"(...) un hombre más joven, robusto, de rasgos judíos, sentado
junto a una mujer enorme a la que miré una vez y luego seguí observan-do sin
ningún recato.
Cada detalle por debajo del sombrero de paja coronado de
flores era imponente. Podría haber sido tomada por la Mujer Gorda de un circo
—con sus mejillas carnosas y flojas y su profusa papada, la boca de labios
llenos y la mole de su cuerpo— si no fuese por los ojos atrevidos y resueltos
por encima del gran arco de su nariz, que le conferían la dignidad, la
arrogancia y el sereno poder de un gigante bíblico sobre cuya cabeza algún
demente ha tenido la temeridad de arrojar un sombrero de mujer.
Su manera de
hablar estaba en concordancia con su figura. Sin utilizar ninguna de las
delicadezas de la conversación civilizada, tronaba dirigiéndose a mí, de un
extremo al otro de la mesa ocupada por el grupo, con la resuelta franqueza de
una emperatriz cuya palabra fuese ley.
—Bien, joven —dijo, y advertí que todos dejaron de hablar
cuando ella abrió la boca—, ¿de dónde viene usted? ¿Nueva York? ¿Y cómo está
Nueva York? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi esa vieja y querida ciudad.
Supongo que debe estar igual. Tenían la famosa Prohibición cuando yo estaba
allí. No era un lugar para las de mi tipo.
Dejó escapar una risotada estruendosa, y cuando yo la imité,
se echó a reír de nuevo y me estudió con ojo apreciativo. «Aun así, sin duda me
habría ido mejor si me hubiese quedado allí... Dígame, ahora que están ustedes
aquí, ¿qué van a hacer? Si no liquidan al cerdo pronto, luego encontrarán difícil
la salida.
¡Esas ratas! No tienen nada que perder; están bien entrenadas para
el crimen, y cuando tienen hambre... Ah, ojalá pudiésemos disfrutar un poco de
su comida... ¡Se necesita mucho para llenar este viejo acorazado!».
Mientras se palmeaba el cuerpo con una mano enorme,
aproveché la oportunidad para abrir mi macuto. Me puse de pie y vacié su
contenido sobre la hierba. Al ver los cigarrillos, los dulces, las barras de
chocolate, la goma de mascar, una exclamación sofocada brotó del grupo; la niña
Bobbie soltó un grito de excitación, y John echó a andar sobre sus manos y
rodillas con su madre detrás. Mientras Florence lo levantaba del suelo, justo a
mis pies, me las arreglé para susurrarle al oído: «¿Quién diablos es ella?».
—Una de las maravillas del mundo —me respondió en un
murmullo.
Un segundo después volví a oír la voz atronadora.
—Dígame, ¿qué es lo que tiene usted ahí, joven? ¿Veo acaso
cigarros? \Gott, no he tenido un cigarro desde que estuve en Dachau!
Miré hacia ella. Luego levanté un cigarro, y mientras se lo
alcanzaba le lancé una mirada dubitativa que ella no dejó de advertir.
«Venga y siéntese aquí, joven», dijo en respuesta a mi
silencioso desafío. «Lo siento, supongo que soy un tanto peculiar. No soy
ninguna heroína. No vaya a hacerse esa idea. Para ser un héroe debe usted saber
lo que es el miedo. Soy algo rara en ese sentido; no recuerdo haberle tenido miedo a
nadie, jamás.
No sufrí demasiado en el hoyo pestilente. A decir verdad, solo me
tuvieron tres semanas allí. Cuando esos cerdos de los guardias empezaron a
acosarme, me volví hacia ellos y les solté algo de lo que pensaba.
No estoy
acostumbrada a ser tratada así, les dije, y amenacé con denunciarlos. Oh, también
puedo ser un poquito pendenciera... cuando me lo propongo. La única gente a la
que los matones respetan, sabe usted, son los matones. Así es, conseguía mis
cigarros sin problemas..., y hasta comía algo a lo que se podía llamar comida.
