"(...) Yo entré en la prisión el 8 de septiembre hacia la una de la tarde. Conmigo iba otro detenido, joven, campesino. (...)
Desde niño, yo he sentido una sincera devoción por la gente que trabaja.
Pero
sólo viviendo con el pueblo trabajador en la cárcel durante largos años
pude darme cuenta exacta de su nobleza, de su dignidad y de su
heroísmo.
La prisión de Jaca fue mi mejor observatorio.
Políticamente,
los presos de Jaca eran republicanos, socialistas y cenetistas. Todos
eran de Jaca o de los pueblos vecinos y estaban identificados. El único
forastero era yo, Joaquín Julió Ferrer. (...)
En septiembre de 1936 se estaba en los comienzos de la guerra
civil. Se habían declarado por la República las cuatro ciudades más
importantes: Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, y todos estábamos
persuadidos de que la República acabaría por triunfar. Y esa fe nos
animaba.
Había habido fusilamientos en agosto. Pero hacía unas semanas que reinaba la calma. (...)
A veces, la información de los recién llegados era divertida en medio de su dramatismo.
Un joven de Sabiñánigo contó que los militares convocaron a todos los que estuviesen en edad militar y los hicieron formar. El comandante que pasaba revista se detuvo delante de un campesino, y, después de mirarlo de arriba abajo y de abajo arriba, le preguntó ásperamente:
Un joven de Sabiñánigo contó que los militares convocaron a todos los que estuviesen en edad militar y los hicieron formar. El comandante que pasaba revista se detuvo delante de un campesino, y, después de mirarlo de arriba abajo y de abajo arriba, le preguntó ásperamente:
- ¿Cómo se llama usted?
- ¡No, señor, soy inocente!, balbuceó.
La
contestación daba una idea del ambiente de terror reinante.(...)
A fines de septiembre o comienzos de octubre, recomenzaron los fusilamientos.
Generalmente, la operación tenía lugar dos veces por semana, a razón de un promedio de diez o doce por tanda.
Poco antes del amanecer, se oía el roncar de un motor delante de la prisión.
Todo el mundo estaba despierto, aguzando el oído. No se movía nadie.
Poco después resonaban pasos fuertes en los peldaños de la escalera que conducía al primer piso.
Transcurrían unos minutos de profundo silencio.
Luego,
el oficial de guardia abría la puerta de la capilla o la cancela de la
nave principal o se asomaba a la escalerilla de la torre y voceaba los
nombres de los elegidos:
- ¡Fulano de Tal!
- ¡Fulano de Cual!...
Todos estábamos preparados para la eventualidad.
En menos de diez minutos, los escogidos estaban listos para partir.
No presencié nunca un caso de flaqueza o debilidad. Mozos y viejos se comportaban como héroes. Y lo eran.
De vez en cuando había una exclamación patética: -¡Hasta la eternidad, compañeros!
-¡Mis hijos! ¡Mis pobres hijos!
Los
elegidos bajaban al primer piso. Allí eran identificados. La Guardia
Civil los esposaba y los conducía al autobús que aguardaba delante de la
prisión.
Los sobrevivientes ahogábamos el sufrimiento en el silencio.
Poco
después, ya de día, en la calle se oían gritos de desesperación. Eran
las esposas, las madres, las hermanas o los hijos de los que habían
partido.
Parecía el coro de una tragedia griega. ¿Cómo habían llegado a saber tan pronto quiénes eran las víctimas? No lo sé.
Esos
días, gran parte de los presos no salían al patio. No tenían fuerzas
para aguantarse de pie, y quedaban tumbados en sus petates. Los que
bajábamos, nos sentábamos en el suelo, nos levantábamos, dábamos unos
pasos, nos apoyábamos contra la pared, nos sentábamos de nuevo, nos
levantábamos... Todos hacíamos lo mismo. Y nadie hablaba. El silencio
era realmente sepulcral.
A continuación venían dos o tres días de descanso. Nos rehacíamos en parte.
Pero la noche que precedía al probable día nefasto no dormía nadie, esperando la llamada matinal.
