16/7/20

Gambia, los horrores ocultos de la dictadura silenciosa de África

"Tres años después de la caída del dictador gambiano Yahya Jammeh, presionado por las movilizaciones tras perder en las urnas, una comisión saca a la luz los terribles crímenes cometidos durante dos décadas, apoyado en su aparato de represión, la connivencia de la justicia y la inacción exterior.

Con solo 29 años de edad, en 1994, el teniente Yahya Jammeh dio un golpe de Estado en Gambia, pequeño país de África Occidental (dos millones de habitantes), poniendo fin a más de dos décadas de Gobierno de Dawda Jawara, el líder que guio la independencia del Reino Unido. Durante más de 20 años y con total impunidad, Jammeh dirigió una implacable maquinaria de terror con asesinatos, violaciones, torturas y crímenes dignos del peor tirano. 

Opositores, periodistas, miembros de su propia familia, soldados a quienes acusó de rebelión, emigrantes, homosexuales, mujeres tachadas de brujas, líderes religiosos y chicas jóvenes fueron sus víctimas. Hace tres años, Jammeh fue obligado a dejar el poder, pero los gambianos se enfrentan ahora a los escalofriantes detalles de un horror que solo intuían, en un impresionante ejercicio de catarsis colectiva a través de la Comisión de la Verdad, la Reconciliación y la Reparación (TRRC, en sus siglas en inglés).

Desde que comenzaron las sesiones en Banjul, la capital gambiana, en octubre de 2018, más de 200 personas han declarado ante la comisión, que ha retomado sus trabajos tras una interrupción de cuatro meses a causa de la crisis del coronavirus. Dos terceras partes de los que han ofrecido su testimonio son víctimas; el resto, verdugos y expertos.

El pasado 11 de junio, el soldado de las fuerzas especiales del dictador, conocidas como Junglers, Michael Sang Correa, que se encuentra detenido en Estados Unidos, fue acusado por el Departamento de Justicia de este país de participar en torturas contra detenidos. Por primera vez, un miembro de los escuadrones de la muerte de Yahya Jammeh se enfrenta a un proceso judicial. Durante las sesiones de la TRRC, sus antiguos compañeros le implicaron también en varios asesinatos, entre ellos los de los periodistas Deyda Hydara y Chief Ebrima Manneh. En Suiza, el exministro gambiano Ousman Sonko también espera en prisión, acusado de crímenes contra la humanidad.

“Estaba desnudo en esa habitación, como vine al mundo. No quedó un solo centímetro de mi cuerpo sin recibir golpes. Apagaban sus cigarrillos sobre mí”. El religioso Baba Leigh, imán de la mezquita de Kanifing, barba cana, gesto tranquilo, comienza su relato y la pulcra y blanquísima sala que le escucha, presidida por los lemas “La verdad os hará libres” y “Nunca más”, contiene la respiración. Según cuenta el imán, uno de sus torturadores, “vestido como un ninja, enmascarado”, le preguntó por su condición de religioso y le advirtió de quién mandaba allí en realidad: “Aquí, Oga está antes que Dios”, le dice. Oga, el jefe en lengua yoruba. Así llamaban a Jammeh.

Es miércoles y en todos los rincones de Gambia miles de personas siguen en directo la sesión de la comisión. Las televisiones y las radios echan humo desde hace horas. Los camareros miran de reojo a la pantalla mientras sirven el desayuno a los turistas, y los taxistas suben el volumen para escuchar a Baba Leigh por encima del ruido del tráfico de Banjul. Al día siguiente, los periódicos darán buena cuenta de todo cuanto se diga. “Las sesiones de la comisión son la banda sonora de Gambia”, asegura Marion Volkmann, abogada especialista en derechos humanos y en los trabajos de la TRRC.

