En su época de soldado, Pablo buscaba dinero hasta debajo de las piedras para pagar las cuotas. Robaba en establecimientos o atracaba a gente. En casa no sobraba el dinero. La madre estaba en paro y vivía toda la familia de la pensión del abuelo. En esa época acabó robándole al abuelo una cámara de fotos y un DVD nuevo. Los problemas en el hogar eran terribles. "No te escuchaba", dice la madre, "estaba como en una secta. Cambió de repente, era otro chico. Violento, mal hablado. Le tenía miedo". Pablo soñaba con subir en el escalafón de los trinitarios, ser un auténtico capo, pero para eso había que pelar mucho. Y ser frío y no tener muchos escrúpulos.
Poco a poco, Pablo se fue desencantando. No puede concretar la fecha exacta, pero recuerda que de repente empezó a no gustarle nada la violencia extrema que utilizaban. En una ocasión, mientras varios soldados pegaban con bates de béisbol a dos miembros de los DDP, Pablo se quedó paralizado. "Descubrí ahí el horror. No aguantaba tanta sangre y palos". Tenía ganas, relata, de arrancarse los ojos y estrujarlos. No entrar en aquella pelea le costó una paliza. Fue una humillación. Entonces dejó de ir a las reuniones del grupo. Una noche encontró este mensaje en su e-mail: "De Los Trinitarios cuando se entra no se sale. Al menos vivo". Los Trinitarios apelan a la ley del silencio y la fidelidad eterna al clan. Aquello le aterrorizó: "Sé cómo se las gastan". (El País, Domingo, 11/10/2009, p. 6)
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