"(...) Tombuctú -aquí exhibido aún en los cines como Timbuktu por razones que
se me escapan y que deben estar ligados a la pronunciación anglosajona-
es uno de esos filmes ante los que el espectador no sabe muy bien si ha
visto la película más bella jamás imaginada o la más brutal historia de
un pueblo sometido a la intemperancia del fanatismo en nombre de
Alá-Dios.
Todo es hermoso; la naturaleza, las gentes, los colores del
desierto, el ritmo tranquilo de quien no tiene prisa porque todo lo fía
al destino. Y sin embargo no hay nada en esta espectacular narración
cinematográfica que no produzca desasosiego, dolor, angustia, y hasta
esas dosis de desesperación ante lo inevitable de ese destino; un cabrón
que al final siempre se sale con la suya. (...)
Llegan los yihadistas para imponer la prohibición de aquellos placeres
que hacían de una ciudad un lugar difícil pero grato. Vivir y dejar
vivir se ha convertido en una tarea cada vez más ardua desde que un
puñado de descerebrados, aquí y allá, decidieron que para que ellos
sobrevivieran henchidos de orgullo y superadas sus humillaciones, fuera
menester cumplir con el dogma.
Dios, que siempre fue mudo desde que lo
inventaron, necesita intermediarios que sepan interpretar sus gestos.
Nacieron los brujos y luego los sumos sacerdotes y por fin los augures,
los rabinos, los imanes, los curas, los pastores luteranos… Mientras
ellos aseguren tener la llave de la eternidad siempre habrá quien piense
que lo mejor es creer en el por-si-acaso. (...)
Hace cincuenta años nosotros vivíamos situaciones similares, aunque
sin desierto, ni jaimas, ni turbantes, ni apelaciones a Alá y a su
Profeta.
Sinceramente hablando, sin acritud pero con memoria, hay secuencias
de Tombuctú que evocaban mi infancia durante la Semana Santa en Oviedo,
allá por los años cincuenta del pasado siglo, cuando se suspendía todo
lo que no fuera ir a las iglesias a rezar, arrodillarse en las
procesiones y estar atento a que el vecino o vecina no te denunciara por
no asistir a los rituales de la fe. Nuestro alivio es la distancia, que
según la canción es el olvido.
Una sociedad radiante de luz, tranquila, sin pretensión alguna que no
sea vivir conforme a sus creencias, que incluyen no fastidiar al vecino
y respetar las tradiciones, ha de enfrentarse a un cambio radical. La
aparición del pecado en todas las formas de que son capaces los que
tiene sed de mal: las mujeres en primer lugar, la música, la alegría, la
danza, el arte.
¡Qué hermosas ropas llevan las mujeres en Tombuctú! Y
es obvio que son ellas las que asumen el peso de la vida dura. La
revolución que transformará el islam, como la que sembrará el
cristianismo de otra cosa que no sean los rituales, será la mujer. O
será ella o habrá que esperar tanto tiempo que algunos nos quedaremos
con esos machos cabríos dedicados a cortar cuellos, inmolar inocentes o
sacar pecho ante ciudadanos desarmados.
Es tan rico en secuencias Tombuctú que algunas no puedo quitármelas
de la cabeza porque son como lecciones de sensibilidad. Inolvidable el
encuentro entre el imán tradicional de Tombuctú, indignado porque una
doncella ha sido tomada por la fuerza por un yihadista arrogante, que
trata de explicar lo indigno del acto ante el jefe militar de los
ocupantes y el juez musulmán estricto conocedor de la charia y del
crimen en nombre de Dios. Donde hay un arma cargada, allá está el poder.
No existen argumentos que puedan detener la máquina de la opresión,
porque el miedo hace a los jueces de la charia humildes sicarios y
convierte a los depositarios del saber antiguo en modestos
representantes de un pasado que se ha barrido con la evidencia de una
kaláshnikov.
Quizá lo que más llame la atención de este filme inolvidable es la dignidad de las víctimas. (...)
Como una plaga inquisitorial que de pronto hubiera decidido: todo lo
que para ustedes era gratificante, desde la vida en común hasta el arte,
queda a partir de ahora absolutamente prohibido. Esas manos de mujer
que servían para vender pescado o acariciar a sus maridos deberán estar
cubiertas de guantes de lana. ¡Guantes de lana en el desierto africano!
Lo atrabiliario de la barbarie siempre está dominado por la ignorancia.
Una decisión arbitraria e irresponsable convertida en ley ejecutiva se
transforma en algo cómico, de un surrealismo entre criminal y exótico.
Recuerdo, porque ya nadie lo recuerda, aquella decisión de Mao, allá por
los años cincuenta, de liquidar todos los gorriones que se comían gran
parte de la cosecha.
Guardo las fotos de los camiones llenos de
pajarillos y los gestos ufanos de los campesinos ante aquella estupidez
de consecuencias incalculables. Los años siguientes, los mosquitos y las
larvas destrozaron más cosechas que los pajarillos. Se anuló la orden y
a otra cosa.
Pues algo así está presente en este filme feliz y doloroso que se
abre y se cierra con una gacela que corre desesperada ante unos ansiosos
soldados dispuestos a liquidarla. No se sabe si para comerla o porque
es lo único ser vivo y hermoso y rebelde entre el secarral inhóspito de
las dunas. Esa gacela, como la libertad, corre y corre para que no la
atrapen ni la agujereen. (...)
Europa entera se mató en millones de vidas humanas y no respetó ni la
belleza nada agresiva de sus obras de arte -¿cabría recordar Dresde,
arrasada tras una frivolidad criminal del futuro premio Nobel de
Literatura Winston Churchill?- por algo que no era Dios, ni su variante
musulmana de Alá, sino por la Patria, así con mayúscula. Dos guerras
mundiales y otras tantas parciales arrasaron poblaciones enteras porque
Dios había escogido su Patria como inspiración definitiva de la
humanidad presente y futura.
Ni Dios, ni Patria, ni Rey. Las guerras las montan los intereses de
quienes fabrican las armas y los idiotas que se lo creen. Nínive, la
inimaginable capital del imperio asirio, hace nada menos que
tropecientos siglos, en el IX antes de nuestra Era Cristiana -tan
rigurosa en matar en nombre de Dios- ha sido arrasada por otros
bárbaros. La lección es avasalladora. Como en Tombuctú: siempre ganan
los bárbaros, y la civilización sobrevive como un hilillo." (Matar en nombre de Dios, de Gregorio Morán en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 14/03/2015)
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