10/9/20

La guerra en las calles de Estados Unidos

 "Stephanie abrió los ojos; eran las tres y cuarto de la madrugada y un estruendo de voces airadas y golpes en la puerta la había despertado. “¿Qué pasa?”, le dijo a su novio, que se desvelaba al otro lado de la cama. 

Mientras él se dirigía a la entrada a investigar la procedencia de aquel alboroto, ella temblaba de miedo pensando que algo horrible iba a ocurrirles aquella noche. “¡Policía!”, escuchó, y en apenas unos segundos un equipo de hombres armados hasta los dientes había penetrado en la vivienda sin darles ninguna explicación.

 “Lo arrasaron todo; no sé qué estaban buscando pero desde luego se trataba de un error”, cuenta, rogando que no publique su nombre real. Desde aquel día, ella, una chica blanca de Illinois, cuya experiencia con las fuerzas del orden se había limitado a alguna multa de tráfico, dejó de confiar en la policía. 

A juzgar por la narración de Stephanie, se podría afirmar que su casa fue producto de una redada sin orden de registro, como la que mató a la afroamericana Breonna Taylor el pasado 13 de marzo. A menudo, realizadas por unidades SWAT, equipos entrenados para llevar a cabo operaciones antiterroristas, rescate de rehenes o acciones contra delincuentes fuertemente armados.

 El miedo de Stephanie, originado ya en la edad adulta, evoca el terror que cada día sienten millones de individuos racializados en un país donde los diferentes cuerpos policiales –no solo las unidades especiales– están militarizados y matan con más frecuencia que en otras latitudes.

Según datos recogidos por la CNN, la policía estadounidense acabó con la vida de unos 1.000 ciudadanos en 2018, lo que supone 31 fallecimientos por cada diez millones de habitantes, 25 más que en Suecia y 30 más que en Alemania. Al poder deletéreo de las fuerzas del orden se suma un racismo que vuelve a la población negra más vulnerable. La misma investigación apunta que los negros tienen tres veces más probabilidad de morir a manos de la policía que los blancos. Otros estudios llegan a conclusiones parecidas en cuanto al sesgo racial de los agentes: dos investigadores de Harvard probaron que, entre los decesos provocados por la policía en 17 estados, un 32% eran de negros, a pesar de que solo constituyen el 12% de la población. La probabilidad de ir armados era menor que en el caso de los blancos.

Stephanie es consciente de que probablemente pueda contar su historia debido a su color de piel, de que la raza y no la presunción de inocencia fue lo que jugó a su favor durante aquella terrible noche. Ahora sabe, también, que la interacción con la policía es significativamente distinta en función del grupo racial.

Más de tres meses despues del asesinato de George Floyd, que conmocionó al país y desató las mayores protestas de su historia desde las luchas por los derechos civiles, prosiguen las manifestaciones en multitud de ciudades para continuar denunciando una brutalidad policial que no da tregua. Una de ellas, Kenosha (Wisconsin), presenció atónita el ataque a Jacob Blake por parte de un agente: siete balazos que lo han dejado paralítico sin que existiera más motivo que desoír, desarmado y pacífico, las órdenes de la autoridad. 

Días más tarde, Estados Unidos vio en las redes cómo Kyle Rittenhouse, probable miembro de una milicia, mataba a dos manifestantes, hería a un tercero, y se paseaba por la escena con el beneplácito de la policía portando el rifle ilegal con el que perpetró los crímenes. En un país donde es imposible tomarse una cerveza sin mostrar el DNI, sorprende, cuanto menos, la impunidad con que ciertos sujetos son capaces de ejercer la violencia. El presunto asesino, blanco, solo fue aprehendido al día siguiente.  

Una historia de violencia

Es difícil explicar lo que estamos viviendo; a las tensiones provocadas por un clima de devastación sanitaria y económica se añade la extrema politización de una información que, dependiendo de su tratamiento, dirigirá votos al partido demócrata o al republicano. La sombra de las elecciones del próximo 3 de noviembre se proyecta sobre cada noticia, cada intervención mediática, pero lo que está claro –no tanto por lo ocurrido estos días sino porque conforma una tendencia histórica– es el racismo que mueve a las fuerzas del orden por una parte y, por otra, su militarización y despliegue excesivo sobre unas ciudades que parecen campos de batalla. La metáfora bélica es apropiada si se considera la multiplicación de unidades policiales y el armamento que portan. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

 La policía estadounidense arrastra una trayectoria de racismo y brutalidad que se remonta a sus orígenes. En los estados del sur, los primeros grupos de vigilantes armados eran patrullas dedicadas a perseguir y castigar a los esclavos, evitando posibles revueltas. Con el fin de la guerra civil y la abolición de la esclavitud en 1865, estas patrullas –compuestas por voluntarios sin apenas formación– se disolvieron y dieron paso al antecedente inmediato de los departamentos de policía actuales, que se extendieron por todo el país.

