30/6/16

Cuando los cazadores de cabezas se retiraban a sus guaridas, solían recorrer las calles los agentes de la «resistencia», a «pasar gente, a rescatar topos, a liberar perseguidos y a salvar amenazados


"(...) Pero si ya es difícil andar por el mundo cuando se ha convertido este en campo de batalla y desde todos los rincones, esquinas y azoteas te vigilan por si te equivocas de ruta, para un obrero sin trabajo y con la carga soberana de una familia, la cuestión alcanzaba situaciones de auténtica desesperación. 

Al abandonar a la fuerza en la primera de mis detenciones la plaza de Regente en la Imprenta Moderna, obvio es decir que cuando conseguí la libertad o me la concedieron por la indudable influencia del santo de mi devoción, y acudí a incorporarme a mi puesto de trabajo, me encontré como era lógico esperar, con que el puesto había sido ocupado, y no era cosa de despedir a nadie por mi culpa, por mi grandísima culpa, según los más piadosos de la localidad.

Fue entonces cuando saltó o mejor se interpuso cordialmente, generosamente en mi camino, aquel Don Victorio Campos, el cura que aceptó el arriesgado encargo de salvar al teniente Emilio Fernández de los gañafonazos que en la capital del Reino astur-leonés le preparaban sus ex compañeros. 

No se si lo he confesado en anteriores trancos de este relato, un tanto abrupto y desordenado, pero me importa declarar que no todos los curas de la Diócesis de León se ajenaron de su compromiso cristiano para con los feligreses, fueran del color que fueran, o se entregaron atados de conciencia a los desmanes santificados de los cazadores de cabezas; gracias a la intervención de algunos de ecos sacerdotes beneméritos, se salvaron gentes acosadas.

 Este Don Victorio era un hombre de talla corpulenta, de apasionado acento, de ademán totalizador. Infundía confianza su sola presencia y, como hijo de la gleba en la tierra de Campos, era abierto, comprensivo y misericordioso.

 Cuando, en mi divagar por la Ciudad, sentía el cansancio metido en el alma, acudía a Don Victorio. Nada podía remediar, pero me alentaba, me sostenía y en momentos en los cuales ya la sombra del hambre me rondaba, me ofreció el pan de la caridad.  (...)

Puede decirse que mi vida entonces aparecía establecida entre el cura González de Lama, y su biblioteca de Azcárate, y este sacerdote precursor de la doctrina de la liberación que me tenía como su primer y más seguro acólito social.

 Y como no hay dos sin tres, según el refrán, a estos dos sacerdotes se unió otro no menos singular, Don Luis López Santos, que era Catedrático de Literatura en el Instituto y quizá por eso atraído por mi pequeña resonancia provinciana de poeta con argumento real. (...)

Y lo de mi afición al clero, no era ni mucho menos, y lo declaro ahora, a sesenta años vista, en que pudiera buscar salidas a esta clerofilia mía, respondía perfectamente no tan solo a la calidad humana de aquellos tres hombres que me habían admitido en su amistad sin recelos ni réplicas, sin exigencias ni imposiciones, sino que incluso, en los momentos verdaderamente graves de mi aventura, fueron capaces de salir en mi defensa. 
Y en un Estado de lo que después se dio en llamar nacional-catolicismo, conseguir que al menos el cura de tu parroquia te considerara como un ser digno de respeto, ya era mucho.

Y este acomodamiento proyector, no buscado sino llegado a mi por muy distintos caminos, tuvo después la máxima garantía cuando aquel obispo renacentista, Don Luis Almarcha, desde su alto puesto de consiliario o algo parecido del sistema sindical de la España ya instalada en sus esquemas franquistas, puso en las cuerdas a algún retrasado generacional que acudió con nuevas denuncias ante las autoridades instituidas. Salió en mi defensa el Obispo y allí mismo quedó zanjada la cuestión.  (...)

Se instaban en el Cuadro general nombres que arrastraban leyendas o que suponían amenazas: «El Legionario», (José Velarde) paseaba su facha altiva y belicosa por las calles y plazas de la Ciudad poniendo pánico en quienes osaban mirarle. Se decía que en algún momento había sido visto paseando con la oreja de un cautivo rojo clavada en un machete de munición...

«El moro Juan» se hizo famoso en los entresijos del Barrio de Santa Ana, siempre a lo que se sabía detrás de alguna doncella en flor o no tanto. Los hermanos «Robert» se habían caracterizado por su temperamento violento y su disposición en todo momento para ejercer un oficio turbio de matones.

A los establecimientos llamados públicos, solamente acudían los muy seguros de su condición de fieles a los principios del movimiento, militares y milicianos, con exclusión casi absoluta de paisanos, hasta tal punto que cuando por pura extravagancia se le ocurría a un paisano acudir a un café se producía un movimiento como de pasmo ante la intromisión del audaz, y no era extraño que el tal atrevido tuviera que dar explicaciones serias si quería seguir disfrutando del privilegio.

