"El “Cabo de vara” le rompió la clavícula a Juan Tejera, que no se
quejó, para no darle el gusto a los fascistas de verlo humillado, se
quedó en el suelo arrodillado aguantando el inmenso dolor. Sabía que esa
madrugada se habían llevado a nueve camaradas para arrojarlos a la Sima
de Jinámar, era consciente de que en cualquier momento le podía tocar.
Se arrastró como pudo hasta la exigua litera de madera del barracón
del campo de exterminio de Gando (Gran Canaria), donde dormían cada
noche siete hombres destrozados, piel y hueso.
No dejaba de pensar en su amada Frasquita, en posición fetal sintió
por unos instantes la calidez y la ternura del interior de las entrañas
de su madre.
Los “Cabos de Vara” eran presos que por una ración más de la
pestilente comida o por obtener ciertos privilegios, le hacían el
trabajo sucio a los fascistas, eran mucho más crueles que los propios
falangistas y militares, daban más fuerte con los palos de madera y las
pingas de buey, eran brutales para demostrar a sus verdugos que podían
ser buenos carniceros sobre sus propios compañeros.
Juan llevaba cinco años en el campo viendo todo tipo de
atrocidades, torturas y crímenes, hombres que eran asesinados a golpes
en el patio interior en presencia de todos los presos, el maltrato
constante por parte de aquellos seres demoniacos, que no tenían
suficiente con hacerlos trabajar de sol a sol abriendo ridículas zanjas
que luego volvían a cerrar y abrir, en un proceso interminable para el
dolor ilimitado y la humillación de quienes sobrevivían entre piojos,
chinches y enfermedades mortales como el tifus, que cada semana se
llevaba la vida de decenas de compañeros y amigos.
De madrugada llegaban las “Brigadas del amanecer” para llevarse a
más reos a los pozos y simas de la isla, sobre todo a la Marfea, donde
eran arrojados vivos dentro de sacos atados de pies manos, la mayoría de
las veces con piedras dentro para que se hundieran irremisiblemente en
el mar.
Después de un día agotador de trabajo esclavo llegaban al barracón y
recogían la exigua ración de agua apestosa con algún trozo de verdura,
caminaban como zombis por el antiguo lazareto reconvertido en campo de
concentración.
No había colchón en las literas, solo algo de paja sobre la dura
madera y en el espacio de uno se acomodaban siete, se colocaban de tal
forma que pudieran caber en el minúsculo recinto, unos con las piernas
hacia arriba, otros con las cabezas en el otro sentido, cada uno sabía
cómo colocarse desde el día que asesinaron a golpes al joven
sindicalista de la CNT, Pedro “El barbero”, desde que fueron siete el
espacio de Perico quedó libre, pero en una especie de ritual sin nombre
lo respetaban, parecía que su alma, o lo que fuera, estaba presente en
el abrazo nocturno para evitar el frío congelante de aquel marzo de
1940." (Viajando entre la tormenta, 19/03/17)
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