridos de los desventurados, los golpes, el choque de los cuerpos lanzados contra las paredes.

Se oían lamentos ahogados y roncos, otros desgarradores que parecían los gritos de los niños aquejados de meningitis». Pilar Fidalgo fue canjeada en junio de 1937 junto con sus tres hijos y su madre. Una vez en París dejó constancia escrita de aquellos terribles meses." (Laopiniondezamora.es, 23/10/2011)

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