"La masacre cometida por las tropas imperiales japonesas en la ciudad
china de Nankín es uno de los episodios más terribles, abominables y
controvertidos de la larga contienda que en Asia se superpuso a la II
Guerra Mundial tras precederla.
Cuando los panzers alemanes
invadieron Polonia en septiembre de 1939 China ya hacía ocho años (desde
la ocupación de Manchuria en 1931) que se desangraba víctima de la
invasión japonesa y de la guerra de tintes raciales y genocidas que
libraba el ejército del emperador Hirohito y que costó la vida a 10
millones de chinos.
En ese contexto, la matanza perpetrada tras la caída
el 13 de diciembre de 1937 de la entonces (desde 1928) capital de la
República China, entre los gritos victoriosos de ¡banzai!,
alcanzó unas cimas de horror, salvajismo y depravación que resultan
escalofriantes incluso en una época que vería los espantos de Auschwitz y
el frente ruso.
Uno se queda perplejo —además de horrorizado— ante la demoniaca orgía
de crueldad a la que se libraron las tropas niponas en la ciudad
capturada tras una breve resistencia y que ha pasado a la historia como
la Violación de Nankín.
Según los testimonios, durante seis semanas en
Nankín, contraviniendo todas las leyes de la guerra, los soldados, con
la complacencia y a menudo las órdenes de sus mandos, asesinaron a más
de 100.000 chinos (el historiador Antony Beevor da la cifra de 200.00,
300.000 en otras fuentes, más que las víctimas de Hiroshima y Nagasaki
juntas), entre soldados prisioneros y, sobre todo, civiles, incluidos
ancianos, mujeres y niños.
Lo hicieron con una inquina y un sadismo que
de entrada resulta incomprensible en el ejército de una nación
civilizada: rociaron de gasolina y quemaron vivas a sus víctimas, las
enterraron vivas, las decapitaron, las mutilaron, despedazaron,
aplastaron con tanques y vejaron de las maneras más atroces y
retorcidas. Muchos cuerpos fueron arrojados al río Yang-Tsé o a los
perros.
Los testigos —supervivientes, corresponsales japoneses y
extranjeros, la comunidad internacional de la ciudad, incluidos súbitos
alemanes— relatan cómo los militares japoneses destripaban a las
embarazadas, les arrancaban los fetos y los lanzaban al aire para
ensartarlos en las bayonetas; cómo violaban en grupo a mujeres de todas
las edades y niñas (entre 20.000 y 80.000) y luego les introducían
ramas, bambús o sus armas, y hasta palos de golf y petardos, en la
vagina; cómo obligaban a los hombres a tener sexo con mujeres de su
propia familia y después los empalaban y castraban…
No fue cosa solo de
la soldadesca: el general Hisao Tani, jefe de la 6ª división imperial
fue considerado culpable de violar a 20 mujeres en Nankín. En una
competición de bestialidad, dos oficiales japoneses llegaron incluso a
retarse a ver quién era capaz de llegar antes a la cifra de 100
decapitados con sus espadas de samurái, un concurso de cortar cabezas
del que se hizo eco la prensa de Japón como si se tratara de un torneo
deportivo.
Ahora acaba de aparecer en España un libro de referencia sobre aquel infierno en la tierra. Se trata de La violación de Nankín
(Capitán Swing), de Iris Chang, que se publicó originalmente en 1997 y
que es a la vez una obra de historia, un alegato contra el olvido que
han padecido las víctimas y una denuncia de la actitud japonesa hacia
ese pasado que la sociedad y el Gobierno del país del sol naciente han
tratado mayoritariamente de ocultar o negar envolviéndose a menudo en un
manto de victimismo.
Chang, estadounidense de padres chinos emigrados
para huir de la guerra, escribió el libro a fin de preservar la memoria
de los muertos, devolverles su dignidad, informar al mundo de ese
capítulo generalmente tan desconocido de la historia universal de la
infamia —ella decía que la matanza de Nankín debería ser tan conocida
entre los jóvenes como la historia de Ana Frank— y obligar a Japón a
aceptar de una vez sus responsabilidades, morales, legales y económicas
(Japón no ha pagado ni un 1 % de lo que ha desembolsado Alemania a sus
víctimas). Los fantasmas de Nankín, como señala Chang, todavía condicionan las relaciones chino-japonesas.
Chang, como explica el que fue su marido y padre de su hijo autista
en un epílogo tan conmovedor como insólito en la nueva edición de 2011
del libro, se suicidó en 2004, con 36 años, tras padecer problemas
mentales —trastorno bipolar— y sufrir un delirio de persecución que le
hizo creer que existía una conspiración de la administración Bush para
matarla. Hasta qué punto influyó en su trastorno el arduo y pesaroso
trabajo de documentación de la masacre (incluidas las entrevistas a
supervivientes), las negaciones oficiales y las amenazas contra su
persona, es algo sobre lo que solo podemos elucubrar.
En La violación de Nanking, Chang pasa revista a los
acontecimientos con minuciosidad científica pero sin ocultar su espanto y
su indignación (ofrece datos como que la sangre derramada en Nankín
pesaría 1.200 toneladas, o que los cuerpos de los supliciados llenarían
2.500 vagones de tren y alcanzarían apilados la altura de un edificio de
72 plantas).