Un camino de tierra en plena zona turística se bifurca. En el cruce, dos carteles. En uno se ve un dibujo con un cocotero, dos hamacas y una sombrilla en la playa. En el otro, una flecha que indica que a pocos metros se encuentra la sede de la comisión, un edificio impoluto en el que Gambia, rodeada a lo largo de su frontera terrestre por Senegal y con salida al Atlántico, se desgarra; por delante de la sede los extranjeros pasean en chanclas y bañador. En un despacho de ese inmueble, el secretario ejecutivo de la TRRC, Baba Jallow, no está pensando precisamente en ir a la playa.

“La dictadura de Jammeh fue brutal, de una crueldad tremenda, comparable en sadismo a la de Idi Amin en Uganda. Ordenó cortar en pedazos a personas, hubo castraciones, violaciones y abusos sexuales reiterados, se electrocutó a detenidos en horribles sesiones de tortura. El sufrimiento generado fue enorme”, asegura. “Si las sesiones terminaran hoy mismo ya tendríamos elementos suficientes como para llevarle ante la Justicia”, añade arqueando una ceja.

Torturas en la sede del espionaje

En una gran sala en la planta baja, unas 20 personas siguen la sesión con extrema atención. El imán Baba Leigh prosigue su relato: “Esos hombres vestidos como ninjas me pegaban con bastones y cadenas. Pero Dios, en su misericordia, estaba conmigo y hacía que me desvaneciera, que dejara de sentir dolor. Entonces me despertaban con agua fría. Así durante nueve días.

 Finalmente me llevaron a la trasera del campo militar y me enterraron vivo. Me daban nombres para que les acusara de traición, pero no hablé”. Sucedió en la sede de la Agencia Nacional de Inteligencia (NIA), el servicio de espionaje y represión de Jammeh, en diciembre de 2012. ¿Su crimen? Haber manifestado públicamente su rechazo a la ejecución de nueve condenados a muerte por parte del régimen.

Una mañana acude un paramilitar de Jammeh a declarar cómo asesinó a sangre fría al joven Alhagie Ceesay y arrojó los trozos de su cuerpo a un infecto agujero, mientras que días más tarde es la madre de la víctima, Mamie Ceesay, quien relata los meses de búsqueda de comisaría en comisaría, las noches sin dormir, el terror de intuir pero no saber, el mazazo de la verdad finalmente asumida. La catarsis colectiva que supone enfrentarse, mirar a los ojos al torturador y asesino de tu hijo, padre o hermana es de una dimensión colosal. “Es muy sensible, traumatizante, algunos de los perpetradores ocupan aún puestos en el Gobierno”, comenta Jallow.

Las sesiones de la TRRC arrojan luz sobre la oscuridad del régimen de Jammeh, ponen rostros y nombres y apellidos, un ejercicio tan duro como necesario. Apoyada por Naciones Unidas y con financiación del Gobierno gambiano, que hoy da sus balbuceantes y frágiles primeros pasos democráticos, la comisión rastrea en los detalles de la represión para que se conozca la verdad y se repare el daño, pero también para que algo así no vuelva a suceder jamás

. “Hemos hecho un esfuerzo enorme en sensibilización, vamos a los pueblos y hablamos con los niños. Estamos explicando a la gente que ningún gobernante está puesto por Dios. En Gambia, como en otros países africanos, existe una gran diferencia entre el régimen, con su Constitución, sistema judicial, elecciones, etcétera; y la cultura política, que hace que mucha gente piense que un presidente es una institución divina”, comenta Jallow.

Abdul Aziz apenas empezaba a caminar cuando su padre, el joven militar Bassiru Barrow, fue detenido junto a 10 compañeros de armas. Era noviembre de 1994 y Jammeh, que acababa de subir al poder, intentaba acallar las voces críticas dentro del Ejército. No se le volvió a ver con vida. “En mi infancia, el colegio organizaba excursiones a la granja del presidente, en Kanilai, pero mi madre nunca me dejaba ir. Yo no sabía por qué”, explica Aziz. Al teniente Barrow le rompieron la mandíbula y las rodillas a golpes y luego lo fusilaron, pero su familia desconocía su paradero. El 17 de abril de 2019 sus huesos fueron extraídos de una fosa común en el cuartel de Yundum Barracks.

