23/10/15

Cuando esos cerdos de los guardias empezaron a acosarme, me volví hacia ellos y les solté algo de lo que pensaba. La única gente a la que los matones respetan, sabe usted, son los matones

"(...) un hombre más joven, robusto, de rasgos judíos, sentado junto a una mujer enorme a la que miré una vez y luego seguí observan-do sin ningún recato.

Cada detalle por debajo del sombrero de paja coronado de flores era imponente. Podría haber sido tomada por la Mujer Gorda de un circo —con sus mejillas carnosas y flojas y su profusa papada, la boca de labios llenos y la mole de su cuerpo— si no fuese por los ojos atrevidos y resueltos por encima del gran arco de su nariz, que le conferían la dignidad, la arrogancia y el sereno poder de un gigante bíblico sobre cuya cabeza algún demente ha tenido la temeridad de arrojar un sombrero de mujer. 

Su manera de hablar estaba en concordancia con su figura. Sin utilizar ninguna de las delicadezas de la conversación civilizada, tronaba dirigiéndose a mí, de un extremo al otro de la mesa ocupada por el grupo, con la resuelta franqueza de una emperatriz cuya palabra fuese ley.

—Bien, joven —dijo, y advertí que todos dejaron de hablar cuando ella abrió la boca—, ¿de dónde viene usted? ¿Nueva York? ¿Y cómo está Nueva York? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi esa vieja y querida ciudad. Supongo que debe estar igual. Tenían la famosa Prohibición cuando yo estaba allí. No era un lugar para las de mi tipo.

Dejó escapar una risotada estruendosa, y cuando yo la imité, se echó a reír de nuevo y me estudió con ojo apreciativo. «Aun así, sin duda me habría ido mejor si me hubiese quedado allí... Dígame, ahora que están ustedes aquí, ¿qué van a hacer? Si no liquidan al cerdo pronto, luego encontrarán difícil la salida. 

¡Esas ratas! No tienen nada que perder; están bien entrenadas para el crimen, y cuando tienen hambre... Ah, ojalá pudiésemos disfrutar un poco de su comida... ¡Se necesita mucho para llenar este viejo acorazado!».

Mientras se palmeaba el cuerpo con una mano enorme, aproveché la oportunidad para abrir mi macuto. Me puse de pie y vacié su contenido sobre la hierba. Al ver los cigarrillos, los dulces, las barras de chocolate, la goma de mascar, una exclamación sofocada brotó del grupo; la niña Bobbie soltó un grito de excitación, y John echó a andar sobre sus manos y rodillas con su madre detrás. Mientras Florence lo levantaba del suelo, justo a mis pies, me las arreglé para susurrarle al oído: «¿Quién diablos es ella?».

—Una de las maravillas del mundo —me respondió en un murmullo.

Un segundo después volví a oír la voz atronadora.

—Dígame, ¿qué es lo que tiene usted ahí, joven? ¿Veo acaso cigarros? \Gott, no he tenido un cigarro desde que estuve en Dachau!

Miré hacia ella. Luego levanté un cigarro, y mientras se lo alcanzaba le lancé una mirada dubitativa que ella no dejó de advertir.

«Venga y siéntese aquí, joven», dijo en respuesta a mi silencioso desafío. «Lo siento, supongo que soy un tanto peculiar. No soy ninguna heroína. No vaya a hacerse esa idea. Para ser un héroe debe usted saber lo que es el miedo. Soy algo rara en ese sentido; no recuerdo haberle tenido miedo a nadie, jamás.

 No sufrí demasiado en el hoyo pestilente. A decir verdad, solo me tuvieron tres semanas allí. Cuando esos cerdos de los guardias empezaron a acosarme, me volví hacia ellos y les solté algo de lo que pensaba. 

