20/4/18

“Les envié a un buen muchacho y le convirtieron en un asesino”. La matanza de My Lai y el despertar de la conciencia estadounidense. Nunca se determinó el número exacto de víctimas, pero se sabe que exterminaron a prácticamente toda la población

"A primeras horas de la mañana del 16 de marzo de 1968, medio centenar de soldados de las dos primeras secciones de la Compañía C –conocida como Compañía Chalie–, I Batallón, XX Regimiento, XI Brigada de Infantería del ejército más poderoso del mundo, el de Estados Unidos, entraron en My Lai, una aldea de Vietnam que nadie sería capaz de encontrar en un mapa. 

Tres horas más tarde, abandonaron el lugar dejando tras de sí una estela de fuego y muerte. Nunca se determinó el número exacto de víctimas, pero se sabe que exterminaron a prácticamente toda la población: entre noventa y 130 hombres, mujeres y niños indefensos, según los informes oficiales estadounidenses, o a más de quinientos, según otros testimonios. No encontraron un solo soldado enemigo. La Compañía C, por su parte, solo registró un herido: un cabo que se disparó en el pie para abandonar aquel infierno.

A las 7.22 horas de la mañana –la hora quedó grabada en un magnetófono del cuartel general de la Brigada– los veinticinco hombres del primer pelotón de la compañía C, a las órdenes del teniente William L. Calley, bajaron del helicóptero en un arrozal encharcado, a 150 metros de la aldea. 

Comenzaba la época de la recolección y lo primero que vieron fue a un campesino que levantaba los brazos entre la vegetación. Fue también la primera víctima. A esa hora, el fuego de los helicópteros ya había batido la zona y si alguna vez hubo en My Lai algún soldado del Vietcong, se encontraba a decenas de kilómetros. Los hombres de Calley avanzaron sin parar de hacer fuego, y sin que nadie les respondiera.

Los soldados, armados con el doble de la munición habitual para fusil y ametralladora –Calley se había colgado una canana complementaria con balas de fusil M16–, llegaron a una aldea de unos 700 habitantes formada por cabañas con techo de paja y algunas casas de ladrillo. Ningún vietnamita trató de escapar: sabían que si corrían serían aniquilados, y tampoco se produjo ninguna reacción de pánico en una población que se entregaba. 

Una de las supervivientes, Ha Thi Quy, recordó años más tarde: “Eran muchos soldados, se acercaban a la casa disparando contra los pollos y los patos. Mataban todo lo que veían. Sentimos un miedo atroz. Nunca se habían comportado así. Venían frecuentemente por el poblado. Nos pedían agua del pozo y nos daban comida a cambio. No les temíamos, pero aquella mañana eran distintos”.

Calley ordenó a varios soldados vigilar al primer grupo de sospechosos, formado por unos ochenta vietnamitas, en su mayoría mujeres y ancianos, que gritaban sin parar “No Vietcong”. Al cabo de un rato, el teniente volvió y dijo: “¿Aún no os habéis librado de ellos? Los quiero muertos”. El soldado Paul Meadlo, cuyo testimonio en la cadena de televisión CBS, conmovería al mundo año y medio después, vio cómo Calley comenzaba a disparar, y disparó también, y dispararon otros. 

“Vacié el cargador más de una vez, cuatro o cinco veces” (en cada cargador caben diecisiete balas M16). Tras terminar con ese grupo, los soldados de la vanguardia de la compañía C siguieron disparando contra todo lo que se movía. “No hacíamos más que disparar”, dijo el soldado Dannis I. Conti: “Después de entrar en el pueblo, creo que podría decirse que los hombres habían perdido el dominio de sí mismos”.  

Mataron a la mayoría de las familias dentro de sus casas o en la puerta. Los que trataban de huir eran amontonados en alguno de los refugios que había en la aldea y, cuando estaba lleno, los soldados lanzaban granadas dentro. A los supervivientes, les remataban de un disparo. “Un niño muy pequeño”, recordó después uno de los hombres del pelotón sanguinario, “se acercó y cogió de la mano a uno de los muertos. El soldado que había detrás de mí le mató de un solo tiro”. Otro testigo declaró que los atacantes daban gritos y alaridos durante la matanza.

“Una mujer salió gritando de una cabaña con un niño en brazos. Gritaba porque habían matado a su hijo al salir de la casa. Un soldado le disparó y ella cayó, pero el niño siguió corriendo hasta que fue derribada por otro disparo”. Alguien vio cómo un oficial agarraba a una mujer por el pelo y le disparaba con una pistola del calibre 45. “La tuvo agarrada durante un minuto chorreando sangre, luego la soltó y el cadáver se desplomó inerte”. El pillaje y la violencia descontrolada se adueñaron de los soldados. 