Los crímenes ordenados por Jammeh o cometidos en su nombre son la cara hasta ahora oculta de una personalidad paranoide. “Muchas de las víctimas eran su gente más próxima, estaba obsesionado con complots. Formar parte de su guardia de corps era una profesión de alto riesgo”, asegura Marion Volkmann. No en vano, entre los desaparecidos más famosos del régimen están el que fue su ministro de Finanzas Ousmane Koro Ceessay, el empresario financiador de su propio partido político Baba Jobe, un militar de quien pensaba que se acostaba con su mujer o incluso su propio hermano, Haruna Jammeh.

El rey que ‘curaba’ el sida

El dictador no tenía límites. Una vez dijo que iba a gobernar durante “billones de años” y se autoproclamó Babili Mansa (el rey que desafía a los ríos, en lengua mandinga). Sin embargo, su desvarío podría ser una mera anécdota de no ser porque también le condujo a crímenes atroces. Aseguraba que podía curar el sida con unos ungüentos de fabricación propia y obligó a cientos de seropositivos a dejar los retrovirales y acudir a su palacio a recibir tratamiento. Muchos fallecieron por ello. También llevó a cabo verdaderas cazas “de brujas”. Jammeh creía en la hechicería y veía amenazas por todas partes.

 Una de las personas que mejor conoce este punto es la abogada Fatou Baldeh, quien regresó a Gambia tras la caída del dictador y se ha especializado en la violencia sufrida por las mujeres. “Hemos recorrido todas las comunidades del país, incluso las más recónditas. Jammeh nos afectó a todos, directa o indirectamente”, asegura. Y comienza a hablar de Sintet, un pequeño pueblo cerca de la frontera con Senegal. “Un día de 2007 llegaron unos soldados a esta comunidad, cogieron a las mujeres, las desnudaron delante de todos y las obligaron a beber una pócima, una mezcla de hierbas”, asegura Baldeh. “Si lo vomitabas tenías que volver a tomar hasta que confesabas ser bruja. Entonces te trasladaban a la residencia de Jammeh en Kanilai y te retenían allí hasta que te curabas”, explica. Solo en este pueblo hubo 57 afectadas.

“Sabemos que hay más aldeas donde hizo lo mismo, pero es muy difícil que las mujeres hablen de estas cosas en nuestra cultura. Fueron humilladas, abusaron de ellas”, relata Baldeh, quien asegura que la respuesta más habitual cuando les piden testificar es: “Me llevaré a la tumba lo que pasó”. Algo parecido ocurre con las violaciones. La unidad militar de élite de Jammeh, a cuyos miembros se conocía como los Junglers, tenía licencia para todo. “Las mujeres no podían negarse a acostarse con ellos si así se lo exigían, pero la mayoría se negará a hablar de ello por el estigma [que arrastrarían]”, remata.

La gran excepción a esta regla se llama Toufah Jallow. En 2014, con solo 18 años, resultó ganadora de un concurso nacional de belleza. Dicen que cuando Jammeh le entregó la corona se quedó prendado de la joven. Ahí comenzó su infierno. Durante meses le hizo todo tipo de regalos y favores y acabó pidiéndole que se casara con él. La joven rechazó la oferta hasta que en junio de 2015, tras ser invitada al palacio para asistir a una ceremonia religiosa, el dictador la encerró en una habitación y la violó, según contó la propia Toufah Jallow, el pasado 31 de octubre, ante la comisión.

