"El perro bardino se quedó junto a la vereda de los ciruelos cuando
se llevaban a Juan Beltrán, las manos atadas a la espalda con la soga de
pitera, rodeado por los falanges y guardias civiles, el animal no
entendía que trataran así a quien lo había rescatado cuando el hijo del
cacique inglés mataba a sus hermanos, a su madre, a su viejo padre con
la pequeña pistola de mango de oro.
Ojos brillantes, nobles, atigrado como su ancestral raza autóctona, la que trajo atravesando el mar el noble pueblo canarii (1)
desde la costa africana, desconcertado no sabía que hacer después de la
patada que le dio el gordo requeté.
El can no se atrevió a seguirlos
porque en la habitación estaba postrada en su lecho la niña Aurora, la
habían dejado sola, no podía valerse, ni siquiera caminar, sus quince
años eran como si tuviera dos, era casi una bebé recién nacida, todavía
lloraba porque uno de los falangistas, Fernando de Armas, vecino de San
Mateo, le hizo tocamientos mientras sus compañeros de centuria golpeaban
a su padre en el patio interior de la humilde vivienda de Cueva Grande.
Vio como metían a Juan en la camioneta, donde también estaban cinco
hombres más ensangrentados, sentados en el suelo con la cabeza gacha,
eran vecinos de la zona cumbrera de Gran Canaria, amigos de su dueño,
agricultores humildes, honrados, que en los años previos al golpe de
estado del 36 pertenecían a la Federación Obrera y a la CNT.
Desde que el vehículo partió una inmensa soledad inundó aquel
paraje perdido entre los pinos, el perro entró en la vivienda y subió
sus patas a la cama de la niña, le lamió primero sus manitas, luego la
mejilla, la chiquilla dejó de llorar al instante, esbozó una tímida
sonrisa, le encantaba que Atila jugará con ella desde que su padre lo
trajo en aquella cestita de mimbre, tan pequeño que hubo que criarlo con
un biberón de cristal, leche y gofio era su alimento hasta que empezó a
comer las sobras de la comida familiar.
El animal era consciente que la habían dejado allí para que
muriera, su instinto le hizo ir a la cocina y llevarle un poco de pan
que había en la mesa, pero la niña no sabía comer sola, solo se lo puso
junto a la almohada y se quedó mirando con ojos de curiosidad y
tristeza.
Así pasaron las horas, los días, la niña se fue muriendo lentamente
de inanición, no se quejaba, se entretenía acariciando las orejas de
Atila, el le hacía carantoñas, le ponía la pata en su pecho, no dejó de
cuidarla hasta que dejó de respirar con los ojos abiertos, en la boca
una especie de sonrisa, así la encontró días después María Luisa, la
hija de Antonio Jiménez, el pastor de cabras de las Lagunetas.
El perro había desaparecido, al lado de la almohada varios trozos
de pan duro, un pájaro muerto, la mitad de un conejo, dos tomates
verdes.
Nadie más lo vio, Atila se perdió según decían varias ancianas de
la zona rumbo a las cumbres más altas, más allá de los Llanos de la Pez,
durante varios años se escucharon aullidos en las noches de luna llena,
la brigadilla de guardias de asalto, en su mayoría peninsulares,
llegaron a pensar que en esa zona de la isla deambulaban manadas de
lobos, pero solo era un noble perro sin fronteras, perdido en los
inmensos bosques milenarios, invadido de nostalgia y amor por quienes lo
quisieron sin pedirle nada, escondido hasta la muerte en la guarida de
las nieves.
(1) Tribu bereber del norte de África" (Viajando entre la tormenta, 25/11/21/16)
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