Cualquier cosa se convertía en objetivo. Con la llegada del segundo pelotón, al mando del capitán de la compañía, Ernesto L. Medina, había en la aldea unos cincuenta norteamericanos que perseguían a hombres, mujeres, niños y animales. Gary Garfoldo pidió prestado un lanzagranadas F79 y disparó contra un búfalo: “Le di justo en la cabeza; cayó de golpe. No se tiene todos las días la oportunidad de disparar a un búfalo con un lanzagranadas”.

El cuartel general de la Brigada, convencido de que en My Lai se iba a librar una batalla importante, había enviado al reportero Jay Roberts y al fotógrafo Ronald L. Haeberle para que fueran testigos de los acontecimientos. Cuando los periodistas entraron en la aldea, junto al capitán Medina, vieron animales muertos, un enorme montón de cadáveres y cabañas ardiendo.

Algunos soldados registraban las ropas de las víctimas buscando monedas, otros perseguían a un pato con un cuchillo y otros miraban cómo un soldado mataba a una vaca con la bayoneta. También vieron a una docena de hombres que disparaban metódicamente contra otra vaca. Una mujer asomó la cabeza entre los matorrales y continuó el concurso de tiro contra la mujer.

El capitán Medina dijo al reportero que hasta ese momento habían matado a 85 soldados del Vietcong y habían capturado a veinte sospechosos. Con los rostros desencajados por el pánico, los habitantes de la aldea seguían corriendo por las calles, perseguidos por soldados norteamericanos que les disparaban en la nuca. Otros aún gritaban desde las zanjas repletas de cadáveres. El teniente Calley, mientras tanto, interrogaba a un sacerdote vestido de blanco. Le preguntaba por el Vietcong y por las armas escondidas. Al no contestar, le disparó un tiro en la cabeza.

A las 10.30 horas, pocos minutos después de la llegada del segundo grupo de soldados, los hombres de Calley –la vanguardia del ejército de Estados Unidos– comenzaban a agruparse en el puesto de mando. La aldea estaba en llamas y no quedaba en My Lai más que un montón de cadáveres. Había sido la primera acción de combate de la compañía C.

Según decía siempre su jefe, el capitán Ernesto L. Medina, los hombres de la Compañía C se llevaban todas las medallas de atletismo y los trofeos mensuales para los soldados destacados en Vietnam. La compañía estaba formada por 130 hombres de entre 18 y 22 años de los que casi la mitad eran negros y un porcentaje menor de origen mexicano, como el propio capitán.

 Trece habían sido declarados inútiles para el servicio tras ser sometidos por el ejército a unas pruebas de inteligencia básica, pero se les había aceptado de acuerdo con un nuevo programa que respaldaba el secretario de Defensa, Robert McNamara. 

El 26 de enero de 1968, la compañía fue destinada al grupo operativo. Durante varias semanas patrullaron sin encontrar enemigos. Un soldado recordó cómo durante una de aquellas misiones fueron asaltados por un grupo de niños vietnamitas que querían venderles bocadillos y coca-colas. El 25 de febrero, la Compañía C se internó en un campo de minas y murieron seis hombres. El 14 de marzo, un sargento murió y un soldado perdió los ojos, un brazo y una pierna al estallar una bomba.

Durante el funeral del sargento, el capitán Medina habló a sus hombres de la misión que les había sido encomendada en My Lai, donde podía haber de 250 a 280 hombres del 48 Batallón del Vietcong. Se habían terminado los paseos por la selva, dijo, y por fin entraban en combate. La Compañía C había sido elegida como punta de lanza del ejército de Estados Unidos. 

Todo un honor del que debían sentirse orgullosos. La operación consistía en proteger la zona de aterrizaje, asegurándose de que no había tropas enemigas que pudieran disparar contra una segunda oleada de helicópteros. No habría población civil ya que era el día de mercado en una localidad cercana. Había que tener cuidado porque cada vietnamita podía ser un soldado enemigo.

Estratégicamente la operación hubiese sido desastrosa ya que supuestamente había cuatro norvietnamitas –además defensores– por cada atacante americano, y se aterrizó a menos de doscientos metros del lugar, dentro del campo de tiro enemigo. Pese a la evidente falta de información previa, fue la operación más importante del día para la División y los oficiales de alto rango siguieron desde el aire una maniobra militar cuyo corazón era el asalto a My Lai. Entre ellos, el general Samuel Koster y el jefe de la XI Brigada, Oran K. Henderson.