Si en la pantalla de alguno de los cines que en la Ciudad funcionaban todavía, aparecía alguna de las figuras principales del capítulo castrense o alguna bandera simbólica, los espectadores, puestos en pie, se obligaban a entonar canciones y a saludar con el brazo extendido y en lo alto las estrellas.

Se producían situaciones más que grotescas, surrealistas. En cárceles y penales los reclusos se veían obligados e entonar los himnos reglamentados ante los peroles del rancho...

Y así que llegaba la noche, la Ciudad quedaba vacía, o mejor, convertida en un estrafalario cuartel de milicias distintas y aún rivales, de moriscos y cristianos en pos de los lugares en donde se le ofrecía al guerrero el enervante descanso del amor simulado. (...)

Y no hice más que asomarme a la puerta de la calle y apareció mi madre, tan temblorosa, tan agitada y convulsa, que me temí que algo grave pudiera haber sucedido en mi ausencia.

-¡Hijo! ¡Han venido a avisarnos!

-¿De qué?

-Te buscan, hijo.

-¿Otra vez?

Pese a todos los peligros que el ejercicio del noble deporte de ayudar al prójimo como a uno le gustaría ser ayudado, en León quedaban gentes animosas que así que tenían ocasión, rompían todas las clausuras y ordenaciones y acudían a proponer el remedio.

En las primeras horas de la mañana, que era cuando los cazadores de cabezas se retiraban a sus guaridas, solían recorrer las calles los agentes de la «resistencia», quiere decirse los que llegaban a la Ciudad cruzando montes, a «pasar gente, a rescatar topos, a liberar perseguidos y a salvar amenazados. 
Se ocultaban una vez avisados los interesados en la fuga y por la noche se organizaban las caravanas hacia las tierras asturianas. A la misma hora todavía las calles envueltas en la bruma del amanecer, aparecían los misteriosos avisadores. Con infinitas precauciones, se acercaban al lugar en el cual se escondía el perseguido o el amenazado simplemente, y comunicaban su mensaje:

-¡Dígale que tenga cuidado! Van a venir a por él.

No quedaba otra salida: Había que esconderse. En el fondo de la tierra si fuera preciso. (Gentes como uno de los Monges, permaneció más de treinta años metido en una Bodega). Yo tenía la experiencia de mi reclusión en la escalerona de La Corredera. Se reunió el Gran Consejo, formado por Curra, mi novia eterna, mis hermanas y mi madre. (¡Dios, que coraje sacaron las mujeres de España en la monstruosa peripecia del treinta y seis!) Y después de una muy breve deliberación, porque ni el tiempo daba para más ni el miedo para menos, se acordó esconderme en el habitáculo ocupado por una lejana parienta de Curra, la cual aceptó el arriesgado encargo mediante el abono de un cánon pagadero en dinero y en especies. Se trataba de un reducido sotabanco, con una cama dominando el único salón; con una cocina que es donde solía hacer su vida y sus milagros mi hospedera y en una esquina de la estancia una especie de cuartón trastero, al que había que acceder arrastrándose y permanecer en él tumbado. El lugar resultaba espantoso y la postura a la que me obligaba verdaderamente torturadora. Pero «¡Peor sería no verlo y no tener con que mear!», me replicaba la señora, con lo que venía a sugerirme que si no me encontraba a gusto tenia opción y libertad plena para marcharme con la música a otra parte.

Y como la cueva pertenecía a un edificio ocupado en sus partes más nobles por una Madama, dedicada a mercadería de carne blanca para moros y cristianos, a lo que me obligaba era a permanecer encerrado así que se clausuraban las luces del día y comenzaban las sombras cómplices de la noche y se producía el intenso ferial del amor a precio fijo.

Ya ha sido derribado el edificio que durante días y días me albergó, y cuando paso por lo que antes fuera plaza de Santa Ana, campo de prueba y de observación de la aguda Picara Justina, la bulliciosa mesonera mansillesa que dio con sus huesos en esta barriada historiada, intento descubrir el lugar exacto en el que estaba enclavado el refugio.

Por otra parte, la vida y milagros de la zona parecían tener su correspondiente edición en rústica en aquel refugio tan escaso de espacio pero tan acogedor para gentes descarriadas y de pocos empeños. Desde mi gatera, en la que permanecía tieso y silencioso, escuchaba la llamada y seguía todo el episodio amoroso. Mi patrona tenia sin duda montado su negocio clandestino y merced a este comercio, en tiempos de guerra tan frecuentado, la mujer resolvía todos su problemas económicos con cierta soltura.  (...)

 Victoriano Crémer."                      (Búscame en el ciclo de la vida, 27/06/16)

No hay comentarios: