"Las noticias que me llegaron en Suecia -donde aún ejercía como
embajadora de la República Española- del éxodo de los republicanos
españoles desde la zona de Cataluña me afectaron más profundamente quizá
que casi ningún otro trágico suceso de la guerra. (...)
Las noticias que me llegaron en Suecia -donde aún ejercía como
embajadora de la República Española- del éxodo de los republicanos
españoles desde la zona de Cataluña me afectaron más profundamente quizá
que casi ningún otro trágico suceso de la guerra. (...)
Los testigos de ese espantoso éxodo nunca han superado ese horror.
No menos de medio millón de hombres, mujeres y niños atestaban las
carreteras dirigiéndose a las fronteras francesas.
Pocos iban en coches, muchos en viejos coches de caballo o carros
de mulas, la mayoría a pie y todos cargados con bolsas, colchones y
paquetes. Tenían que abandonar por pura fatiga la mayoría de sus
posesiones cuando marchaban.
Como si esto no fuera suficiente, los planes del enemigo pronto
hicieron su aparición. Lanzaron las bombas sobre los pocos trenes que
pudieron dejar Barcelona, cargados al máximo con las familias de los
empleados del Gobierno y los soldados heridos. Estos últimos, sabiendo
que la entrada de las fuerzas de Franco -especialmente los marroquíes-
en las ciudades republicanas, estaría marcada por la masacre total de
los enfermos del hospital, habían rogado lastimosamente que no les
dejaran allí.
Los trenes, en cualquier caso, no pudieron llegar más allá de
Gerona, pues los caminos desde esa ciudad estaban incluso más atestados
que en otra parte. El avance fue lento y la fuerza aérea enemiga se
aprovechó de ello, ametrallando implacablemente a la gente desde el
aire.
La información que recibí esos días era confusa. Se iba a organizar
una resistencia en una línea intermedia cerca de los Pirineos; las
naciones democráticas iban a permitir al fin algunas de las armas que
tan trágicamente necesitaban las tropas republicanas, que aún luchaban
tras los evacuados. El Gobierno había asentado sus cuarteles generales
en Figueras y se iba a llevar a cabo allí una sesión de las Cortes.
Por ese tiempo, la gente que huía dejaba terribles señales de su
paso por las últimas millas de su tierra natal. Las carreteras no
estaban sólo repletas de coches averiados y bultos, sino de cadáveres
humanos.
Algunas personas habían muerto a causa de los aviones enemigos,
otros habían sucumbido al frío, el hambre o el agotamiento. Pero nadie
se quejaba. En su camino, se preguntaban dónde les dirían que pararan o
si estarían caminando directamente hasta Francia, dejando sólo al
ejército detrás de ellos.
Los primeros contingentes que atravesaron los pueblos de camino a
la frontera pudieron reunir algunas provisiones. Pero pronto ni siquiera
hubo un mendrugo de pan que buscar y un hambre voraz se sumó a otros
padecimientos. Día y noche, la gente luchaba por seguir.
Mientras tanto, el Gobierno había hecho un llamamiento a los
funcionarios de distintos ministerios para que se detuvieran en
Figueras, donde habían sido dispuestos los cuarteles generales en un
enorme y antiguo castillo con vistas a los Pirineos.
Mi marido, del que
oí la historia más tarde, estaba allí con el ministro de Asuntos
Exteriores. No había comida y la mayoría de los hombres dormían en el
suelo. Mientras esperaban instrucciones en Figueras, los refugiados se
aglomeraban alrededor de los Pirineos y hacia el interior de Francia.
Un amigo nuestro, que estaba cerca de la frontera con un conocido
líder socialista intentando ayudar a aquellos que tenían una necesidad
más urgente, me contó una conmovedora escena que él mismo había
presenciado.
En medio de la gran muchedumbre vio un espacio abierto
donde un grupo de personas había rodeado el cuerpo de una mujer que
había caído al suelo. Como ocurría cada vez que la muerte aparecía,
ellos se apresuraban a ver si podían ser de alguna ayuda. Vieron a la
mujer tendida en el suelo.