Un relato de la invasión de My Lai basado en la versión oficial de los hechos se publicó en la primera página de The New York Times, así como en otros periódicos norteamericanos, el 17 de marzo. Decía que dos compañías de la División Americal habían atrapado a una unidad norvietnamita y matado a 128 soldados enemigos. “La operación es otra ofensiva norteamericana para limpiar las bolsas enemigas que aún amenazan a las ciudades”. 

El artículo añadía que habían muerto dos soldados norteamericanos y que diez habían resultado heridos durante un combate que había durado todo el día. El general William C. Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en Vietnam, felicitó a los hombres de la Compañía C por su “acción sobresaliente”.

Poco más de un año después, el autor de un relato gracias al cual habría de conocerse la verdad de My Lai, además de desencadenarse la primera revisión del papel del ejército norteamericano en Vietnam, cogía la pluma en su casa de Phoenix, Arizona, a miles de kilómetros del infierno vietnamita. Ronald Ridenhour no pertenecía a la redacción de un periódico, ni trabajaba para los informativos de una cadena de televisión: era un ex combatiente de Vietnam que había sobrevolado la zona de My Lai en helicóptero pocos días después de la matanza y conocía lo ocurrido por lo que le habían contado cinco testigos oculares y por lo que comentaba toda la División.

Ridenhour envió treinta cartas detallando los nombres de los protagonistas y las circunstancias de la matanza que había oído contar en Vietnam. “Quería dar a conocer lo que hicieron”, declaró después. “Cuando llegué a casa quería gritárselo a mis amigos. Gritarlo literalmente. Y lo contaba como una vergüenza, una vergüenza para todo norteamericano por los ideales que queríamos representar. La matanza pulverizaba la imagen que yo tenía de mi país”. 

Ridenhour escribió al presidente Richard Nixon y a los militares y políticos que creía que podían investigar los hechos. Solo uno de ellos, un congresista de su estado, el liberal Morris Udall, le contestó. Le llamó por teléfono y le dijo que haría todo lo que estuviese en su mano para que se iniciara una investigación hasta las últimas consecuencias.

El 23 de abril de 1969, unos días antes de que se licenciase, el teniente William L. Calley fue detenido y acusado del asesinato de 109 “seres humanos orientales”. La agencia de noticias Associated Press cursó unos meses después una breve nota de servicio desde la prisión militar de Fort Benning, Georgia, en la que no indicaba el número de muertos ni las circunstancias de la masacre. La noticia, por tanto, pasó inadvertida. The New York Times, por ejemplo, la colocó el 8 de septiembre al final de la página 38.

Seymour Hersh, un periodista de 32 años, había abandonado hacía dos años su trabajo en la misma agencia que envió la nota sobre Calley. Cubría en Washington la información del Pentágono y había llegado a la conclusión de que todo era “una mentira tras otra”. Se fue cuando la agencia le esquilmó un reportaje sobre el desarrollo de armas químicas y biológicas del Gobierno. Intentaba buscar un nuevo medio de ganarse la vida después de haber trabajado unos meses para el candidato demócrata Eugene McCarthy, contrario a la guerra del Vietnam, mensaje que en aquel momento caía en saco roto.

El 22 de octubre, seis semanas después de que el teniente Calley fuera acusado formalmente de asesinato, recibió una llamada de su amigo el abogado Geoffrey Cowan. “El ejército”, le dijo, “está tratando de juzgar en secreto a un tipo por matar a 75 vietnamitas”. Hersh pensó que era el momento de abandonar la autocompasión y ponerse a trabajar. En pocos días fue sumando detalles escalofriantes y averiguó que las muertes de las que se acusaba a Calley no eran 75 sino 109.

La situación económica de Hersh no era ni mucho menos floreciente. No tenía medio de viajar a la base de Fort Benning para completar la historia de la matanza de My Lai. Así que telefoneó a Jim Boy, del Fondo para el Periodismo de Investigación, que le prometió ayudarle con mil dólares. Hersh se subió al primer avión hacia Georgia y el 11 de noviembre, eludiendo la persecución de algunos oficiales de la base, mantuvo una larga entrevista con el teniente Calley.

William L. Calley hijo, nacido en Miami, era un hombre introvertido y pálido de aspecto aniñado. Medía algo menos de un metro sesenta centímetros y siempre había destacado por la escasa confianza que tenía en sí mismo. Procedía de una familia que los psicólogos denominaron fría y en el colegio le llamaban “el rancio”. Fumaba tres o cuatro cajetillas de tabaco al día y a los 19 años había tenido que operarse de una úlcera de estómago. El hombre que dio la orden de fuego en My Lai suspendió los exámenes para seguir estudiando tras la formación básica. Trabajó como botones, fregó platos en un restaurante y fue guardagujas del ferrocarril de la costa oriental.