Las ‘chicas de compañía’ de Jammeh

Otras dos jóvenes, que prefirieron mantener el anonimato acusaron a Jammeh de hechos similares. Sus declaraciones han servido para desvelar la existencia de una red de captación de chicas que eran puestas al servicio del presidente. Se las conocía como las Protocol Girls (chicas de compañía) y eran invitadas constantemente al palacio, a viajes al extranjero o a la residencia del dictador en Kanilai, su pueblo natal. Al frente de la red estaba Jimbee, prima del líder supremo, que usaba todo un arsenal de premios y amenazas para doblegar su voluntad y que accedieran a mantener relaciones sexuales con él.

Haruna Jammeh, hermano del expresidente, era un hombre sencillo. Cada viernes iba a la escuela a interesarse por la evolución de su hija Ayeesah y le compraba chucherías. Un día, de repente, desapareció. “Mi madre no quería hablar del tema. Yo le preguntaba y ella me decía que estaba de viaje. Pero en la calle se comentaba que Yahya Jammeh le había asesinado. Sabía que mi padre estaba en contra de algunas cosas que hacía su hermano, pero yo no quería creerlo”, cuenta hoy Ayeesah. Los detalles de esta muerte los reveló el pasado 23 de septiembre el jungler Omar Jallow, ante la TRRC.

“¿Dónde vamos?”, preguntó Haruna Jammeh. “A Kanilai”, le contestó Jallow. Se conocían, eran amigos. El militar solía ir a comer a su casa y en alguna ocasión el hermano del presidente le había sacado de un apuro. Haruna no volvió a hablar en todo el camino. Sentado entre el que creía su amigo Omar y otros tres junglers, Solo Bojang, Sanna Manjang y Aliu Jeng, quizás intuyó su destino y dedicó sus últimos pensamientos a despedirse en silencio de su mujer y sus hijos, a los que no volvería a ver. Quizás repasó los acontecimientos que le llevaron hasta aquel coche, la maldición que cayó sobre su familia cuando su hermano Yahya decidió ponerse al frente de su país.

Omar Jallow lo cuenta ante la comisión vestido con su uniforme militar y ataviado con una boina verde. Parece tranquilo, seguro de sí mismo. “Antes de llegar a Kanilai, Solo detuvo el vehículo en una colina cercana. Sanna Manjang salió con una soga en la mano y nos la dio a Jeng y a mí para que la atáramos al cuello de Haruna y lo tiráramos al suelo. Entonces no sabía que la misión era matarle”, declara Jallow. “¿Pensaba que iban a hacer deporte?, le pregunta el interrogador Essa Fall. “No, creía que solo íbamos a asustarlo. Pero tras derribarlo y sujetarlo con la cuerda en el suelo, Sanna Manjang, que estaba sentado encima del coche, saltó y le aplastó el cuello. Haruna murió en el acto”. Ayeesah Jammeh, la hija del asesinado, se traga la rabia y la indignación sentada entre el público
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No fue el único crimen en el que Jallow participó. La noche del 22 de julio de 2005, 56 jóvenes africanos seducidos por el sueño de Europa, la mayoría de ellos ghaneses, desembarcaban en una playa de Gambia. Les habían prometido que desde allí un barco les llevaría a su destino. En aquellos días, Jammeh, obsesionado con su propia seguridad, había escuchado rumores sobre un posible golpe de Estado. Cuando supo de su llegada, su primer pensamiento fue que eran mercenarios. Tras pasar la noche retenidos en el cuartel de la Marina, el dictador ordenó que Tumbul Tamba, el temido jefe de los Junglers, se hiciera cargo. Su suerte estaba echada.

Al día siguiente, ocho de ellos fueron ejecutados en el bosque con hachas, machetes y cuchillos. Jammeh había pedido que no usaran armas de fuego para no alertar a la población. “Fue algo atroz, inhumano. Estaba claro que no eran mercenarios, no tenían armas”, asegura la abogada Marion Wolkmann. Los testimonios de los que realizaron la masacre son escalofriantes: cabezas reventadas, sangre por todos lados, cuerpos desmembrados. Una semana más tarde, cuando el Gobierno ghanés empezó a hacer preguntas a instancias de los familiares, para Jammeh no había marcha atrás. Los Junglers trasladaron a los demás más allá de la frontera con Senegal, les pusieron bolsas de plástico en la cabeza y los asesinaron a tiros. Sus cuerpos fueron arrojados a dos pozos luego sellados con piedras.

