23/6/16

Los fusilamientos los ordenaba la autoridad militar. No había consejo de guerra previo. Eran asesinatos en frío

"(...) Yo entré en la prisión el 8 de septiembre hacia la una de la tarde. Conmigo iba otro detenido, joven, campesino.  (...)

Desde niño, yo he sentido una sincera devoción por la gente que trabaja.

Pero sólo viviendo con el pueblo trabajador en la cárcel durante largos años pude darme cuenta exacta de su nobleza, de su dignidad y de su heroísmo.

La prisión de Jaca fue mi mejor observatorio.

Políticamente, los presos de Jaca eran republicanos, socialistas y cenetistas. Todos eran de Jaca o de los pueblos vecinos y estaban identificados. El único forastero era yo, Joaquín Julió Ferrer. (...)

En septiembre de 1936 se estaba en los comienzos de la guerra civil. Se habían declarado por la República las cuatro ciudades más importantes: Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, y todos estábamos persuadidos de que la República acabaría por triunfar. Y esa fe nos animaba.

Había habido fusilamientos en agosto. Pero hacía unas semanas que reinaba la calma. (...)

A veces, la información de los recién llegados era divertida en medio de su dramatismo.

Un joven de Sabiñánigo contó que los militares convocaron a todos los que estuviesen en edad militar y los hicieron formar. El comandante que pasaba revista se detuvo delante de un campesino, y, después de mirarlo de arriba abajo y de abajo arriba, le preguntó ásperamente:

- ¿Cómo se llama usted?

- ¡No, señor, soy inocente!, balbuceó.

La contestación daba una idea del ambiente de terror reinante.(...)

A fines de septiembre o comienzos de octubre, recomenzaron los fusilamientos.

Generalmente, la operación tenía lugar dos veces por semana, a razón de un promedio de diez o doce por tanda.

Poco antes del amanecer, se oía el roncar de un motor delante de la prisión.

Todo el mundo estaba despierto, aguzando el oído. No se movía nadie.

Poco después resonaban pasos fuertes en los peldaños de la escalera que conducía al primer piso.

Transcurrían unos minutos de profundo silencio.

Luego, el oficial de guardia abría la puerta de la capilla o la cancela de la nave principal o se asomaba a la escalerilla de la torre y voceaba los nombres de los elegidos:

- ¡Fulano de Tal!

- ¡Fulano de Cual!...

Todos estábamos preparados para la eventualidad.

En menos de diez minutos, los escogidos estaban listos para partir.

No presencié nunca un caso de flaqueza o debilidad. Mozos y viejos se comportaban como héroes. Y lo eran.

De vez en cuando había una exclamación patética: -¡Hasta la eternidad, compañeros!

-¡Mis hijos! ¡Mis pobres hijos!

Los elegidos bajaban al primer piso. Allí eran identificados. La Guardia Civil los esposaba y los conducía al autobús que aguardaba delante de la prisión.

Los sobrevivientes ahogábamos el sufrimiento en el silencio.

Poco después, ya de día, en la calle se oían gritos de desesperación. Eran las esposas, las madres, las hermanas o los hijos de los que habían partido.

Parecía el coro de una tragedia griega. ¿Cómo habían llegado a saber tan pronto quiénes eran las víctimas? No lo sé.

Esos días, gran parte de los presos no salían al patio. No tenían fuerzas para aguantarse de pie, y quedaban tumbados en sus petates. Los que bajábamos, nos sentábamos en el suelo, nos levantábamos, dábamos unos pasos, nos apoyábamos contra la pared, nos sentábamos de nuevo, nos levantábamos... Todos hacíamos lo mismo. Y nadie hablaba. El silencio era realmente sepulcral.

A continuación venían dos o tres días de descanso. Nos rehacíamos en parte.

Pero la noche que precedía al probable día nefasto no dormía nadie, esperando la llamada matinal.