No estoy acostumbrada a ser tratada así, les dije, y amenacé con denunciarlos. Oh, también puedo ser un poquito pendenciera... cuando me lo propongo. La única gente a la que los matones respetan, sabe usted, son los matones. Así es, conseguía mis cigarros sin problemas..., y hasta comía algo a lo que se podía llamar comida. ¡Esas ratas! Mi familia se dedicaba al negocio del vino.

 ¿Qué hicieron las ratas? Cargaron la bodega entera para Austria y reventaron la casa, los muebles, todo. ¿Para qué? ¡Porque las ratas vieron que eso era bueno! ¿Cómo entienden eso ustedes, los americanos? Esto es el Mal, organizado a escala de producción masiva. Son infecciosos, portadores de odio.

 Actúan desde las profundidades de la desesperación, desde el miedo incontrolable. Ellos siempre destruirán al bueno, al pobre, al débil... ¡Porque el pobre, el viejo, el débil, las flores en la pradera, amigo mío, son aquello a lo que más le temen, y lo que más quieren destruir!».

La mujer dio una calada a su cigarro y se levantó.

—Kinder!—vociferó—. Tengo que irme. Mein Lieber—agregó, volviéndose hacia el joven robusto que estaba a su lado—, mostremos a nuestro amigo americano lo que tenemos que agradecerle a su Gobierno Militar.

Los seguí a través del jardín y rodeamos la casa por detrás. Allí, para mi admiración, había un elegante y lustroso automóvil color feldgrau: un bajo y poderoso Mercedes Benz.

—Ja —dijo la mujer, abriendo la puerta mientras el hombre robusto se instalaba en el asiento del conductor—. Ja, sucede que yo sé a quién perteneció este pequeño juguete. Y lo que es más, sé dónde se encuentra. 

Cuando el Gobierno Militar tenga la amabilidad de permitirme obtener un poco más de gasolina, voy a ahorrarles a esos buenos muchachos alguna molestia. Voy a ir a Munich —amartilló su cigarro a la manera de un revólver— ¡y bang!, para ese será el fin. Bien, adiós, joven... ¡Gracias por el cigarro, y déle mis saludos a la vieja y querida Nueva York!

Más tarde, mientras estábamos alrededor de la mesa, tomando una sopa muy clara de lentejas con salchichas picadas —que mis huéspedes insistieron en que yo compartiera— les comuniqué mi perplejidad por el hecho de que una mujer así se las hubiese arreglado para atravesar indemne los recientes años de Alemania. 

Ellos vieron de inmediato lo difícil que me resultaba creer incluso en aquello que había oído, pues enseguida los dos Hart dijeron al unísono: «Debes creerlo. Si alguna vez ha habido una mujer que no miente, que se merece un Mercedes y mucho más, es ella. 

Lo que ella no te dijo es que la única vez que realmente estuvo en peligro fue cuando un guardián de Dachau la sorprendió pasándole trozos de su comida a un pobre diablo que se estaba muriendo de hambre. La castigaron. Pero eso no la detuvo. Siguió haciéndolo día tras día».

—¿Quién era el hombretón que estaba con ella? —pregunté.

—Su hijo —dijo Florence—. Estuvo tres años en el frente ruso, como muchos otros míschlings. A la mayoría de ellos los mataron. Y a sus padres arios, en lugar de notificarles que sus hijos habían caído en el frente, les enviaban las cenizas con una nota que decía que les habían disparado mientras trataban de escapar.

Desde entonces le he contado a mucha gente lo poco que sé de esa mujer. Todos aquellos que nunca vivieron en la Alemania nazi se mostraron incrédulos; pero algunos de los que sí habían vivido allí, que habían sufrido y sobrevivido a aquello, dijeron: «Sí, lo creo. Yo conocí a personas como esa. En verdad existían. Pero solamente a un puñado esa manera de actuar les salió bien».         

(James  Stern:  El daño oculto.  Un viaje a la Alemania de postguerra junto a W. H. Auden.  Ed. Lengua de trapo, Madrid, 2010 (1ª 1947), p. 208-211)

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