Es en ese sentido un libro extraño y apasionante en el que
se hibridan una extraordinaria capacidad para la investigación y el
análisis histórico (todo lo que se asevera está minuciosamente
certificado por testimonios y referencias bibliográficas de
especialistas) y una profunda y comprometida humanidad. Para Chang, la
masacre de Nankín es nada menos que “el Holocausto olvidado de la II
Guerra Mundial” —así reza el subtítulo del libro— y ante ella los
japoneses deberían posicionarse como hicieron los alemanes con el
genocidio nazi: reconociendo la culpa colectiva en ese y otros capítulos
negros de su comportamiento en la contienda, como el uso de armas
químicas y bacteriológicas, los experimentos con humanos, el maltrato de
los prisioneros Aliados o el reclutamiento forzoso de mujeres para
convertirlas en prostitutas del ejército.
Según Chang, la diferencia de actitud tiene mucho que ver con que,
por razones geoestratégicas, EE UU estuvo interesado en pasar rápido
hoja con Japón por el interés en frenar el comunismo en Asia. De ahí
que, en aras de la estabilidad, se mantuviera a Hirohito en el trono
pese a la evidencia de su conocimiento si no responsabilidad directa en
crímenes de guerra como el de Nankín (uno de los generales de las tropas
que perpetraron la matanza, recalca Chang, era el príncipe Asaka, su
tío).
Hubiera sido difícil concienciar a los alemanes de su culpa sin
castigar a la cúpula hitleriana. Por otro lado, las atrocidades nazis y
su omnipresencia en el discurso histórico sobre la II Guerra Mundial han
hecho que las que cometió el ejército japonés hayan quedado a menudo en
segundo plano.
Más allá de las responsabilidades políticas y la determinación
histórica exacta de los hechos, subyace a la matanza de Nankín una
pregunta que tiene que ver con las raíces mismas de la maldad. ¿Cómo es
posible que los japoneses hicieran eso? Según algunos estudiosos,
parecería que la cultura japonesa, embebida en el código tradicional del
Bushido, el camino del guerrero, y su mística (alguien escribió que el
Bushido es la búsqueda de un lugar donde morir) fuera proclive a los
excesos y la violencia militar, ya se trate de las marchas de la muerte,
el canibalismo ritual de prisioneros, su vivisección o los ataques
kamikaze.
Chang opina, sin embargo, en sintonía con investigadores como
Laurence Rees (El holocausto asiático, Crítica, 2009), que
cualquier explicación que apele a rasgos característicos japoneses, a
una predestinación étnica o nacional, falsea el problema porque en el
fondo está justificando y desculpabilizando a los autores de los
crímenes. En realidad, sostiene, los japoneses son como cualquier hijo
de vecino y tan proclives a la barbarie (o a la poesía) como lo somos
todos —estupendo retrato de esa dicotomía japonesa aparece en la
reciente novela sobre la bárbara construcción del ferrocarril de
Birmania El camino estrecho al norte profundo, de Richard
Flanagan (Penguin Random House, 2016)—.
E igual de responsables.
Cualquier pueblo sometido a un Gobierno y unos dictados como los que
tuvo el Japón de los años treinta, señala, podría haber hecho lo mismo
(como de hecho lo hizo. Ahí está la Alemania nazi). El culto ciego al
Emperador, considerado una divinidad, la presión totalitaria y racista
de los extremistas de derechas sobre la sociedad y una educación militar
espartana que exaltaba la brutalidad incluso sobre los propios soldados
(a los que se golpeaba y vejaba continuamente como parte de su
adiestramiento) y proclamaba que rendirse era un deshonor (los aliados
se rendían a un promedio de 1 prisionero por cada tres muertos, los
japoneses a razón de 1 por cada 120) condujeron a los crímenes de Nankín
y los demás que cometió el ejército japonés. Un ejército deshumanizado
que en China se adiestraba clavando sus bayonetas en prisioneros chinos a
los que se presentaba como inferiores a los cerdos.
No hay nada irreductible en el alma japonesa que la incline a la
crueldad, pues, sino circunstancias ideológicas e históricas que crean
el marco adecuado. Sin necesidad de remitirse a las tropas nazis o
soviéticas, los mismos soldados estadounidenses, fueran los voluntarios
de Chivington en Sand Creek o la sección de William Calley en My Lai,
han dado pruebas históricamente de ser capaces de atrocidades semejantes
a las de Nankín, incluyendo la confección de macabros souvenirs con el sexo de las mujeres asesinadas.
Pese a no ser algo excepcional en la atroz forma japonesa de hacer la
guerra, ni en la propia historia de la guerra, Nankín sí lo es por la
escala. Y por la empecinada negativa de una gran parte de la sociedad de
Japón a aceptar la evidencia de una matanza que se hizo a la vista del
mundo y cuyas víctimas siguen clamando que se las escuche. Mientras eso
no suceda y persista la “amnesia colectiva”, como denunciaba Chang, el
olvido será “una segunda violación”. (Jacinto Antón, El País, 22/05/16)
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