"(...) Pero si ya es difícil andar por el mundo cuando se ha convertido
este en campo de batalla y desde todos los rincones, esquinas y azoteas
te vigilan por si te equivocas de ruta, para un obrero sin trabajo y con
la carga soberana de una familia, la cuestión alcanzaba situaciones de
auténtica desesperación.
Al abandonar a la fuerza en la primera de mis
detenciones la plaza de Regente en la Imprenta Moderna, obvio es decir
que cuando conseguí la libertad o me la concedieron por la indudable
influencia del santo de mi devoción, y acudí a incorporarme a mi puesto
de trabajo, me encontré como era lógico esperar, con que el puesto había
sido ocupado, y no era cosa de despedir a nadie por mi culpa, por mi
grandísima culpa, según los más piadosos de la localidad.
Fue entonces cuando saltó o mejor se interpuso
cordialmente, generosamente en mi camino, aquel Don Victorio Campos, el
cura que aceptó el arriesgado encargo de salvar al teniente Emilio
Fernández de los gañafonazos que en la capital del Reino astur-leonés le
preparaban sus ex compañeros.
No se si lo he confesado en anteriores
trancos de este relato, un tanto abrupto y desordenado, pero me importa
declarar que no todos los curas de la Diócesis de León se ajenaron de su
compromiso cristiano para con los feligreses, fueran del color que
fueran, o se entregaron atados de conciencia a los desmanes santificados
de los cazadores de cabezas; gracias a la intervención de algunos de
ecos sacerdotes beneméritos, se salvaron gentes acosadas.
Este Don
Victorio era un hombre de talla corpulenta, de apasionado acento, de
ademán totalizador. Infundía confianza su sola presencia y, como hijo de
la gleba en la tierra de Campos, era abierto, comprensivo y
misericordioso.
Cuando, en mi divagar por la Ciudad, sentía el cansancio
metido en el alma, acudía a Don Victorio. Nada podía remediar, pero me
alentaba, me sostenía y en momentos en los cuales ya la sombra del
hambre me rondaba, me ofreció el pan de la caridad. (...)
Puede decirse que mi vida entonces aparecía establecida entre el cura
González de Lama, y su biblioteca de Azcárate, y este sacerdote
precursor de la doctrina de la liberación que me tenía como su primer y
más seguro acólito social.
Y como no hay dos sin tres, según el refrán, a
estos dos sacerdotes se unió otro no menos singular, Don Luis López
Santos, que era Catedrático de Literatura en el Instituto y quizá por
eso atraído por mi pequeña resonancia provinciana de poeta con argumento
real. (...)
Y lo de mi afición al clero, no era ni mucho menos, y lo declaro
ahora, a sesenta años vista, en que pudiera buscar salidas a esta
clerofilia mía, respondía perfectamente no tan solo a la calidad humana
de aquellos tres hombres que me habían admitido en su amistad sin
recelos ni réplicas, sin exigencias ni imposiciones, sino que incluso,
en los momentos verdaderamente graves de mi aventura, fueron capaces de
salir en mi defensa.
Y en un Estado de lo que después se dio en llamar
nacional-catolicismo, conseguir que al menos el cura de tu parroquia te
considerara como un ser digno de respeto, ya era mucho.
Y este acomodamiento proyector, no buscado
sino llegado a mi por muy distintos caminos, tuvo después la máxima
garantía cuando aquel obispo renacentista, Don Luis Almarcha, desde su
alto puesto de consiliario o algo parecido del sistema sindical de la
España ya instalada en sus esquemas franquistas, puso en las cuerdas a
algún retrasado generacional que acudió con nuevas denuncias ante las
autoridades instituidas. Salió en mi defensa el Obispo y allí mismo
quedó zanjada la cuestión. (...)
Se instaban en el Cuadro general nombres que arrastraban leyendas o
que suponían amenazas: «El Legionario», (José Velarde) paseaba su facha
altiva y belicosa por las calles y plazas de la Ciudad poniendo pánico
en quienes osaban mirarle. Se decía que en algún momento había sido
visto paseando con la oreja de un cautivo rojo clavada en un machete de
munición...
«El moro Juan» se hizo famoso en los
entresijos del Barrio de Santa Ana, siempre a lo que se sabía detrás de
alguna doncella en flor o no tanto. Los hermanos «Robert» se habían
caracterizado por su temperamento violento y su disposición en todo
momento para ejercer un oficio turbio de matones.
A los establecimientos llamados públicos,
solamente acudían los muy seguros de su condición de fieles a los
principios del movimiento, militares y milicianos, con exclusión casi
absoluta de paisanos, hasta tal punto que cuando por pura extravagancia
se le ocurría a un paisano acudir a un café se producía un movimiento
como de pasmo ante la intromisión del audaz, y no era extraño que el tal
atrevido tuviera que dar explicaciones serias si quería seguir
disfrutando del privilegio.
Si en la pantalla de alguno de los cines que
en la Ciudad funcionaban todavía, aparecía alguna de las figuras
principales del capítulo castrense o alguna bandera simbólica, los
espectadores, puestos en pie, se obligaban a entonar canciones y a
saludar con el brazo extendido y en lo alto las estrellas.
Se producían situaciones más que grotescas,
surrealistas. En cárceles y penales los reclusos se veían obligados e
entonar los himnos reglamentados ante los peroles del rancho...
Y así que llegaba la noche, la Ciudad quedaba
vacía, o mejor, convertida en un estrafalario cuartel de milicias
distintas y aún rivales, de moriscos y cristianos en pos de los lugares
en donde se le ofrecía al guerrero el enervante descanso del amor
simulado. (...)
Y no hice más que asomarme a la puerta de la calle y apareció mi
madre, tan temblorosa, tan agitada y convulsa, que me temí que algo
grave pudiera haber sucedido en mi ausencia.
-¡Hijo! ¡Han venido a avisarnos!
-¿De qué?
-Te buscan, hijo.
-¿Otra vez?
Pese a todos los peligros que el ejercicio del
noble deporte de ayudar al prójimo como a uno le gustaría ser ayudado,
en León quedaban gentes animosas que así que tenían ocasión, rompían
todas las clausuras y ordenaciones y acudían a proponer el remedio.
En las primeras horas de la mañana, que era
cuando los cazadores de cabezas se retiraban a sus guaridas, solían
recorrer las calles los agentes de la «resistencia», quiere decirse los
que llegaban a la Ciudad cruzando montes, a «pasar gente, a rescatar
topos, a liberar perseguidos y a salvar amenazados.
Se ocultaban una vez
avisados los interesados en la fuga y por la noche se organizaban las
caravanas hacia las tierras asturianas. A la misma hora todavía las
calles envueltas en la bruma del amanecer, aparecían los misteriosos
avisadores. Con infinitas precauciones, se acercaban al lugar en el cual
se escondía el perseguido o el amenazado simplemente, y comunicaban su
mensaje:
-¡Dígale que tenga cuidado! Van a venir a por él.
No quedaba otra salida: Había que esconderse.
En el fondo de la tierra si fuera preciso. (Gentes como uno de los
Monges, permaneció más de treinta años metido en una Bodega). Yo tenía
la experiencia de mi reclusión en la escalerona de La Corredera. Se
reunió el Gran Consejo, formado por Curra, mi novia eterna, mis hermanas
y mi madre. (¡Dios, que coraje sacaron las mujeres de España en la
monstruosa peripecia del treinta y seis!) Y después de una muy breve
deliberación, porque ni el tiempo daba para más ni el miedo para menos,
se acordó esconderme en el habitáculo ocupado por una lejana parienta de
Curra, la cual aceptó el arriesgado encargo mediante el abono de un
cánon pagadero en dinero y en especies. Se trataba de un reducido
sotabanco, con una cama dominando el único salón; con una cocina que es
donde solía hacer su vida y sus milagros mi hospedera y en una esquina
de la estancia una especie de cuartón trastero, al que había que acceder
arrastrándose y permanecer en él tumbado. El lugar resultaba espantoso y
la postura a la que me obligaba verdaderamente torturadora. Pero «¡Peor
sería no verlo y no tener con que mear!», me replicaba la señora, con
lo que venía a sugerirme que si no me encontraba a gusto tenia opción y
libertad plena para marcharme con la música a otra parte.
Y como la cueva pertenecía a un edificio
ocupado en sus partes más nobles por una Madama, dedicada a mercadería
de carne blanca para moros y cristianos, a lo que me obligaba era a
permanecer encerrado así que se clausuraban las luces del día y
comenzaban las sombras cómplices de la noche y se producía el intenso
ferial del amor a precio fijo.
Ya ha sido derribado el edificio que durante
días y días me albergó, y cuando paso por lo que antes fuera plaza de
Santa Ana, campo de prueba y de observación de la aguda Picara Justina,
la bulliciosa mesonera mansillesa que dio con sus huesos en esta
barriada historiada, intento descubrir el lugar exacto en el que estaba
enclavado el refugio.
Por otra parte, la vida y milagros de la zona
parecían tener su correspondiente edición en rústica en aquel refugio
tan escaso de espacio pero tan acogedor para gentes descarriadas y de
pocos empeños. Desde mi gatera, en la que permanecía tieso y silencioso,
escuchaba la llamada y seguía todo el episodio amoroso. Mi patrona
tenia sin duda montado su negocio clandestino y merced a este comercio,
en tiempos de guerra tan frecuentado, la mujer resolvía todos su
problemas económicos con cierta soltura. (...)
Victoriano Crémer." (Búscame en el ciclo de la vida, 27/06/16)
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