Parecía joven, pero su rostro era delgado y
terriblemente pálido; la tierra alrededor de ella estaba empapada en
sangre. De repente, reconoció al viejo líder inclinado sobre ella. Sus
hundidos ojos se avivaron, los demacrados labios sonrieron y, con un
deje triunfante en su voz, dijo apuntando a un diminuto fardo al lado de
ella: «Mire, tengo un niño».
Mi amigo y el hombre mayor se apartaron y, después de que hubieron
andado algunos pasos, el último murmuró con una voz ahogada: «Cómo la
envidio. Ella tiene algo por lo que vivir».
Desde entonces he sentido a menudo que la gran mayoría de los
republicanos españoles, incluso aquellos que se han encontrado en
grandes apuros, eran como esa mujer. Durante todos los largos meses y
años de sufrimiento, han demostrado que tienen algo por lo que vivir:
una España libre.
Pero el enemigo pisaba ya los talones de la gente, y muchos dejaron
la carretera y ascendieron los nevados Pirineos hasta que, por fin,
toda la enorme y desordenada masa alcanzó la entrada de Francia.
Francia, la tierra de la libertad, donde años antes el triunfo de la
gran revolución había difundido los principios de Libertad, Igualdad y
Fraternidad.
¡Francia!, pensaron los infelices refugiados, sus ojos fijos en los
postes que mostraban el camino. Francia abría sus brazos, a pesar del
Comité de No-Intervención, para recibir al pueblo derrotado de España.
Para su decepción y sorpresa, la Francia que les estaba esperando
no era aquella en la que habían creído. Las tácticas fascistas, imitadas
de los alemanes e italianos por el traidor Gobierno de Laval, habían
empezado a infiltrarse en cada departamento oficial.
En vez de las
fraternales y acogedoras ofertas de ayuda que los refugiados esperaban,
línea a línea de las tropas senegalesas y de la Garde Mobile les
hostigaban con las culatas de sus rifles y robaban todo lo que llevaban:
relojes y otras joyas, incluso estilográficas, con la excusa de que sus
propietarios no habían pagado impuestos por ellos. Luego, separando a
los hombres de las mujeres y los niños, les apartaban violentamente en
diferentes direcciones.
Por primera vez desde que España había sido dejada atrás, llantos
de desesperación desgarraron el frío e intenso aire invernal. Las
mujeres se negaron a gritos a dejar que sus familiares -muchos de ellos
viejos y enfermos, otros simples niños- les fueran arrebatados.
La confusión aumentó por la llegada del Ejército republicano de la
zona evacuada. El 6 de febrero, después de una dura lucha en la
retaguardia protegiendo la evacuación, cruzaron la frontera de Francia.
Marcharon ordenadamente, dejando sus armas a cargo de los oficiales y
soldados franceses. No parecían un ejército derrotado, ciertamente no
parecía vencido. La superioridad moral de su causa, su propio valor y
resistencia y la heroica fe parecían cubrir a los soldados de grandeza.
Pero, para los fascistas -predispuestos por la Garde Mobile- estaban
vencidos, y pronto se lo hicieron sentir así.
Las mujeres, reunidas a un lado de la carretera francesa, corrieron
a encontrarse con sus familiares. Las madres, que no habían esperado
ver a sus hijos con vida, se aferraron a los jóvenes cuerpos que vestían
el uniforme republicano. Matrimonios, a quienes la guerra había
separado durante meses, se aferraban desesperadamente entre sí, pero los
soldados senegaleses les separaban sacudiéndoles o golpeándoles.
Los
heridos que podían estar en pie no recibían ninguna ayuda ni clemencia,
sino que eran tratados como el resto de los hombres. De vez en cuando se
les concedía el derecho de paso hacia el hospital a nuestras
ambulancias llenas de mutilados, de soldados destrozados.
Entretanto, lejos, en Suecia, mi hija Marissa y yo tratábamos
vanamente de tener noticias de nuestra familia. Mi yerno Germán y mi
hijo Cefe habían estado sirviendo como médicos durante toda la guerra, a
veces en los campos de aviación, y otras en el frente. Ceferino, mi
marido, había dejado Letonia en octubre. La evacuación le había pillado
en Barcelona mientras aguardaba instrucciones del Departamento de
Asuntos Exteriores para una misión especial.