El día que le correspondió el turno a Vicente Constante, al levantarme, él me saludó con la mano, desde lejos. Y se marchó para siempre.  (...)

A veces, quisiera tener las creencias religiosas que tuve en mi infancia, porque esa fe me permitiría esperar el reencuentro en la otra vida con las personas más queridas. En ese reencuentro imaginario, Vicente Constante estaría al lado de mi madre...

La mañana de la partida de Vicente Constante yo tampoco salí al patio. No tenía fuerzas: me hubiese derrumbado.

Hubo escenas silenciosas de un dramatismo inconmensurable.

Dormían juntos en el mismo petate dos hermanos jóvenes, campesinos. Uno de ellos, casado y con hijos, dirigía la hacienda familiar. El otro, soltero, era el segundo. Una noche, el oficial llamó al hermano mayor; el más joven dio un brinco, e, impidiendo que el mayor se incorporara, dijo con voz firme:

- ¡Presente!

Todos comprendimos el sacrificio voluntario del hermano menor. Con su "¡Presente!" quería decir: "Mi hermano tiene mujer e hijos, y su vida es más necesaria que la mía. ¡Que se salve él!"

Su sacrificio fue inútil.

Cuando las autoridades descubrieron la estafa, se apresuraron a corregir el error, fusilando al hermano mayor.
Un joven estudiante de bachillerato, cuando lo llamaron, dijo con gran serenidad:

-¡Ahora saldré de dudas y veré si hay otra vida y otro mundo!...

Un muchacho que tendría quince o dieciséis años, hijo del jefe de Correos, también preso, cuando el oficial le invitó a que se levantara, contestó:

- ¿Yo? ¡Pero si yo no he hecho nada! - Y se tapó con la manta, dispuesto a reanudar el sueño.

El farmacéutico de Ansó -se llamaba Molinero- pidió que le dejaran llevarse la manta para amortajar su cadáver...

Los fusilamientos los ordenaba la autoridad militar. No había consejo de guerra previo. Eran asesinatos en frío.

El enlace entre la Comandancia Militar y la prisión lo realizaba el capitán Aurelio Bañares. En funciones de juez, acudía a la prisión a interrogar a los presos, y su interrogatorio era el indicio casi seguro de la ejecución a breve plazo.

La llegada del capitán Bañares a la prisión, de ordinario al final de la tarde, originaba una gran zozobra. Era el pregonero de la muerte.

Había, además, otro pregonero: el Padre Hermenegildo de Fustiñana. Alto, huesudo, con barbas, parecía un espantapájaros. Era un pajarraco agorero. Se decía de él que era el encargado de acudir a las ejecuciones para prestar los "auxilios espirituales" a los que los desearan. Cuando hacía acto de presencia en la prisión se nos ponía a todos "carne de gallina".  (...)

El coronel Bernabeu se mató en un accidente de automóvil, y durante unos días hubo una pausa en los fusilamientos.

Aunque incomunicados, supimos lo de la desgracia del coronel Bernabeu. ¿Era el coronel Bernabeu que conocí en la fortaleza de Montjuich? Quizá. En 1925, el coronel Bernabeu se portó bien conmigo. Ahora, en 1936, en Jaca, si yo hubiese sido identificado, es seguro que habría dicho: "¡Que lo fusilen!" En once años, España había pasado de la civilización relativa a la barbarie absoluta.  (...)

Con el tiempo, llegué a conocer bien a los tres: Federico Ramos, López Valdivieso y Campo.

Don Federico, más cerca de los sesenta años que de los cincuenta, exteriormente era adusto, pero en el fondo buena persona. De simple oficial de Prisiones había pasado a ser, por ascenso, jefe de prisión de partido.

Estaba casado, con hijos, pero su mujer se encontraba en Granollers, provincia de Barcelona. Era un viejo republicano, probablemente lerrouxista, y lector, en el pasado, de "El Motín", semanario anticlerical famoso en el primer cuarto de siglo. Guardaba una colección de ese periódico en un baúl en Granollers. Bajo el influjo de las circunstancias, temeroso de que los nacionalistas llegaran a Cataluña, en momentos de confianza e inquietud, exclamaba:

- ¡Y mi baúl de Granollers! ¡Cuando lo encuentren y lo abran me fusilan!