El
día que le correspondió el turno a Vicente Constante, al levantarme, él
me saludó con la mano, desde lejos. Y se marchó para siempre. (...)
A veces, quisiera tener las creencias religiosas que tuve en mi
infancia, porque esa fe me permitiría esperar el reencuentro en la otra
vida con las personas más queridas. En ese reencuentro imaginario,
Vicente Constante estaría al lado de mi madre...
La mañana de la partida de Vicente Constante yo tampoco salí al patio. No tenía fuerzas: me hubiese derrumbado.
Hubo escenas silenciosas de un dramatismo inconmensurable.
Dormían
juntos en el mismo petate dos hermanos jóvenes, campesinos. Uno de
ellos, casado y con hijos, dirigía la hacienda familiar. El otro,
soltero, era el segundo. Una noche, el oficial llamó al hermano mayor;
el más joven dio un brinco, e, impidiendo que el mayor se incorporara,
dijo con voz firme:
- ¡Presente!
Todos
comprendimos el sacrificio voluntario del hermano menor. Con su
"¡Presente!" quería decir: "Mi hermano tiene mujer e hijos, y su vida es
más necesaria que la mía. ¡Que se salve él!"
Su sacrificio fue inútil.
Cuando las autoridades descubrieron la estafa, se apresuraron a corregir el error, fusilando al hermano mayor.
Un joven estudiante de bachillerato, cuando lo llamaron, dijo con gran serenidad:
-¡Ahora saldré de dudas y veré si hay otra vida y otro mundo!...
Un
muchacho que tendría quince o dieciséis años, hijo del jefe de Correos,
también preso, cuando el oficial le invitó a que se levantara,
contestó:
- ¿Yo? ¡Pero si yo no he hecho nada! - Y se tapó con la manta, dispuesto a reanudar el sueño.
El farmacéutico de Ansó -se llamaba Molinero- pidió que le dejaran llevarse la manta para amortajar su cadáver...
Los fusilamientos los ordenaba la autoridad militar. No había consejo de guerra previo. Eran asesinatos en frío.
El
enlace entre la Comandancia Militar y la prisión lo realizaba el
capitán Aurelio Bañares. En funciones de juez, acudía a la prisión a
interrogar a los presos, y su interrogatorio era el indicio casi seguro
de la ejecución a breve plazo.
La llegada del
capitán Bañares a la prisión, de ordinario al final de la tarde,
originaba una gran zozobra. Era el pregonero de la muerte.
Había,
además, otro pregonero: el Padre Hermenegildo de Fustiñana. Alto,
huesudo, con barbas, parecía un espantapájaros. Era un pajarraco
agorero. Se decía de él que era el encargado de acudir a las ejecuciones
para prestar los "auxilios espirituales" a los que los desearan. Cuando
hacía acto de presencia en la prisión se nos ponía a todos "carne de
gallina". (...)
El coronel Bernabeu se mató en un accidente de automóvil, y durante unos días hubo una pausa en los fusilamientos.
Aunque
incomunicados, supimos lo de la desgracia del coronel Bernabeu. ¿Era el
coronel Bernabeu que conocí en la fortaleza de Montjuich? Quizá. En
1925, el coronel Bernabeu se portó bien conmigo. Ahora, en 1936, en
Jaca, si yo hubiese sido identificado, es seguro que habría dicho: "¡Que
lo fusilen!" En once años, España había pasado de la civilización
relativa a la barbarie absoluta. (...)
Con el tiempo, llegué a conocer bien a los tres: Federico Ramos, López Valdivieso y Campo.
Don
Federico, más cerca de los sesenta años que de los cincuenta,
exteriormente era adusto, pero en el fondo buena persona. De simple
oficial de Prisiones había pasado a ser, por ascenso, jefe de prisión de
partido.
Estaba casado, con hijos, pero su
mujer se encontraba en Granollers, provincia de Barcelona. Era un viejo
republicano, probablemente lerrouxista, y lector, en el pasado, de "El
Motín", semanario anticlerical famoso en el primer cuarto de siglo.