En 1966 se alistó. Se graduó en la escuela de cadetes de Fort Benning, el lugar donde le entrevistó Hersh. El ejército no cambió la tendencia introvertida y huraña de Calley. Uno de los soldados de la Compañía C, Allen Boyce, dijo: “Todo el mundo se reía de Calley. Era uno de esos tipos que invitan a la caricatura”. Ante Hersh, Calley se mantuvo firme asegurando que él solo había cumplido con su deber. En un momento de la entrevista, Calley se excusó para ir al baño y Hersh pudo ver por la puerta entreabierta que estaba vomitando sangre.

Sin embargo, el deber de Estadas Unidos en Vietnam comenzaba a cuestionarse a finales de una década que luego fue bautizada como prodigiosa, y el sentimiento contra la guerra se extendía entre un sector cada vez más amplio de la población. Resolver cuanto antes el conflicto y no hurgar en las heridas era entonces la consigna de la administración norteamericana. Hersh pudo comprobarlo cuando intentó publicar su reportaje.

La revista Life, una de las primeras del país, lo rechazó. Le dijeron que ya sabían de aquello por la versión de un ex combatiente, Ronald Ridenhour. En Look tampoco interesaba: era una noticia vieja. Hersh se reafirmaba cada vez más en su idea de que todo era “una mentira tras otra”. Uno de los que escuchaban su lamento era su vecino David Obst, un joven de 23 años que acababa de fundar la agencia de noticias Dispatch News Service y que rápidamente le brindó su ayuda. 

Obst se puso en contacto con medio centenar de periódicos ofreciendo el artículo por cien dólares. La acogida, para sorpresa de Hersh, fue magnífica, y 36 diarios lo aceptaron, entre ellos The Times, de Londres; The San Francisco Chronicle, The Boston Globe y The Saint Louis Post Dispatch. El artículo de Hersh apareció publicado por primera vez el 14 de noviembre de 1969. Ese mismo día, The New York Times, que había investigado por su cuenta la matanza de My Lai, publicó su versión de los hechos firmada por el reportero Bob Smith.

La noticia fue recibida de forma desigual. Mientras en The Washington Post y otros diarios norteamericanos el reportaje era menos valorado que el Apolo XII o la rueda de prensa del vicepresidente Spiro Agnew, en los periódicos europeos saltaba a la primera página. Días después, cuando la denuncia parecía caer en el olvido, Obst y Hersh contratacaron con una serie de entrevistas a miembros de la Compañía C. La matanza de My Lai ocupó realmente los titulares de los medios de comunicación norteamericanos el 20 de noviembre.

The Cleveland Plain Dealer publicó poco después las fotografías del suceso tomadas por Ronald L. Haeberle, el fotógrafo del ejército que iba con la Compañía C durante la misión. Haeberle se había reservado algunos carretes. Los que entregó habían desaparecido en las oficinas de la Brigada. También desaparecieron algunas de las frases del periodista de la misión, Jay Roberts, quien declaró posteriormente que ni siquiera pasó por su mente mandar una crónica que se aproximara a lo que vio en My Lai.

El fotógrafo David Duncan, galardonado con la medalla de oro Robert Capa del Club de Prensa por su trabajo sobre la lucha en Con Thieu para la revista Life, había llegado a Cleveland para promocionar su último libro. Vio en la primera edición del Plain Dealer el reportaje gráfico de Haeberle y llamó rápidamente al periódico diciendo que las fotografías podían ser falsas y pidiendo que parasen la rotativa. “Estáis haciendo un mal servicio a América”, dijo. Pero al otro lado del teléfono había un redactor jefe de noche rudo y desconfiado que se quitó de encima a Duncan lo mejor que pudo. 

Los responsables del periódico habían tenido serias dudas sobre la autenticidad del material gráfico y la oportunidad de su publicación. Una llamada de ese tipo solo unas horas antes les habría hecho desistir, pero al redactor jefe de noche nadie le enmendaba la plana.

Las fotografías eran estremecedoras. En una de ellas se veía a una mujer anciana a la que intentaban sujetar discutiendo con los soldados y a una niña aterrada; detrás, una joven se recogía la blusa con un niño en sus brazos. Haeberle reconstruía la escena tal como la vivió: algunos soldados localizaron a una joven de unos quince años, la apartaron del grupo de prisioneros e intentaron desnudarla. “Veamos de qué está hecha”, había gritado uno de ellos. La anciana trató de proteger furiosamente a la muchacha, instante que recogió la cámara. Entonces, los soldados vieron al fotógrafo. 