Los días pasaban sin traemos noticias de ellos. Por fin, el 5 de
febrero, recibimos un cable de Germán. Él y su joven hermano Alejandro,
que era un oficial de artillería, habían sido llevados al campo de
concentración de Prats de Molió. Alejandro tenía malherido el brazo
izquierdo, pero a ninguno se le permitió moverse del espacio
electrificado asignado a este grupo de refugiados.
Poco después recibimos un cable de mi marido, a quien, siendo del
servicio diplomático, se le había permitido la entrada a Francia y
estaba a salvo en Perpiñán. Le telegrafiamos para que buscara a nuestro
yerno, y dos días más tarde supimos que estaban los tres juntos. Cómo se
las arregló Ceferino, aún lo desconozco. Absoluta perseverancia,
supongo, y el pasaporte diplomático.
Pero no había absolutamente ninguna noticia de Cefe. Mi
incertidumbre crecía por momentos. Estaba segura de que el chico había
sido atrapado en la trampa fascista. Mi marido, igualmente nervioso, se
esforzaba por conseguir algún indicio de dónde estaba.
Finalmente,
después de once días, telefoneó diciendo que por fin había encontrado a
nuestro hijo. Cefe estaba cerca de la frontera pasando a Francia bajo su
cuidado a los últimos soldados heridos. Más tarde él también fue
confinado en un campo de concentración en Argelès-sur-Mer y liberado por
algunos amigos de mi marido y el prefecto del lugar, que resultaron ser
amables.
Respiré con dificultad durante irnos minutos. Mis pensamientos
volaron de regreso a las escenas que un amigo sueco, Georg Branting,
había descrito. Volvía de la frontera donde el Comité de Ayuda Sueco
estaba haciendo lo que podía para ayudar a los refugiados.
-Ni siquiera Dante podría haber imaginado cosas tan terribles como las que yo he presenciado-, decía una y otra vez.
¿Qué podía hacer?, ¿cómo podía ayudar? Podía enviar algunos cheques a aquellos con los que podía contactar, pero nada más.
¿Por qué estaba Francia haciendo esto? Yo sabía, y también nuestro
pueblo, que no era toda Francia. Muchos, muchos refugiados fueron
ocultados, escondidos y cuidados por humildes campesinos y trabajadores.
Ellos también eran Francia. Otros, en París, fueron ayudados por gente
de familias acomodadas, que también eran Francia.
¿Y el Gobierno? ¿Para qué preguntar? Dentro del Gabinete, como
fuera de los círculos oficiales, había también gente con diferentes
opiniones. Había simples gendarmes que demostraron su humanidad.
Por
todo el país, como en España y en otras naciones, existían verdaderos y
honestos demócratas, muchos. Pero también había fascistas, y estos iban a
ser los fuertes durante un tiempo. Más de uno de los refugiados
españoles me ha contado cómo los miembros de la Garde Mobile y de la
policía se burlaban de los documentos y salvoconductos firmados por el
mismo primer ministro francés.
Los desaires y castigos cometidos en el nombre de Francia a los
refugiados sin hogar hirieron profundamente los corazones de los
republicanos españoles. Nadie se hubiera sorprendido o lamentado si se
hubieran tomado ciertas medidas justificadas, como un internamiento
decente.
Pero los golpes, las humillaciones y los insultos, incluso por
parte de algunos oficiales del Ejército francés, eran difíciles de
soportar. Los partidarios de Franco cruzaban la frontera constantemente
para recrearse contemplando a sus propios compatriotas derrotados.
En esos duros momentos, las acciones de la propia guardia de
oficiales eran difíciles de asumir y se oía murmurar a muchos de sus
compatriotas ante la visión de semejantes actos: «Me avergüenzo de ser
francés».
Pero ahora, por fin, Francia ha recuperado gloriosamente su buen
nombre y estamos preparados para perdonar y olvidar, perdonar lo que
estuvo mal, y recordar la generosidad de nuestros amigos y la gloria de
nuestra causa común.
Isabel Oyarzabal Smith
Rescoldos de libertad. Guerra civil y exilio en México - Capítulo I" (Búscame en el ciclo de la vida, 24/01/17)
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