27/4/18

Es un obrero metalúrgico, anarquista: acaba de salir de la cárcel donde estuvo encerrado quince años, como tantos otros, enterrado vivo. Me cuenta la historia... la noche en que salió de la prisión, el mundo nuevo, diferente, que entonces encontró, cómo fue difícil reconocer la ciudad y la gente. Le duele que un pesebre con aire acondicionado pueda ser el ideal de vida de esta "sociedad de consumo", que, por cierto, consume bien poco...

"Dando vueltas con un amigo en la noche de Madrid, llegamos a la Calle del Reloj. Del cuartel emana, en la oscuridad, un cierto esplendor helado, siniestro, como el que he sentido parándome en el centro de la desierta Plaza Mayor, en el exacto sitio donde la Inquisición, hace ya mucho tiempo, quemaba vivos a los herejes. 

Ocurre que en este cuartel funcionan los tribunales militares. Aquí, hace bien poco tiempo, aquellos anarquistas fueron condenados a morir por asfixia, por pena de garrote vil, al cabo de un juicio sumario en el que estuvieron, como todos los presos políticos, siempre de espaldas al público. Aquí se dictó sentencia sin pruebas contra Julián Grimau -y después se supo que el militar que lo acusó no había completado sus cursos de Derecho.

 Miro los fríos muros grises y no puedo dejar de pensar en las cinco de la mañana de aquel sábado en el Campo de Tiro de Retamares, el cuerpo de Grimau neblinosamente iluminado por los focos de los automóviles, la bruma lechosa de los focos, Grimau de pie, Grimau se cae, atadas las manos, acribillado por las balas de los soldados que creyeron que estaban ajusticiando a un delincuente común: no puedo dejar de pensar que si el silencio se está rompiendo en la España de fines de 1966, después de tantos años de insensibilidad que sucedieron al shock de la guerra civil, hubo hombres que pagaron por ello, bien recientemente, el precio de sus vidas. 

El amigo que me acompaña tiene, por cierto, más motivos que yo para que el frío le recorra el cuerpo. Es un obrero metalúrgico, anarquista, cuyo nombre me reservo: acaba de salir de la cárcel donde estuvo encerrado quince años, quince años enteros, como tantos otros, enterrado vivo.

Me cuenta la historia, desde el día en que lo acorralaron en un ferrocarril en marcha donde viajaba con documentos falsos ("hubo un delator: estaba jodido"), hasta la noche en que salió de la prisión, el mundo nuevo, diferente, que entonces encontró, cómo fue difícil reconocer la ciudad y la gente.

 Le duele que hayan prácticamente desaparecido aquellos cafés legendarios en los cuales los amigos transcurrían tardes y noches en interminables tertulias que eran como asambleas; le duele que desde el 1936 se haya triplicado la población de Madrid, pero que se venda, ahora, la mitad de los diarios que se vendían entonces; le duele la influencia de la televisión transformando el lenguaje popular y difundiendo la mitología del éxito, la fiebre del oro: me habla de los jóvenes trabajadores que son sus compañeros de pensión, despolitizados, indiferentes a otra cosa que no sea el sueño del Fiat 600 o la millonaria norteamericana que vendrá, viuda, vieja y fea, pero con su varita mágica, para arrancarlos -para arrancar a uno, al elegido- de la humillación y el desamparo de la clase obrera: la sordidez de las conversaciones en que se clasifica a las mujeres en dos categorías distintas, según sirvan para casarse o para acostarse con ellas. 

Le duele que un pesebre con aire acondicionado pueda ser el ideal de vida de esta "sociedad de consumo" que ha encontrado, instalada en su patria, a la salida de la cárcel: "sociedad de consumo" que, por cierto, consume bien poco.

Pero la prisión no le dobló la espalda. Apenas conoció la libertad, se lanzó a militar en las Comisiones Obreras. Y dice que ya tiene convencidos a dos de la pensión.
Eduardo Galeano

El reino de las contradicciones.  España: de la guerra civil al referéndum de 1966
Cuadernos de Ruedo ibérico núm. 10, diciembre-enero 1967"                 (Búscame en el ciclo de la vida, 02/04/18)

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