“¿Qué hace aquí ese tipo?”, había preguntado uno de ellos. Mientras le amenazaban, sonó una descarga de armas automáticas. “Solo sobrevivió un niño pequeño”, recordó Haeberle, “pero poco después le remataron”. En otra de las fotografías, el reportero recogió la expresión de pánico de un niño de unos siete años herido en una pierna con el fondo de la aldea en llamas. Le estaba enfocando cuando un soldado pasó por allí y le disparó tres veces. Haeberle vio la muerte del niño por el objetivo de su cámara.

Inmediatamente comenzaron las negociaciones para la publicación nacional de las fotografías. Life, que había ofrecido 100.000 dólares por los derechos mundiales, se planteó enseguida el efecto que podría tener en los lectores actuar como “agente de fotografías de matanzas”. The New York Times optó por no publicarlas, pero se ofreció para ayudar a venderlas. Al final, un diario de un viejo enemigo de Estados Unidos, Japón, hizo una modesta oferta de 500 dólares por ellas.

 La oferta fue rechazada, pero el periódico las publicó aduciendo que los tribunales japoneses tardarían treinta años en sentenciar un caso de derechos de autor como aquel. En Estados Unidos, The New York Post reprodujo el trabajo de Haeberle sin permiso, ya que consideraba que las imágenes habían sido tomadas por un fotógrafo del ejército en acto de servicio y al ser publicadas en el diario de Cleveland habían pasado a ser propiedad pública. Haeberle, viendo que sus fotos comenzaban a ilustrar los diarios de todo el mundo, llegó a un rápido acuerdo con Life y las vendió por 50.000 dólares.

La trágica realidad que mostraban las fotografías y la polémica subsiguiente sobre la oportunidad de su publicación conmocionaron a la opinión pública norteamericana. Las dos primeras y más influyentes revistas del país se ocuparon de My Lai. Time, en su número del 5 de diciembre, hablaba de “una tragedia norteamericana”, y Newsweek, el día 8, titulaba: “Un incidente aislado en una guerra brutal estremece la conciencia norteamericana”.

Mientras tanto, Hersh no había perdido el tiempo. Paul Meadlo, el soldado de la Compañía C que acompañó casi en todo momento a Calley, apareció ante las cámaras de la cadena de televisión CBS con Mike Wallace, en una operación cerrada por la agencia de Obst en 10.000 dólares. Meadlo dijo que se arrepentía de lo que había hecho. Su madre, según el reportaje de Hersh, pronunció llorando una de las frases que más removieron la conciencia de sus compatriotas: “Les envié a un buen muchacho y le convirtieron en un asesino”.

A partir de ese momento, el país pareció despertar de una pesadilla de la que no tenía conocimiento y todos los corresponsales de guerra que habían estado en Vietnam cayeron en la cuenta de que tenían una historia de atrocidades que contar. My Lai no fue un hecho aislado y tampoco el suceso más cruento de una guerra nunca declarada que costó 3.200.000 vidas humanas –es decir, cerca del 6% de la población total de los dos Vietnam, Camboya y Laos–; fue simplemente la primera matanza indiscriminada que vio la luz. El relato de los sucesos de la aldea vietnamita rompió las inhibiciones hasta entonces existentes y constituye el aldabonazo de salida para iniciar la liquidación del conflicto.

Antes de My Lai, cualquiera que buscase datos sobre la guerra no tenía más que consultar los archivos oficiales. El escritor Norman Poirier los utilizó para escribir la historia de cómo nueve infantes de Marina violaron a una joven madre vietnamita el 23 de septiembre de 1966 en Xuan Ngoc y ametrallaron a toda la familia. Fueron descubiertos porque la madre, a la que habían dado por muerta, se recuperó. El relato de Poirier se publicó en la revista Esquire en agosto de 1969, solo tres meses antes de conocerse la matanza de My Lai. A pesar de que Esquire envió pruebas de la autenticidad de los hechos a los principales diarios norteamericanos apenas despertó interés.

No cabe duda de que la matanza de My Lai cayó en un momento en el que el público estaba preparado para leerla, creerla y aceptarla. El fracaso de la ofensiva survietnamita del Tet, en 1968, anunciada como el asalto definitivo, había preparado la revisión del conflicto. El Vietcong contraatacó y un comando logró penetrar incluso en la embajada de Estados Unidos en Saigón. Walter Cronkite, considerado como el periodista con más credibilidad de Estadas Unidos, dijo en el telediario de la noche: “¿Qué demonios pasa? Yo creía que estábamos ganando la guerra”.

Poco después del fracaso de la ofensiva del Tet, el senador Eugene McCarthy, para quien Hersh había escrito discursos, ganó con un programa pacifista las primarias de New Hampshire. El presidente Johnson se vio obligado a anunciar que no se presentaría a la reelección y que estaba dispuesto a buscar la paz a través de negociaciones. Pero el nuevo presidente, Richard Nixon, aumentó la ayuda militar a Vietnam, mientras muchos norteamericanos comenzaban a pensar que la guerra había dejado de ser una causa justa. En ese momento, My Lai proporcionó un examen de conciencia y una razón moral concreta para terminar el conflicto.

Los directores de los medios de comunicación norteamericanos decidieron, a partir de entonces, que la guerra había perdido interés y que el público demandaba otro tipo de información, y comenzaron a disminuir el espacio y el tiempo dedicados a ella. De 637 corresponsales acreditados en Vietnam en 1968 se pasó a 467 al año siguiente y a 392 en 1970. 

A mediados de 1974, solo quedaban 35. Sin embargo, en el período 1969-1974 se produjeran importantes escaladas en el conflicto, dos países se vieron involucrados, Laos y Camboya, y se incrementaron considerablemente los devastadores bombardeos norteamericanos. Solo en 1971 hubo más civiles muertos y heridos en los tres países en guerra que en ninguna otra época de su historia.

La pesadilla de Vietnam comenzó el 8 de mayo de 1950, cuando se hicieron evidentes las dificultades del cuerpo expedicionario francés en lo que entonces se denominaba Indochina, y Estados Unidos decidió enviar ayuda económica y material. El presidente Truman envió a 35 consejeros y quedó atrapado en la guerra hasta 1973. Se manejaba entonces la teoría del dominó, según la cual los regímenes políticos asiáticos se inclinarían hacia el comunismo si no se contenía la primera pieza, Vietnam. 

Los acuerdos de Ginebra de julio de 1954 disponían la celebración de elecciones generales en Vietnam en 1956 para la reunificación de un territorio que había quedado provisionalmente dividido por la necesidad norteamericana de contener la primera pieza del dominó y, de forma mucho más leve, por el interés francés en conservar su influencia sobre los ricos territorios del sur.

El carismático líder del norte, Ho Chi Minh, no había logrado dominar el país después de derrumbarse el poder japonés con la Segunda Guerra Mundial, y los franceses no habían tenido éxito en sus campañas contra los comunistas del norte. La situación era de contención cuando los negociadores llegaron a Ginebra. Sin embargo, las estadísticas más fiables de la consulta a las dos partes del país otorgaban a Ho Chi Minh un apoyo del 80% de la población. El Gobierno del sur, que se caracterizaba por la crueldad de sus métodos represivos, no aceptó las elecciones y echó en los brazos comunistas a todos los sectores políticos del sur. El avance comunista parecía inminente y definitivo cuando Estados Unidos decidió incrementar su presencia en la zona.

Al llegar al despacho oval, el presidente Kennedy debió manejar informes como éste: “No existe ayuda militar norteamericana a Indochina que pueda vencer a un enemigo que está simultáneamente en todas y en ninguna parte y que cuenta con la simpatía y el apoyo encubierto del pueblo”. Sin embargo, el general Maxwell D. Taylor visitó el país en octubre de 1961 y se decidió el aumento de la ayuda militar norteamericana. En dos años, y ante un régimen survietnamita cada vez más corrompido, los “asesores militares” pasaron de 800 a 16.500, aunque Kennedy se negó siempre a comprometer totalmente al país porque, según dijo, es “como darse a la bebida; una vez se ha empezado no hay manera de contenerse”.

Hasta entonces, la prensa occidental no había mostrado más que un leve interés por seguir los acontecimientos del sudeste asiático. En 1960, mientras The New York Times enviaba al veterano corresponsal de guerra Homer Bigart, el reducido grupo de periodistas en la capital de Vietnam del Sur, Saigón, estaba compuesto por un representante de cada una de las cuatro agencias más importantes del mundo: las norteamericanas Associated Press y UPI, la británica Reuter y la francesa France Press; Time y Newsweek tenían corresponsales, aunque no en exclusiva, y había otros profesionales que caían por allí en busca de un buen reportaje. El grupo era tan reducido que todos podían sentarse a cenar en una mesa de su restaurante favorito, Brodars, en la calle Tu-do.

Su labor era ardua, obstaculizados siempre por el gobierno local, que no veía por qué debía admitir críticas a su forma de actuar. Con frecuencia eran acusados de comunistas y espías, y se censuraban sus escritos. El “problema de la prensa” llegó a tal grado que el Gobierno de Estados Unidos decidió enviar a John Mecklin, jefe de la oficina de Time en San Francisco. 

Los corresponsales habían actuado con patriotismo en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, ¿por qué se empeñaban en llevar la contraria en Vietnam? Varios de ellos escribieron después con amargura que los primeros intentos por informar sobre la verdadera situación en Vietnam fueron sistemáticamente censurados por la Casa Blanca y por el Pentágono; otros fueron directamente expulsados. Mecklin, por su parte, calificó en su informe oficial a los profesionales de “irresponsables” y “sensacionalistas”.

