"Pegados al mar. Al filo de las bombas, miles de refugiados huían en la
carretera de Málaga a Almería los primeros días de febrero de 1937.
Horror, muerte, cadáveres, cuerpos troceados y maletas perdidas por el
suelo.
“Era una estampida hacia el abismo. Solo queríamos huir para
escapar de aquel infierno”. De todos aquellos, ya solo quedan las
vivencias de los niños que, con total inconsciencia, reconstruyen el
terrible episodio.
Público rescata la historia de Alejandro desde Tenerife, Salvador desde Coín y Amparo en Vélez Málaga. Nunca pudieron olvidar lo sucedido. Uno de los episodios más cruentos y salvajes contra la población en plena Guerra Civil.
Público rescata la historia de Alejandro desde Tenerife, Salvador desde Coín y Amparo en Vélez Málaga. Nunca pudieron olvidar lo sucedido. Uno de los episodios más cruentos y salvajes contra la población en plena Guerra Civil.
La cifra de
refugiados, de aquella larguísima procesión de gente huida ha
multiplicado sus números reales, manipulados anteriormente por la
historiografía. “Ochenta años después de aquella carretera, se sabe que
casi trescientas mil personas vivieron esta huida”, destaca Andrés Fernández a Público, autor junto a Maribel Brenes de la nueva investigación inédita, 1937. Éxodo Málaga-Almería.
Alejandro Torrealba. Diez años en la carretera
Alejandro Torrealba tenía diez años
cuando inició aquella carretera. Hoy, a punto de cumplir noventa,
recuerda cada segundo de aquel drama. Su hijo Álvaro le ayuda a contar
la dura historia. Ambos viven en Santa Cruz de Tenerife, donde ha pasado
prácticamente toda su vida. “De Ronda a Málaga íbamos todos caminando.
Era una marcha de miles y miles de personas. Una riada. Nadie
sabía bien hacia dónde avanzaba. Solo querían huir de las bombas”.
Torrealba no iba solo en aquel viaje por los pueblos de San Pedro de
Alcántara, Torremolinos y Fuengirola. Su tío Alfonso, su tía María, sus
primos Tobalo, Angelita, Remedios y Juan iban con ellos. Una semana de
trayecto que finalizaría en la ciudad de Almería. Desde el seis al once
de febrero de 1937.
La caminata era a pie y no podían parar ante
la amenaza continua de las bombas del buque Cervera y Canarias. ¿Cómo
podía digerir aquella situación de pánico un niño de diez años?. Por la
noche se vivía lo más dramático. “Los barcos estaban muy cerca de la
costa y nos acompañaban en todo el trayecto. Los niños que se perdían en
la carretera gritaban en medio de las cañas de azúcar donde quedaban
escondidos ¿mamaaaa?, ¿papaaaa? Pero al rato ya desistían.
Seguramente
habrían muerto con alguna de las bombas que los buques lanzaban bajo los
puentes”, asegura Alejandro a Público. “Aquellos eran días
espantosos. Encima nos bombardeaban también por el aire y destruían los
puentes que nos servían para resguardarnos del frío. Estaban llenos de
personas y metían allí los proyectiles. No te puedes imaginar la masacre. Se veían cuerpos troceados salir de los huecos”.
Aquel niño nunca había tenido la terrible
coincidencia de ver tantos muertos. Alejandro recuerda el consejo que su
tío Alfonso le daba cuando se avecinaba un bombardeo. “Me decía
siempre, Alejandrito tu sal corriendo hacia el hueco de alguna cuneta con la manta”.
Lo más espantoso venía minutos más tarde. “En una de aquellas ocasiones
me golpeó algo fuertemente la espalda. Cuando abrí los ojos era la
cabeza de una niña lanzada por las bombas”.
En la mañana del 11 de febrero, llegaron a
la saturada ciudad de Almería bajo mando republicano. “Mi tío Alfonso
miraba en el muelle el buque de guerra republicano Jaime I.
