“Durante
Los hijos de supervivientes del Holocausto estaban especialmente interesados. Sus padres no les habían contado nada o apenas nada. Sí, lo habían estudiado en la escuela, pero siempre de una forma general o de una manera espantosa: películas documentales sobre Auschwitz.
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No muchos años atrás se molestaba a los supervivientes del Holocausto (por no decir que se les atormentaba) con todo tipo de preguntas inútiles: ¿por qué no se rebelaron?, ¿por qué se dejaron llevar como un rebaño al matadero? Solían llevar a las escuelas y a las sedes de los movimientos juveniles a testigos supervivientes para someterlos a aquellas preguntas. Los supervivientes se sentían acusados e intentaban defenderse, pero no les servía de nada. Los muchachos los atacaban con citas que habían recogido de periódicos y semanarios, y más de una vez los supervivientes salían como culpables.
Ahora era diferente. Los años habían hecho lo que hacen los años. Las posturas ideológicas se habían debilitado o habían desaparecido, y otras verdades iban penetrando en la conciencia colectiva; y los soldados no eran ya muchachos a los que se les atiborraba de certezas y de presunciones, sino hombres jóvenes conscientes de que a veces la vida acarrea duras sorpresas, como esta guerra, y que no debe juzgarse a las personas a la ligera, por no decir superficialmente.
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Pero ahora, en estas dunas, alejados cientos de kilómetros de nuestras casas, nos sentíamos todos extraños, intentando comprender no sólo lo que había sucedido en el Holocausto, sino también lo que había ocurrido aquí. Habíamos intentado cambiar. Logramos hacerlo, o tal vez seguíamos siendo la misma tribu extraña, incomprensible para sí misma e incomprensible para los demás. No era yo el único que hablaba; también los soldados expresaban sus opiniones. Especialmente aquellos cuyos padres habían estado en el Holocausto. Les dolía el hecho de que durante años éstos les hubieran ocultado su vida anterior y los hubieran desvinculado de sus abuelos, de su lengua, crean-do a su alrededor un mundo artificial, como si no hubiera sucedido nada. Intenté defenderme a mí mismo y a sus padres. Los supervivientes del Holocausto se enfrentaron a dilemas difíciles: continuar viviendo con el Holocausto o extender la mano a una vida nueva, y habían escogido una vida nueva. No fue una decisión tomada a la ligera. Querían evitar a sus hijos el recuerdo del sufrimiento y la vergüenza, querían criarlos en el mundo como personas libres, sin legados turbulentos.
No se debe olvidar que no sólo los supervivientes pretendían reprimir sus experiencias. También la sociedad que los rodeaba les exigía negarse a sí mismos y negar los recuerdos que habían traído de allí.
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Su padre no le había contado nada en absoluto. No conocía la región donde habíamos nacido, ni la zona a la que fuimos deportados, ni lo que ocurrió allí.
-¿No le preguntaste?- Me asombré de la estupidez de mi pregunta.
-Lo hice, pero mi padre me contestaba con evasivas.
-¿Y de tu abuelo has oído hablar?
--Un poco- dijo mientras el rubor surgía en sus mejillas.
Y así llegué a saber que su padre le había contado muy poco, y ahora aquel hombre alto y bien parecido vivía sin saber de esa patria montañosa donde habían crecido su padre, el padre de su padre y generaciones antes que ellos. (...)
No hay posibilidad alguna de que su padre se siente ahora a contárselo. Incluso si lo hiciera, resultaría forzado y fuera de lugar. Lo que no se cuenta a su tiempo suena después como una invención.
Los miembros de mi generación contaron muy poco a sus hijos sobre sus hogares y sobre lo que les sucedió en la época de la guerra. La historia de sus vidas estaba sepultada en ellos sin cicatrizar. No sabían abrir una puerta hacia la zona oscura de sus vidas, y de esta manera se fue erigiendo una barrera entre ellos y sus descendientes. Es cierto, en los últimos años tratan de echar abajo el muro que erigieron con sus propias manos, pero la tentativa es débil, el muro es grueso y está bien fortificado, y dudo que se pueda tambalear.