Muchos directores de periódicos, ante la confusión creada en Vietnam e influidos por el clima de la guerra fría, preferían ofrecer a sus lectores las versiones oficiales y no complicarse la vida. Los papeles del Pentágono y otros documentos hechos públicos con posterioridad demostraron que los periodistas intentaban contar la verdad: en Vietnam se libraba una auténtica guerra con participación directa de Estados Unidos. A partir de 1962, la situación cambió. Ya nadie podía llamar ayuda a lo que era una intervención en toda regla y otros corresponsales, sobre todo británicos, comenzaran a desembarcar en Saigón ofreciendo una visión menos difuminada del conflicto.

Hay una imagen que simboliza a la perfección el cambio en la percepción del enfrentamiento de Vietnam y que debemos a un periodista que estaba allí desde los primeros tiempos: Malcolm Browne, corresponsal de la agencia Associated Press. El gobierno survietnamita, apoyado por Estados Unidos y enfrentado a todos los sectores del país, había ordenado disparar contra un grupo de manifestantes de una minoría cada vez más molesta: los budistas.

 Browne acudió con su cámara cuando los budistas organizaron una protesta por la brutal represión de la manifestación y registró, el 11 de junio de 1963, la autoinmolación del monje Thic Quang Duc, mientras otros monjes impedían el paso a los bomberos. La fotografía dio la vuelta al mundo y la gente empezó a preguntarse qué pasaba en Vietnam.

El incidente del “bonzo” provocó que millones de miradas se volviesen hacia la zona. Intelectuales europeos, algunos grupos progresistas norteamericanos, así como los partidos de izquierda de la Europa occidental comenzaron una denuncia sistemática de la situación de Vietnam. 

La administración Kennedy, mientras tanto, acudió al nivel más alto de la estructura periodística intentando contener las informaciones comprometidas e invocando el interés nacional. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de la prensa norteamericana por ofrecer una información veraz –magnificados luego por esta misma prensa– y de los 45 corresponsales de guerra muertos y 18 desaparecidos, nadie puso en cuestión la intervención en sí, sino solo su eficacia.

La pasividad del pueblo norteamericano ante la guerra de Vietnam y su súbito despertar a partir de My Lai no podrían entenderse sin la omnipresencia de la televisión. En 1941 había en Estados Unidos unos 10.000 televisores; en la época de Corea, 10 millones, y en el punto culminante de la guerra de Vietnam, 100 millones. 

Hasta entonces, no se había planteado una información de guerra prolongada y diaria. Una encuesta realizada por Edward Jay Epstein entre productores de televisión y directores de periódicos para su libro News from Nowhere mostró que dos tercios de los entrevistados consideraban que la televisión había influido muy poco para cambiar la opinión pública sobre la guerra.

Vietnam era una sucesión de imágenes de combate que los telespectadores seguían diariamente. La guerra parecía tan irreal y tan lejana que podía ser confundida con facilidad con una serie televisiva más. Una investigación de The New Yorker afirmaba que las escenas de batallas se hacían menos reales, “disminuidas en parte por el tamaño físico de la pantalla de televisión que, pese a todos los avances de la industria, aún muestra la imagen de hombres de poco más de siete centímetros disparando contra otros del mismo tamaño”.

Todos los esfuerzos de algunos periodistas por narrar lo que sucedía quedaban minimizados ante el poder de la televisión. Las encuestas demostraron que entre 1962 y 1967 la mayoría de los norteamericanos aprobaban la intervención. A partir de esa fecha, el sentimiento parece cambiar. Sin embargo, una famosa encuesta encargada por Newsweek en 1967 sobre el efecto de la televisión en la opinión pública arrojó un resultado sorprendente.

El 64% de los seguidores de la guerra por televisión apoyaban la intervención norteamericana y solo el 26% reconoció que el espectáculo televisivo había intensificado su oposición al conflicto. La conclusión de Newsweek era definitiva: “La televisión alienta a una mayoría de telespectadores a apoyar la guerra”.

¿Cómo era posible que un medio de comunicación que mostraba diariamente heridos, muertos, horrores y llantos produjera un efecto semejante? La respuesta pasó a los anales de los estudios de la comunicación: “La televisión mostraba de una forma constante la ferocidad y el horror de la guerra. Al repetirse cada noche imágenes muy parecidas, estas perdían su eficacia”. 

Un destacado psiquiatra norteamericano, Frederick Wertham, dijo ese mismo año que la televisión producía el efecto de condicionar al público a aceptar la guerra, y una encuesta posterior, encargada por Newsweek en 1972, indicaba que el público estaba adquiriendo una tolerancia al horror de la guerra. El norteamericano llegó a acostumbrarse al escenario vietnamita y contemplaba impávido las evoluciones de los soldados sin inquietarse por el trasfondo de sangre y muerte.