Teníamos algo de esperanza. Creíamos que a lo mejor aquella guerra nos
permitiría llegar de nuevo a casa”. La familia de Alejandro sería
trasladada al pueblo de Jabalí Nuevo en Murcia. El joven viviría junto a
una familia huérfana por un hijo en el frente de Aragón los mejores
años de su vida. “Trabajaba en la huerta de la familia y nunca nos faltó
la comida”.
Al acabar la guerra, los refugiados malagueños fueron hacinados en camiones de ganado de vuelta a casa. “Estuvimos días sin comer. La
gente moría en los vagones y nos tiraban al suelo como perros. Así
ocurrió con mi tío Alfonso que no tenía fuerza para saltar del vagón de
pie cuando nos dejaron en Ronda”, afirma Alejandro.
La escasez de la posguerra y la hambruna no
daba tregua. Alejandro comía bellotas, plantas hervidas del campo para
matar el hambre. La casa que su tío Alfonso tenía en Ronda fue saqueada y
ocupada. Eran señalados. Eran unos extraños en su propio pueblo por
huir hacia aquella carretera.
Salvador Guzmán. Seis años en la carretera
Salvador solo tenía seis años cuando
inició la huida. Sus vivencias, retratadas en su libro autobiográfico
“Un nene en la Guerra de España”, lo ha escrito a mano, a pesar de que
no tuvo la suerte de ir a la escuela. “Mi vida la tengo en una libreta
donde quiero dejar por escrito todo lo que padecí para que no se le
olvide a nadie”, relata a Público.
A sus 86 años, Guzmán no le gusta que
nadie llame a aquel episodio de la carretera como la 'desbandá'.
“Parece que estamos hablando de una estampida de pájaros y éramos personas que nos fuimos para sobrevivir”.
Salvador haría el viaje en coche ya de
madrugada. “En aquel automóvil íbamos muchos. El chófer, mi papa, mi
madrastra, mi hermana Ana, mi hermana Carmen, mi hermano, la mujer del
alcalde, el hijo y el alcalde y yo, que me llamaban el rubito”. Un L4
recorría los treinta kilómetros que lo separaban de la Nacional 340,
imposible de avanzar de madrugada.
“El chófer lloraba mucho cuando veía
que nos podía echar al mar si conducía por la noche sin luces. Algunos
soldados bajaron de la sierra para guiarlo”. Con calzadores y apartando cadáveres. Así comenzó la huida de Salvador. “Recuerdo cuando se quedaban paralizados al ver que no había criaturas enteras”.
A pesar de su corta edad, Guzmán no olvida
la figura del médico canadiense Norman Bethune y su increíble labor con
aquella víctimas. “Tenía una cruz de ambulancia en su furgoneta y era
capaz de cortar las hemorragias de piernas y brazos con un solo
serrucho. Cómo gritaban… ese dolor de la gente no se puede olvidar”.
Los túneles eran una de las peores
vivencias para estos niños, hoy ancianos. “Entramos en uno de aquellos
donde caía los obuses y todos eran muertos”. La escasez de alimento y la
falta de descanso no minaba el ánimo de los refugiados. “A pesar del
peligro que había en todo momento mi padre intentaba hacerme reír y para
que no tuviera sed me trajo agua salada en un jarro”. Riendo, Salvador
relata que era capaz de llorar aún mas de la sed tan grande que tenía acumulada.
El 11 de febrero llegaron a Almería. Ya muy de noche. “Vivimos un
bombardeo ya en Motril pero al poco tiempo cuando llegamos a Almería la
aviación no nos dejó ni comernos un gazpacho de huevo que nos habían
preparado”. El padre de Salvador, marcharía al frente republicano en
Guadix. Pocos años duró la batalla y pronto marcharían de nuevo a
Málaga.
“Era tal el odio de aquellos años que uno de los vecinos
dio un chivatazo de que mi padre venía de vuelta”. De la carretera, el
joven Salvador pasaría a llevar a su padre una cesta con comida hasta la
cárcel provincial de Málaga. “Nos avisaron del día que lo iban a
fusilar y fuimos con mi madre de madrugada”.
