"Si
hoy en día escuchamos a alguien hablar del «Ferrocarril de la Muerte»,
en principio pensaríamos en nazis o en una novedosa instalación de un
parque de atracciones, aunque si también nos facilitaran el nombre
oficial del tramo (Salejard-Igarka) afinaríamos más la localización y,
seguramente, hasta aventuraríamos con gran seguridad el momento
histórico. En efecto, se trataba de un tramo ferroviario de la URSS en
tiempos de Iósif Stalin.
Con
el objetivo de unir por tren Moscú con las zonas más alejadas de
Siberia y así cohesionar el territorio, construir bases nucleares
apocalípticas, extraer materias primas y reducir el número de reclusos,
Stalin envió a unos cien mil prisioneros a construir ese tramo en unas
condiciones dantescas y aquello se saldó como todos imaginamos.
El
dictador de formidable mostacho, ya sea porque era un megalómano
mesiánico o un psicópata (en general, lo primero implica lo segundo), o
porque tenía todos sus ahorros invertidos en funerarias, entre 1949 y
1953 se apuntó otras decenas de miles de muertes a su abultada cuenta
particular en la construcción de casi 700 km de los 1300 km del trazado
total
. En cuanto murió Stalin y se enfrió lo suficiente el cadáver como
para no temer que pudiera mandar a nadie más a Siberia, los dirigentes
soviéticos pararon en seco la construcción, no solo por motivos
humanitarios, sino porque aquello estaba siendo un sinsentido.
En la
época veraniega, el armamento de vía se hundía bajo su propio peso en un
fangal, sin siquiera pasar material móvil, y la habitual precisión
milimétrica que exige el ferrocarril en aquel trazado se tornaba en
métrica por los movimientos del suelo tanto en planta como en alzado: la
vía quedaba como una cuerda en un bolsillo. Hoy en día aún se puede
fotografiar lo que queda de algunos tramos que están desapareciendo
lentamente en el terreno como si aquello fuera la digestión de un
sarlacc.
La causa de este desastre se debía al permafrost que, como su
propio nombre indica, es una capa del suelo que está permanentemente
congelada. Sobre esta franja se encuentra el suelo propiamente dicho que
en el periodo invernal también está congelado al estar en contacto con
hielo y nieve y que, cuando llega el tiempo cálido, el deshielo mezcla y
forma un barro bastante espeso.
Contrariamente a lo que nos indica el
sentido común, las cargas que el ferrocarril transmite al terreno no son
tan altas como podríamos sospechar: si cada rueda soporta 10 toneladas
de carga, el balasto transmite a la plataforma en torno a 1 kilo por
centímetro cuadrado (un terreno normal para cimentar se suele considerar
que soporta 2 kilos por centímetro cuadrado).
Pero es que cuando el
suelo prácticamente fluye como el chocolate a la taza, cualquier peso es
excesivo: los carriles y traviesas sobre aquel terreno se comportaban
como un cuchillo sobre gelatina. En vista de este desastre, tuvieron que
pasar unos cuantos años antes de que alguien volviera a plantearse un
ferrocarril faraónico sobre el permafrost. (...)" (Octavio Domosti, Jot Down)
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