"(...) Todos aquellos valientes que en las montañas cántabras pensaron en
renovar la gesta liberadora de Pelayo tenían sobre sus cabezas la pena
de la muerte. Recientemente juzgados unos en La Coruña, después de una
larga estada en la cárcel de Camosancos, y otros en la de Celanova,
fueron trasladados a San Simón en espera del cumplimiento fatal de la
sentencia.
Encerrados día y noche en la vasta brigada a la sazón
convertida en enfermería –sin derecho a pasear más que durante una hora,
estrechamente vigilados por hoscos centinelas-, sentían todas las
noches el siniestro paso de la Descarnada, que venía a efectuar su
macabra leva.
Y para que el tremendo instante tuviese más analogía con
la representación mitológica de la muerte, llegaba ésta en una lancha
motora que traía como enviado del viejo Caronte a un jesuita, llamado el
padre Nieto, que deshonraba no a la luctuosa sotana que vestía, sino a
la misma Divinidad que tan indignamente representaba.
No
había hora fija para la llegada de la temible navecilla. Desde luego,
era siempre de noche, pero lo mismo se presentaba apenas se apagaba el
último resplandor del día, que cuando en las altas horas de la madrugada
confiaban a las reparadoras del sueño el necesario reposo de sus
cuerpos vencidos, teniendo por pesadilla la vida angustiosa de sus
hogares deshechos.
- No puede usted
figurarse, ni echando a volar toda su fantasía de poeta –me decía el
bueno de Pedro-, lo que era oír en plenas tinieblas el motor de la
gasolinera que se acercaba al muelle. Todos nos incorporábamos en los
petates, preguntándonos con suprema angustia a quiénes les tocaría esa
noche.
Los que aparentaban estar serenos daban
al amigo más íntimo o al vecino más próximo a su domicilio el encargo de
comunicar a su familia –si por desdicha eran ellos los elegidos en
aquella saca- la terrible noticia y entregarles los recuerdos personales
con el poco dinero que llevaban consigo.
En
algunas ocasiones pasaba la lancha de largo. Era alguna barca pesquera
de las próximas playas, que madrugaba para salir a alta mar con las
primeras luces del alba. Pero pocas eran las veces que se equivocaban.
Tenían muy bien sabido el ritmo del trágico motor.
-
Al poco tiempo dejaba de trepidar aquel. Era que la embarcación había
atracado en el muelle. El silencio entonces se hacía sepulcral. Todos
quedábamos –continuaba Pedro- con los ojos abiertos y fijos en la puerta
herméticamente cerrada por fuera.
Y enseguida ruido de pisadas en la
escalera. La luz, encendida desde el cuerpo de guardia. Vuelta de
llaves, descorrer de cerrojos y la siniestra silueta del padre Nieto
ocupaba por entero el umbral. Tras él, como obligada cohorte de
esbirros, todo el personal carcelario y cerrando el lúgubre cortejo, la
pareja de la Guardia Civil o de Asalto.
El
director –o el jefe de Servicios, en su lugar- leía una lista que
llevaba en la mano. Al oír pronunciados sus nombres, iban saliendo los
infelices que ya podían darse por desplazados del mundo, y de los cuales
se hacían cargo inmediatamente los que les llevaban a morir.
La
fúnebre comitiva volvía sobre sus pasos… Rechinaban nuevamente llaves y
cerrojos, se apagaba la luz y, cuando todos quedaban bajo el imponente
silencio de la noche, en la sala se confundían los sollozos, las
maldiciones, las blasfemias y las promesas de justa y cumplida venganza.
A
poco, volvía a oírse el ruido de la motora alejándose para llevar su
humana carga a Vigo, en cuya fortaleza del Castro –empinada atalaya
sobre la incomparable ría-, previas las vulgarísimas exhortaciones y
feroces anatemas del padre Nieto, entre el tableteo de mortífera
descarga, hacían su entrada en la eternidad.
En
algunas ocasiones –para acabar antes- se cumplió la sentencia en el
contiguo islote de San Antonio. Allí fue donde aquel hijo predilecto de
San Ignacio señalaba, con su bastón de cojitranco y metiendo la contera
por las heridas abiertas de las víctimas, a los que aún respiraban al
oficial que daba el tiro de gracia." (Búscame en el ciclo de la vida, 10/01/17)
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