Salvador tenía dieciséis años cuando el 17 de octubre del 1944, José Guzmán era asesinado en el cementerio de San Rafael. “A mi hermano le contaron que iba amarrado con alambres”. Los enterradores le dieron sepultura en un ataúd modesto de madera pero hoy la tumba no está. “De este cementerio salieron muchos restos de huesos al Valle de los Caídos y ahora no sabemos donde ir a ver a mi padre”.
Salvador tenía dieciséis años cuando el 17 de octubre del 1944, José Guzmán era asesinado en el cementerio de San Rafael. “A mi hermano le contaron que iba amarrado con alambres”. Los enterradores le dieron sepultura en un ataúd modesto de madera pero hoy la tumba no está. “De este cementerio salieron muchos restos de huesos al Valle de los Caídos y ahora no sabemos donde ir a ver a mi padre”.
Amparo Gallardo. Doce años en la carretera
La niña Amparo ya había oído escuchar eso
de que si los fascistas llegaban a su pueblo, violaban, saqueaban y
destrozaban a toda la población. Desde el pueblo de Vélez Málaga inició
la huida hasta la capital. Seis de los suyos iniciaron la marcha en
cuanto supieron del avance de los golpistas. “Mis padres, Juan y Amparo,
mis hermanos María, Antonio, Rafaela y yo, Amparo, que tenía doce años recién cumplidos”.
El éxodo masivo venía de todas las
provincias. “Antes de llegar a Nerja la carretera ya estaba llena de
gentes de Málaga y de pueblos de Granada. Todos íbamos andando ayudados,
como mucho, con algunos carros y mulos que transportaban los pocos
enseres que se podían”, recuerda Amparo.
Amparo describe a las miles y miles de
familias destrozadas pero también la presencia de milicianos y soldados
republicanos que ayudaban a recobrar algo de ánimo. “Hacía mucho frío y
la caminata se hacía cada vez más penosa, por lo que muchas personas
empezaron a tirar sus cosas y a abandonar a los animales. Ya empezaban
las primeras muestras de cansancio, las piernas hinchadas, los zapatos rotos y el llanto de los niños”
El peor episodio llegó en el trayecto de
llegada a Motril. La carretera, cercana a acantilados, sufrió tantos
bombardeos por aire y por mar que provocó una de las jornadas más
sangrientas. “No había escapatoria, porque a la izquierda teníamos la
montaña y a la derecha un enorme barranco. Nos tirábamos en las cunetas y
mi padre nos cubría con su cuerpo para protegernos. Al amanecer había más muertos que vivos en la carretera. Vimos hasta una madre muerta amamantando aun a su hijo”.
La madre de Amparo padecía del corazón. Con
las rodillas llenas de sangre, desfallecía en cada tramo del camino.
Aquella niña recuerda como su padre se rompía la camisa para hacer
tiras. “Nos vendó los pies porque nuestros zapatos estaban rotos”.
La familia Gallardo se refugió en un hotel
tras la llegada a Almería. Pronto marcharían de aquel horror y Amparo se
separaría de su familia para trasladarse en barco hasta Valencia. “Yo
fui sola en barco con otra familia de Vélez, separándome de la mía, que
fue en tren. Al llegar, en el puerto estaban embarcando a los niños
huérfanos para Rusia. Tuve que mentir para no tener que embarcar”.
Separadas de los suyos hasta 1938 con
familias de acogida, Amparo, marchó al exilio francés junto a sus
hermanos y su madre. Su padre se quedaría en una guerra que no daba por
perdida. “Sólo éramos ocho familias y los gendarmes franceses nos
llevaron a un hotel cerca de Toulouse. A los niños nos escolarizaron y
allí estuvimos hasta que la guerra terminó, que fue cuando volvimos”. (María Serrano, Público, 05/02/17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario