"Los delitos prescriben pero las víctimas no. Los fantasmas de un niño que sufrió abusos sexuales en un oscuro internado
vuelven muchas noches a visitar al jubilado que es ahora; hay quien no
pudo nunca rehacer su vida con una relación de pareja y otros que se
sienten en paz si un obispo les confirma que ningún Dios amparaba
aquellas torturas.
Fueron humanos, de carne y hueso, los que durante
décadas machacaron la infancia de miles de niños recogidos en internados
franquistas donde no había más ley que las palizas y el adoctrinamiento
mediante el maltrato.
Los delitos que se cometieron allí no traspasaban los muros. “Eran
niños desvalidos, huérfanos, hijos del pecado, de familias sin medios
para sacar la prole adelante. El régimen creaba la situación de
vulnerabilidad, con padres en la cárcel, fusilados, madres solteras
repudiadas, pobreza… y después hacía propaganda con la protección de la
infancia en aquellos centros de auxilio social donde muchos fueron
torturados”, resumen los periodistas de la televisión catalana TV3
Montse Armengou y Ricard Belis, que todavía se asombran de la “ausencia
de revanchismo, la capacidad para formar familias y ser amorosos con
ellas y del ejercicio de generosidad de los afectados”, que han contado
su historia para un documental y un libro cuando algunos no habían
podido aún confiar el trauma sufrido a los más íntimos.
‘Los internados del miedo’ (Editorial Now books)
recoge las penurias inconfesables de aquellos niños y delata a sus
agresores, los que vestían sotana y los funcionarios que haciendo
dejación de sus funciones permitieron que el delito fuera una forma de
vida consagrada por Dios.
Armegou y Belis recogen en este volumen con
detalle historias que quedaron incompletas en un exitoso documental
emitido el año pasado.
Como el que pone rombos a la película, los autores advierten de
antemano de que las historias que se narran en el libro no recogen los
terribles usos pedagógicos de la época, las palizas que a veces se daban
en la propia familia. No.
“Eran niños a los que quemaban sus partes o
les ortigaban por haberse meado en la cama, o niñas obligadas a comer su
propio vómito, el que le produjo una comida asquerosa. Algunos murieron
de palizas, pero simplemente desaparecían del centro después de que sus
compañeros hubieran presenciado como un mal golpe lo estrelló contra la
pared y cayó inconsciente, o como un baño de dos horas y media en agua
helada en pleno invierno casi acaba con la vida de una niña a la que
sacaron de color azul del lavadero”, cuenta Armengou.
Y sentencia sin
ambages: “tortura”. Con datos médicos, el libro demuestra como alguno de
aquellos chicos fueron utilizados para experimentos médicos.
Y todo ello recaía casi siempre en los mismos, en los hijos de los
represaliados políticos, en los de madres solteras, los más
desprotegidos. Sin red familiar a la que aferrarse, algunos de aquellos
internos tejieron amistades de sangre que perduran hoy día. Se reencuentran para tomar café y olvidar las
miserias, o las recuerdan por escrito, en un ejercicio de terapia
compartida, con los medios digitales de estos tiempos.
“Lea usted mi blog, ahí está todo”, dice José Sobrino, remiso a
hablar en un primer momento, a recordar otra vez, en esta ocasión por
teléfono, el sufrimiento de antaño. Pero después se arranca y ya no hay
quien lo pare, se desborda, se desahoga, como en un ejercicio oral de
venganza que, en realidad, ni pide ni quiere ejecutar.
El niño José, después de aguantar los abusos y maltratos de algunos
curas en el colegio San Fernando de Madrid, fue vendido por 100.000
pesetas a un hombre de León que se lo llevó de criado para su vaquería.
“¿Que si tengo pruebas? Pero si yo estaba en la habitación de al lado
cuando don Fernando Bello negociaba con él? Me vendieron como a un
esclavo a los 12 años y al poco tiempo el amo me dio una paliza que me
rompió la ceja y el tabique nasal, que se me quedó así para siempre.
¿Por qué? Por nada. Me encontró en el monte, en un camino donde no le
gustó que estuviera.
Nada más. Las palizas eran constantes. Estaba tan
triste, amargado y humillado que no quería vivir. Que me pegue un día un
golpe mal dado y me quede en el sitio, era lo que quería. Ese Dios que
dicen los católicos que hay, yo ni le he visto ni me ha escuchado”,
asegura.
Aquel internado de San Fernando dependía de la Diputación de Madrid,
por eso José Sobrino exige al Estado que pida perdón por todo aquello
que se toleró. “La dictadura hizo bien su trabajo de represión, de
adoctrinamiento y olvido.
Es la democracia la que lo está haciendo mal”,
aseguran los autores del libro. “Esto ya no es una democracia joven, no
se puede esperar más a que pidan perdón, esto llegó hasta entrados los
ochenta antes de que se le pusiera remedio”, insiste Belis.
Y ambos
recuerdan cómo en un documental suizo parecido que se presentó junto al
suyo en un festival francés, la primera imagen era un representante
estatal pidiendo perdón a todas las víctimas y reconociendo el horror al
que fueron sometidas.
Ángel Niella estuvo internado cinco años en aquel centro de San
Fernando de donde vio partir un día a su amigo José. Ambos estaban
hartos del cura que los colocaba en una butaca a su lado antes de
proyectar la película. “Yo hacía faenas para estar castigado para no ir a
aquel cine” donde el cura tenía las manos más largas que nunca cuando
se apagaba la luz, recuerda José Sobrino.
Hijo, también, de madre soltera, a Ángel le quedan recuerdos tan
amargos como a su amigo. No pudo casarse nunca. “No quise, creo que
podría haber hecho mucho daño a mi pareja; cuando la he tenido, al final
he acabado cortando, pero nunca contaré por qué. Tampoco he querido ir a
psicólogos, no puedo ahondar en el tema”. Las pesadillas siguen
visitándolo algunas noches. La edad es un factor que juega a la contra:
cuantos más años se cumplen más nítida vuelve la infancia.
Él sufrió lo indecible porque mojaba la cama por las noches, así que
salía a paliza diaria. Le ponían boca abajo en el colchón, con los
brazos y las piernas estiradas formando una equis y le daban golpes con
un palo en los testículos y en el culo. Duchas frías, el tímpano
reventado de las bofetadas, días sin comer, rebuscando en la basura y
viviendo de la picaresca que desarrollaban los amigos para ayudar al que
más sufría.
En marzo de 1968, los periodistas José Luis Navas y Joana Biarnés hicieron un reportaje en aquel centro para el periódico Pueblo.
A pesar de que la visita no era por sorpresa, no hubo forma de ocultar
los maltratos y algunas fotos y varios reportajes revelaron unas formas
de atender a estos niños que eran infames incluso para la brutalidad de
la época.
Todo cambió desde entonces, recuerda Ángel. Poco a poco… Pero
los periodistas recibieron lo suyo. Los curas azuzaron a los muchachos
contra ellos por difamar. “En el sermón nos arengaron contra ellos, y al
salir ese día, era domingo y nosotros ya mayorcitos, nos liamos a
pedradas contra ellos, que andaban por allí. Se tuvieron que refugiar en
un edificio anexo que regentaban unas monjas. Nos tenían completamente
adoctrinados”.
Como que algunas mujeres salían de aquellos internados, que se
repetían por toda España, sin saber que para viajar en un autobús había
que pagar, por ejemplo. “Eran analfabetos funcionales, toda la vida
ingresados en esos centros”, dice Armengou. La formación para ellas fue
más deficiente. A los chicos, llegada una edad, solían enseñarles algún
oficio que les podía servir cuando recobraban la libertad.
Otros han vivido para contarlo. Y el hecho de hacerlo para el libro y
el documental les ha proporcionado un tardío alivio que no esperaban.
Contando esto he recuperado estabilidad emocional y me he quitado muchos
fantasmas de encima”, se despide por teléfono José Sobrino, desde
Extremadura, donde vive ahora.
El libro quedará en la mesilla de noche para recordarles cuando
despierten atormentados que aquello fue real, pero que la pesadilla ya
pasó. Aunque nadie haya pedido perdón todavía." (Carmen Morán, El País, 14/06/16)
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