¡Esas ratas! Mi familia se dedicaba al negocio del vino.
¿Qué hicieron las
ratas? Cargaron la bodega entera para Austria y reventaron la casa, los
muebles, todo. ¿Para qué? ¡Porque las ratas vieron que eso era bueno! ¿Cómo
entienden eso ustedes, los americanos? Esto es el Mal, organizado a escala de
producción masiva. Son infecciosos, portadores de odio.
Actúan desde las
profundidades de la desesperación, desde el miedo incontrolable. Ellos siempre
destruirán al bueno, al pobre, al débil... ¡Porque el pobre, el viejo, el débil,
las flores en la pradera, amigo mío, son aquello a lo que más le temen, y lo
que más quieren destruir!».
La mujer dio una calada a su cigarro y se levantó.
—Kinder!—vociferó—. Tengo que irme. Mein Lieber—agregó,
volviéndose hacia el joven robusto que estaba a su lado—, mostremos a nuestro
amigo americano lo que tenemos que agradecerle a su Gobierno Militar.
Los seguí a través del jardín y rodeamos la casa por detrás.
Allí, para mi admiración, había un elegante y lustroso automóvil color
feldgrau: un bajo y poderoso Mercedes Benz.
—Ja —dijo la mujer, abriendo la puerta mientras el hombre
robusto se instalaba en el asiento del conductor—. Ja, sucede que yo sé a quién
perteneció este pequeño juguete. Y lo que es más, sé dónde se encuentra.
Cuando
el Gobierno Militar tenga la amabilidad de permitirme obtener un poco más de gasolina, voy a ahorrarles a esos buenos muchachos
alguna molestia. Voy a ir a Munich —amartilló su cigarro a la manera de un
revólver— ¡y bang!, para ese será el fin. Bien, adiós, joven... ¡Gracias por el
cigarro, y déle mis saludos a la vieja y querida Nueva York!
Más tarde, mientras estábamos alrededor de la mesa, tomando
una sopa muy clara de lentejas con salchichas picadas —que mis huéspedes
insistieron en que yo compartiera— les comuniqué mi perplejidad por el hecho de
que una mujer así se las hubiese arreglado para atravesar indemne los recientes
años de Alemania.
Ellos vieron de inmediato lo difícil que me resultaba creer
incluso en aquello que había oído, pues enseguida los dos Hart dijeron al
unísono: «Debes creerlo. Si alguna vez ha habido una mujer que no miente, que
se merece un Mercedes y mucho más, es ella.
Lo que ella no te dijo es que la
única vez que realmente estuvo en peligro fue cuando un guardián de Dachau la
sorprendió pasándole trozos de su comida a un pobre diablo que se estaba
muriendo de hambre. La castigaron. Pero eso no la detuvo. Siguió haciéndolo día
tras día».
—¿Quién era el hombretón que estaba con ella? —pregunté.
—Su hijo —dijo Florence—. Estuvo tres años en el frente
ruso, como muchos otros míschlings. A la mayoría de ellos los mataron. Y a sus
padres arios, en lugar de notificarles que sus hijos habían caído en el frente,
les enviaban las cenizas con una nota que decía que les habían disparado mientras
trataban de escapar.
Desde entonces le he contado a mucha gente lo poco que sé de
esa mujer. Todos aquellos que nunca vivieron en la Alemania nazi se mostraron
incrédulos; pero algunos de los que sí habían vivido allí, que habían sufrido y
sobrevivido a aquello, dijeron: «Sí, lo creo. Yo conocí a personas como esa. En
verdad existían. Pero solamente a un puñado esa manera de actuar les salió
bien».
(James Stern:
El daño oculto. Un viaje a la
Alemania de postguerra junto a W. H. Auden.
Ed. Lengua de trapo, Madrid, 2010 (1ª 1947), p. 208-211)
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