Guardaba una colección de ese periódico en un baúl en Granollers. Bajo
el influjo de las circunstancias, temeroso de que los nacionalistas
llegaran a Cataluña, en momentos de confianza e inquietud, exclamaba:
- ¡Y mi baúl de Granollers! ¡Cuando lo encuentren y lo abran me fusilan!
Procuraba
calmarle, diciéndole que si el ejército entraba en Cataluña, su mujer
destruiría antes los papeles peligrosos que pudiese haber en el baúl.
- ¡Mi mujer! -exclamó-. ¡Pero si es una tonta! Ella no sabe la dinamita espiritual que hay en aquel baúl...
¡Pobre don Federico! ¡Las noches de insomnio que debió de pasar por el baúl que tenía en Granollers!
Fui compasivo con él; le ayudé moralmente, y me tomó afecto. Me llamaba don Joaquín.
Ricardo
Campo era el polo opuesto. Ideológicamente reaccionario, un día
apareció en la oficina en camisa azul y con la insignia de la Falange.
Con él había que estar constantemente en guardia. Los días en que llovía
estaba malhumorado porque "la aviación nacional -decía- no podía operar
destruyendo los reductos del enemigo". Alto, tenía el pecho hundido de
un asmático. Con él había que hablar con mucho cuidado. No tenía
confianza en mí. Yo, ninguna de él. Me llamaba secamente Julió.
- ¡Qué apellido tan extraño tiene usted! - me dijo un día.
-
Probablemente es una corrupción de Juliá - le contesté. En los
apellidos no hay regla que valga. La palabra hazaña se escribe con h. Y
si se le quita la h queda Azaña. Su segundo apellido, Lacambra,
gramaticalmente debiera ser La Cambra.
- Sí, es claro - asintió, sin estar muy convencido.
El
otro oficial, José López Valdivieso, madrileño, era un hombre bueno,
simpático, sonriente, sincero. Izquierdista, sin pertenecer a ningún
partido.
El día en que había fusilamientos, si
estaba él de guardia, quedaba moralmente deshecho. Discreto, cuando
estaba de servicio, venía con el diario Heraldo de Aragón y lo dejaba
sobre la mesa de la oficina, como diciéndome: "Puede leerlo, si quiere".
Lo leía, naturalmente. Y me enteraba, viendo el reverso del tapiz, de
cómo iban las cosas. (...)
Una maestra llamada Pilar Beltrán fue fusilada antes de mi ingreso
en la prisión. Y peligraban las dos maestras que yo propuse que viniesen
a la oficina a ayudarme.
Caridad Olalquiaga y
Pilar Ponzán eran jóvenes, simpáticas e inteligentes. Las dos,
republicanas. Se salvaron porque el capitán Bañares, el que durante
algún tiempo decidió en muchos casos sobre la vida y la muerte, estaba
casado con una maestra que enseñaba en el mismo grupo escolar que Pilar
Ponzán y Caridad Olalquiaga, y que fue su más firme defensora ante la
brutalidad de su marido. (...)
Se nos comunicó que quedábamos condenados a "trabajos hasta el triunfo del glorioso Movimiento Nacional". ¡A trabajos!
Salíamos
de la prisión en camiones bajo la vigilancia de la Guardia civil, a las
afueras de Jaca, a abrir cunetas cegadas por las lluvias o a cortar
leña. Esa faena tenía un nombre oficial: "Redención de penas por el
trabajo". ¿Qué redención? ¿Qué penas? ¿Qué trabajo?
Pero salir de la prisión y asistir al nacimiento de la primavera era un poco la libertad.
He
sido siempre un hombre temperamentalmente optimista. Había logrado
pasar inadvertido durante la etapa de las ejecuciones, había establecido
contacto con mi mujer y con mi hijo, tenía cerca unos cuantos amigos
verdaderos -Caridad, Pilar, Ramón Cortina, López Valdivieso...- y creía
que la República democrática triunfaría... Se trataba de tener
paciencia. (...)" (Recuerdos de Joaquín Maurín , búscamen en el ciclo de la vida)
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