 Como indica The Conversation, lejos de abandonar sus prácticas racistas, estas siguieron su rumbo con el fin de ejecutar los dictámenes segregacionistas de las leyes Jim Crow, que, entre otras cosas, vetaban a los negros el acceso a espacios considerados exclusivamente blancos –como escuelas, restaurantes o bibliotecas–. Para cuando los derechos civiles fueron aprobados, los distintos cuerpos policiales se habían imbuido de una cultura discriminatoria que permeaba sus prácticas y conformaba sus decisiones, pero no sería hasta la era Reagan cuando esta se vio fortalecida con una poderosa militarización que volvería a las fuerzas del orden prácticamente indistinguibles de las que componen el ejército.

 Mediante una serie de programas federales, y en el contexto de la guerra contra las drogas –en sí racialmente motivada–, el presidente autorizó el despliegue masivo de unidades SWAT, que los equipos policiales compartieran entrenamiento con los militares, y que la policía pudiera adquirir armamento bélico tradicionalmente usado por tropas en el extranjero. Este último programa, el 1033, es el más controvertido y la causa de que hoy pueda verse a agentes de la policía local cargando armas más propias de la invasión de Irak que de la disolución de una manifestación, como rifles de asalto, granadas y bayonetas.

 La mención a Irak no es casual, puesto que la guerra contra el terrorismo ha jugado un papel preponderante en la generalización de su uso gracias, no solo al presidente que la declaró, George W. Bush, sino también a la ampliación del programa 1033,  efectuada por el Gobierno de Clinton. Según Joseph Hartman y Arthur Rizer, este último veterano de guerra y profesor, los ataques terroristas del 11-S supusieron un punto de inflexión: la policía comenzó a utilizar armamento militar de manera generalizada, lo que ha derivado en la adopción de una “mentalidad de soldado” entre las fuerzas del orden.

La adquisición de material bélico en operaciones internas ha ido mutando según las circunstancias histórico-políticas. Así, el mandato de Obama favoreció un incremento significativo tras el fin de la Guerra de Irak en 2011, pero tuvo que limitar el programa 1033 tras las fuertes críticas que generaron las protestas de Ferguson en 2014, a consecuencia de la muerte de Michael Brown a manos de un policía. Pese al clamor de una población civil que exigía la eliminación absoluta del programa después de que los disturbios fueran sofocados con armamento militar, Obama solo impuso una serie de restricciones, posteriormente revocadas por la Administración de Trump. Hoy, como en 2014, es posible el uso de lanzagranadas y vehículos blindados a pruebas de minas no solo por la policía federal, sino también por la de cualquier distrito escolar.

Campo de batalla

La muerte de George Floyd, la de Breonna Taylor o la agresión descarnada a Jacob Blake son solo algunos ejemplos recientes que han sacudido los cimientos de la sociedad estadounidense, lanzando a miles de personas a las calles. La militarización policial se alía con un racismo endógeno que presenta múltiples ramificaciones. Junto a las estadísticas que demuestran una mayor mortalidad de la población negra a manos de las fuerzas del orden, otros datos arrojan luz sobre el problema.

 Una investigación reciente, llevada a cabo por un antiguo agente del FBI, ha sacado a la luz los vínculos de la policía con milicias y grupos de supremacistas blancos en los últimos 20 años, aunque ahora, quizá, estos lazos sean más evidentes. En Kenosha, varios agentes fueron grabados agradeciéndole su colaboración a los voluntarios armados que allí se encontraban –entre ellos se cree que estaba Rittenhouse. En Filadelfia, hace varias semanas un conjunto de vigilantes espontáneos salió a patrullar la ciudad con bates de béisbol con la connivencia, de nuevo, de la policía local.

Por otra parte, con el lema #defundthepolice, los manifestantes han puesto el foco en un dato alarmante: los abultados presupuestos de la policía. De acuerdo con el Urban Institute, el gasto estatal y local se incrementó en 73.000 millones de dólares –ajustados a la inflación– de 1977 a 2017, a pesar de la considerable disminución del crimen a partir de los años noventa. Las demandas para reducir la financiación policial –que no apoya ninguno de los candidatos a la presidencia– suelen venir acompañadas por la exigencia de destinar esos fondos hacia servicios esenciales, erróneamente desempeñados por el aparato policial. 

Por ejemplo: los agentes suelen ser los primeros en acudir en situaciones de crisis de salud mental, lo que a menudo provoca resultados fatales. En general, se puede afirmar que su mentalidad militar, el racismo estructural, el miedo a que el otro porte un arma, el aparato legal que los protege y hasta una formación que prioriza disparar a órganos vitales –en lugar de a las extremidades– convierte a este cuerpo en una amenaza para muchos, contribuyendo al cóctel molotov que sigue explotando a diario.

En Portland, ciudad que lleva más de cien días experimentando una conflictividad social azuzada en parte por agentes federales, Aaron Danielson fue asesinado en un clima de confrontación callejera entre los seguidores de Trump y sus detractores. Frente a la polarización política y una violencia que continúa escalando a ritmo acelerado, el presidente insiste en apagar el fuego con gasolina, no solo negando la existencia del racismo estructural que impregna cada aspecto de la sociedad estadounidense, sino también fortaleciendo el ya robusto aparato bélico teóricamente encargado de la seguridad ciudadana.

Si esto es la guerra –parece afirmar–, ganará el más fuerte, y ahí, como Stephanie en su madrugada invadida, como tantos que ya no pueden contarlo, llevamos las de perder."              

(Azahara Palomeque. Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis. CTXT, 03/09/20)

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