Se adujeron múltiples razones para explicar esta actitud generalizada ante la primera guerra televisada de la historia: la decisión de los productores de las tres principales cadenas de retocar las imágenes para que no apareciesen en pantalla soldados norteamericanos heridos o civiles vietnamitas muertos (en general, escenas de violencia inadecuadas para la hora de la cena); la guerra televisada era una guerra limpia, tecnológica y muy efectiva; la pantalla no mostraba nunca la lucha cuerpo a cuerpo; los telespectadores asistían solo a una parte de la confrontación, la parte norteamericana...

Y otras mil razones. Desde el tono de voz de los comentaristas hasta el relajante color verde de la selva. Lo cierto es que durante una década, los norteamericanos se acostumbraran a unas imágenes y a unos lugares que se parecían entre sí. Paradójicamente, el efecto de revisión del papel de Estados Unidos en Vietnam no vino de las imágenes de la televisión, de la guerra en directo, sino de un relato publicado en la prensa escrita cuyo autor fue un periodista que nunca estuvo en Vietnam y cuyo inspirador fue un ex combatiente arrepentido.

El ex combatiente Ronald Ridenhour desapareció de la escena pública y solo años después reapareció dedicado al periodismo de investigación. En 1972 reflexionó sobre su experiencia en Vietnam en un artículo: ‘Jesus was a Gook’ contenido en un libro colectivo. Falleció en 1998. El fotógrafo Ronald L. Haeberle decidió volver a Vietnam, pero ninguna publicación quiso contratarle. Ernesto L. Medina, capitán de la Compañía C, pudo convencer a los jueces de que cuando llegó a My Lai el mal estaba hecho, pese a las múltiples contradicciones de su testimonio. El teniente William L. Calley fue condenado a cadena perpetua en un juicio en el que se aportaron multitud de detalles. 

Para algunos sectores de la sociedad se convirtió en un héroe. El presidente Richard Nixon le rebajó la pena, le sacó de la prisión militar y finalmente cumplió solo tres años y medio en arresto domiciliario. Trabajó en la joyería de su suegro y atendía a los periodistas, previo pago, que querían entrevistarle. En 2009, más de cuarenta años después de su acción en Vietnam, se mostró por primera vez arrepentido en una reunión de un club comunitario de Columbus (Georgia), cerca de la base de Ford Benning, donde se formó como militar, se celebró el juicio y Hersh le entrevistó.

Seymour Hersh recibió el premio Pulitzer de Periodismo en 1970 por sus investigaciones sobre la matanza y escribió un libro, My Lai: La guerra del Vietnam y la conciencia norteamericana, para el que realizó cincuenta entrevistas y recorrió más de 80.000 kilómetros. Siguió muchos años en la primera línea del periodismo, desde el caso Watergate hasta las torturas de Abu Ghraib. Su compañero y director de The New Yorker David Remnick le describió como “un lobo solitario que va por delante de la jauría, unas veces viendo cosas antes que los otros, a menudo descubriendo detalles que darán pie a otras investigaciones”.

De aspecto desaliñado e improperio fácil, Seymour Hersh, una leyenda del periodismo, parece haber ido demasiado lejos en sus reportajes, que sigue escribiendo al filo de los ochenta años. Tanto The New Yorker como el Washington Post han rechazado publicar sus últimos trabajos. En uno de ellos, el más polémico, desmiente la versión oficial de la operación en la que se eliminó a Osama Bin Laden y afirma que era un prisionero del ISIS con el visto bueno de Arabia Saudí al que entregó un dirigente del Estado Islámico. Se acusa a Hersh de que su información proviene de una sola fuente anónima, si bien es cierto que muchas de las circunstancias de la operación todavía no han sido aclaradas.

Aunque había viajado en un par de ocasiones a Vietnam, Hersch nunca había estado en My Lai y hace unos meses visitó la aldea con su familia. En su reportaje, publicado por The New Yorker en marzo de 2015, escribe: “Hay una zanja profunda en el pueblo de My Lai. La mañana del 16 de marzo de 1968 se llenó con los cuerpos de los muertos, decenas de mujeres, niños y ancianos, todos abatidos a tiros por soldados estadounidenses jóvenes. Ahora, cuarenta y siete años más tarde, la zanja en My Lai parece más amplia de lo que la recuerdo en las fotografías de las noticias de la masacre: la erosión y el tiempo han hecho su trabajo”.            (Carlos García Santa Cecilia, Frontera D, 25/11/16)

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