-¿Y nunca has hablado con tu padre de este asunto? -se oye a veces.
-Sí, hemos hablado de ello, pero siempre de una forma superficial -se oye también.
La sensación de superficialidad la conozco bien. Cuando ya estás dispuesto a hablar de aquellos días, la memoria siempre flaquea y las palabras se pegan al paladar. A fin de cuentas, no dices nada que tenga valor.
Ocurre a veces que las palabras comienzan a fluir en tu boca mientras vas contando y hablando sin parar, como si se hubiera abierto un canal obstruido. Y pronto te percatas de que es una corriente superficial, cronológica y ajena, sin llama interior. El habla fluye y fluye, pero no revela nada. Finalmente, sales inclinando la cabeza.
Le hablé del último otoño que pasamos en el bosque, del esfuerzo por mantener el calor de nuestros cuerpos y la hoguera que nos arriesgábamos a encender cuando el frío amenazaba con congelarnos.
Y, por un instante, me parece que si consigo contar como es debido la historia del bosque, él también entenderá el resto, todo lo que derivaba de allí. Y, para mi frustración, me quedo sin palabras, como si se hubieran evaporado de mi mente, y vuelvo a lo que ya he dicho: "Hacía frío y, a pesar del peligro, encendimos una hoguera".
-Dos niños en el bosque, es increíble -dijo, como si se lo planteara por primera vez.
Y realmente es increíble. Cada vez que hablas de aquellos días, te embarga una sensación de incredulidad. Estás contando y no te crees que eso te sucediera a tí. Es una de las sensaciones más humillantes que conozco. El hijo de mi amigo T. es un muchacho sensible y atento, y ansiaba contarle más. No sé por dónde empezar. La historia de mi vida y la historia de mí amigo T. ahora me parecen, por alguna razón, una sola historia, lejana, compleja, amurallada, y es casi imposible abrir brecha en ella. Saco a colación algunas cosas, pero me suenan banales; peor aún: fuera de lugar.
-¿Y tu padre no te contó nada? -vuelvo a preguntar como un tonto.
-Apenas nada.
Conozco la situación. Mis amigos no contaron nada y lo que contaron era sólo para cumplir con su deber. Lo sé y, aun así, este silencio me dejaba perplejo.
( ... )
Estoy sentado frente al hijo de mi amigo T. y me inundan los pensamientos. El viejo miedo a que la historia de nuestras vidas, de la mía y la de mi amigo T., y la historia de nuestros padres y de los padres de nuestros padres caiga en el olvido y no quede de ellos ningún recuerdo, ese miedo me aterra a veces por las noches, y para liberarme de esa angustia le hablo de los Cárpatos, donde habitaron nuestros padres y los padres de nuestros padres durante muchas generaciones, la tierra de Baal Shem Tov. Acerca de este último estudió en la escuela secundaria. Vuelvo a observar su rostro y, aunque es un ingeniero inmerso en el mundo material, su semblante demuestra que se puede hablar con él de cuestiones espirituales. Es sensible y está dispuesto. Las palabras "Dios", "fe" y "oración" no suscitan su rechazo. Al contrario, se ve que quiere saber más, pero a mí me cuesta explicar los hechos, sacar del todo un detalle luminoso. Siento que me tiemblan las rodillas, como si no hubiera aprobado un examen sencillo.
-Tu bisabuelo era un rabino muy famoso -dije, pero sentí de inmediato que había descargado un peso injusto sobre aquel muchacho, y me arrepentí. Aquel ingeniero joven, que se dedicaba a la investigación en uno de los institutos secretos, ya estaba viviendo su propia vida. Su padre no había sabido cómo transmitirle su vida ni la de sus padres, y yo, por estupidez, trataba de despertar en él una curiosidad fuera de lugar. Por educación, y quizá para satisfacerme, me pregunta sobre aquel rabino, y yo tartamudeo y me siento como un estúpido y como un malvado.” (Aarón APPELFELD: Historia de una vida. Ed. Península, Barna, 2005, P. 155-157 y 166-168)
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