5/5/10

Auschwitz visto por una niña



"Sucedió mientras pasaban lista. No salían las cuentas. Nos contaron unas diez veces. ¿Estuvimos esperando minutos, horas? (A lo mejor en el terror sólo hay siglos). La enana daba patadas en el suelo con los tacones altos: sola en medio de la plaza inmensa, se bamboleaba sin tregua como una campanilla exasperada.

Faltaba una.

La encontraron en uno de los barracones, dormida en su jergón. Con las manos detrás de la espalda, la enana empieza a dar vueltas alrededor de la desventurada, que, medio dormida aún, da también vueltas alrededor de ella. Por fin la polaca se detiene y hace una seña a Otto, un lagerkapo [ayudante del jefe del campo]. Y ahora es cuando se hace un completo silencio, como si miles de personas dejasen de respirar a un tiempo, y veo que la chica está perdida. Pero ella no se da cuenta. Mira a la contrahecha con algo que parece confianza, con cara de decir: pero si yo no tengo culpa de nada, sólo estaba durmiendo.

A Otto lo conozco de cuando pasan lista; es alemán y lo condenaron a once años de cárcel por schwerverbrecher {asesino} antes de la guerra. Un Goliat de pelo a cepillo, grueso, de tez rubicunda y salpicada de pecas (que le motean incluso las manazas). Le hace una seña a la chica, que se acerca, y le ordena que estire las manos. Ella obedece, dócil como en la escuela.

La fusta cae dos veces; lanza un gemido, pero sigue de pie.

-¡Desnúdate!

Las manos ensangrentadas intentan desabrochar la blusa blanca, pero no tienen suficiente fuerza. Otto se la arranca con sus propias manos. Se quita la chaqueta de cuero y la pone en el suelo tras haberla doblado con cuidado. Esa forma primorosa y sosegada de preparar el asesinato me trastorna más que todo cuanto viene a continuación.

Por fortuna, la chica se desmaya casi enseguida. Otto sigue golpeando hasta quedarse sin resuello. Sudoroso, con la camisa pegada a la piel, lo que golpea no es ya sino algo informe. Ha cumplido con la tarea, pero se encarniza por gusto. Se lo pasa bien.

Por fin la enana lo detiene. Se inclina hacia el cuerpo y alza la cabeza con la punta del tacón. Otto se seca la frente. Se llevan a la que ya ha dejado de ser un número.

Siguen pasando lista (...).

(...) Había lío por culpa de la chica huna que está embarazada, que se empeñaba en planchar y se enfrentaba con las demás hunas, voceando y echando mano, como siempre, de los "sentimientos" para despotricar. ¿De dónde le viene ese empeño rabioso en trabajar si casi no se tiene de pie?

No puedo por menos de observarla. No soy la única. Su insignificante persona es el centro de un violento conflicto entre la tribu y las polacas del almacén.

Las chicas hunas defienden sus posiciones con ademanes que refuerzan con la única palabra de que disponen en la lengua de Goethe y de Adolf: "Nein". Nuestras jefas (incluyo en el lote al fotógrafo) no paran de agobiar a la futura madre con consejos "innobles": y llegan hasta encargarse de traer al almacén a una especialista, una abortera que hace años que ejerce en el campo su especialidad.

-¡Que se guarden a su abortera! -mascullan las chicas hunas.

-Aquí a los bebés los matan, los estrangulan o les ponen una inyección... ¿No os dais cuenta?

-¡Podéis decir lo que queráis! Nunca vamos a creer que Dios permita algo así.

Traduzco, y sólo entonces las polacas se ponen a decir a voces todo lo que llevan dentro: todo lo que Dios consiente que pase en la tierra, y en Plaszow [campo de concentración cerca de Cracovia} en particular.

-¡Pero los niños pequeñitos...!

Las chicas hunas son de lo más cabezota.

-¡No, que nadie toque a nuestra Rozzi! ¡Con lo esperado que era ese niño!

-Pero ¿qué os parece que le va a pasar aquí?

-Lo que nos pase a nosotras.

La madre escucha toda esa escandalera como si no fuera con ella. Pero, pese a todo, llega un momento en que me da un codazo:

-Si les hacen a los niños lo que dicen ésas, ¿a la madre qué le pasa?

-Pues lo mismo que al niño, supongo.

-¿A los dos juntos?

-Sí.

Albergamos la esperanza de que con eso se lo piense. Y, efectivamente, se lo piensa, porque al cabo de un ratito me dice:

-Vale más así.

Por la tarde son las primas las que la toman por su cuenta, sin mayor éxito.

-Dios no permitiría eso.

-¿Y si a pesar de todo...?

-Pues entonces es que no existe -dice-. Y entonces, ¿para qué vivir?

Nos pasamos el día dándole de comer. Y, sin embargo, no para de adelgazar. Incluso su pobre tripa parece que le ha mermado. Es posible que el niño por el que está dispuesta a morir ya esté muerto.

Aquellos hermosos días de mi juventud, de Ana Novac. Ediciones Destino. Precio: 17 euros." (El País, Domingo, 18/04/2010, p. 20)

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