Procuraba calmarle, diciéndole que si el ejército entraba en Cataluña, su mujer destruiría antes los papeles peligrosos que pudiese haber en el baúl.

- ¡Mi mujer! -exclamó-. ¡Pero si es una tonta! Ella no sabe la dinamita espiritual que hay en aquel baúl...

¡Pobre don Federico! ¡Las noches de insomnio que debió de pasar por el baúl que tenía en Granollers!

Fui compasivo con él; le ayudé moralmente, y me tomó afecto. Me llamaba don Joaquín.

Ricardo Campo era el polo opuesto. Ideológicamente reaccionario, un día apareció en la oficina en camisa azul y con la insignia de la Falange. Con él había que estar constantemente en guardia. Los días en que llovía estaba malhumorado porque "la aviación nacional -decía- no podía operar destruyendo los reductos del enemigo". Alto, tenía el pecho hundido de un asmático. Con él había que hablar con mucho cuidado. No tenía confianza en mí. Yo, ninguna de él. Me llamaba secamente Julió.

- ¡Qué apellido tan extraño tiene usted! - me dijo un día.

- Probablemente es una corrupción de Juliá - le contesté. En los apellidos no hay regla que valga. La palabra hazaña se escribe con h. Y si se le quita la h queda Azaña. Su segundo apellido, Lacambra, gramaticalmente debiera ser La Cambra.

- Sí, es claro - asintió, sin estar muy convencido.

El otro oficial, José López Valdivieso, madrileño, era un hombre bueno, simpático, sonriente, sincero. Izquierdista, sin pertenecer a ningún partido.

El día en que había fusilamientos, si estaba él de guardia, quedaba moralmente deshecho. Discreto, cuando estaba de servicio, venía con el diario Heraldo de Aragón y lo dejaba sobre la mesa de la oficina, como diciéndome: "Puede leerlo, si quiere". Lo leía, naturalmente. Y me enteraba, viendo el reverso del tapiz, de cómo iban las cosas.  (...)

Una maestra llamada Pilar Beltrán fue fusilada antes de mi ingreso en la prisión. Y peligraban las dos maestras que yo propuse que viniesen a la oficina a ayudarme.

Caridad Olalquiaga y Pilar Ponzán eran jóvenes, simpáticas e inteligentes. Las dos, republicanas. Se salvaron porque el capitán Bañares, el que durante algún tiempo decidió en muchos casos sobre la vida y la muerte, estaba casado con una maestra que enseñaba en el mismo grupo escolar que Pilar Ponzán y Caridad Olalquiaga, y que fue su más firme defensora ante la brutalidad de su marido. (...)

Se nos comunicó que quedábamos condenados a "trabajos hasta el triunfo del glorioso Movimiento Nacional". ¡A trabajos!

Salíamos de la prisión en camiones bajo la vigilancia de la Guardia civil, a las afueras de Jaca, a abrir cunetas cegadas por las lluvias o a cortar leña. Esa faena tenía un nombre oficial: "Redención de penas por el trabajo". ¿Qué redención? ¿Qué penas? ¿Qué trabajo?

Pero salir de la prisión y asistir al nacimiento de la primavera era un poco la libertad.

He sido siempre un hombre temperamentalmente optimista. Había logrado pasar inadvertido durante la etapa de las ejecuciones, había establecido contacto con mi mujer y con mi hijo, tenía cerca unos cuantos amigos verdaderos -Caridad, Pilar, Ramón Cortina, López Valdivieso...- y creía que la República democrática triunfaría... Se trataba de tener paciencia.  (...)"             (Recuerdos de Joaquín Maurín , búscamen en el ciclo de la vida)

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