El régimen de Jammeh duró 22 años. ¿Cómo pudieron pasar tan desapercibidos todos estos crímenes? En el interior se sabía de las desapariciones, de vez en cuando se hallaba algún cadáver en el bosque y los que regresaban de las cárceles contaban atrocidades. “Corría el rumor de que eran extranjeros que circulaban por la noche, nadie podía imaginar que un gambiano pudiera matar a otro así, con esa impunidad. Teníamos miedo”, asegura Mamie Cissay. En el exterior, se miraba para otro lado. El opositor gambiano nacionalizado estadounidense Amadou Scrateh Janneh fue detenido y trasladado a los locales de la NIA, pero le salvó su pasaporte. “Quien no haya vivido una dictadura no podrá entender el clima de terror”, asegura.

Sin embargo, en diciembre de 2016 todo cambió. Las enésimas elecciones presidenciales que Jammeh esperaba ganar con holgura con la habitual mezcla de prebendas, miedo y amaños no salieron como él esperaba. Perdió. Por primera vez, la frágil oposición había decidido acudir unida a las urnas y, para sorpresa del mundo, el candidato Adama Barrow fue proclamado presidente por la comisión electoral

 Jammeh, quien en principio aceptó los resultados, alegó después irregularidades y propugnó unos nuevos comicios. Pero los países africanos se habían hartado de las trapacerías y excentricidades del dictador y cerraron filas. El día que las tropas de la Cedeao (Comunidad Económica de Estados de África Occidental) atravesaban las fronteras de Gambia, el otrora todopoderoso Oga hacía las maletas rumbo a un exilio dorado en Guinea Ecuatorial, bajo la protección del también dictador Teodoro Obiang.

¿Juicio a Jammeh?

¿Será Jammeh juzgado algún día? Ese es el anhelo de las víctimas y de las organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch. El abogado Reed Brody, apodado el cazador de dictadores, lo tiene en el punto de mira y acude a las cumbres de la Unión Africana para convencer a ministros y jefes de Estado. Sus esperanzas están puestas en que Ghana, de donde procedía la mayoría de los emigrantes brutalmente asesinados, emita una orden internacional de arresto y que llegue el momento en que la presión internacional logre doblegar la resistencia de Teodoro Obiang, el dictador de Guinea Ecuatorial.

 En Gambia, por ahora, parece difícil. Sigue teniendo un gran apoyo. El pasado 16 de enero miles de seguidores de Jammeh salieron a las calles de Banjul en una multitudinaria manifestación convocada por su partido político, la Alianza para la Reorientación Patriótica y la Construcción (APRC), para pedir el regreso del dictador. “Es un ciudadano de este país, no hay ley que se lo impida”, asegura el joven Dodou Jah, portavoz de la APRC, sentado en una cafetería del centro comercial The Village. “Nada demuestra que él ordenara esos crímenes o supiera lo que pasaba. Se cometieron en la oscuridad, secretamente. Quienes le incriminan, que aporten pruebas. Todo lo demás es propaganda”, remata con firmeza.

Las víctimas empiezan a impacientarse. Celebran el trabajo de la comisión, pero piden justicia. La mayoría de los torturadores y asesinos confesos se encuentran en libertad vigilada y existe el temor de una amnistía. “Vemos mucho discurso de reconciliación pero tiene que haber justicia también. La comisión hará sus recomendaciones, pero el Estado debe investigar en paralelo y comenzar a juzgar”, asegura la abogada Marion Volkmann.

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