"(...) Sucede con la tortura, esa Dama Infame, amante del Poder, ya sea de
barniz democrático o una brutal dictadura. Ella se mantiene oculta y perversa,
pero muy querida, muy útil, gratificante siempre.
Fíjense bien, esa prostituta
del Estado se manifiesta bajo la forma de una justificación que todos hemos
escuchado tropecientas veces. Ante la inminencia de un atentado terrorista,
faltos de tiempo para evitarlo, se hace obligado torturar para acelerar la
confesión y detener la tropelía.
Falso, absolutamente falso. Jamás, salvo en
las películas para idiotas voluntarios, se ha descubierto nada a partir de la
tortura.
Porque la finalidad de la tortura no consiste en saber algún delito
oculto y por ejecutar, sino en destrozar todo vestigio humano en el que la
sufre. A partir de un momento el torturado es capaz de asumir lo que tengan a
bien hacerle decir sus verdugos. No buscan la verdad por un procedimiento
tortuoso -nunca mejor dicho-, sino obligar a asumir el papel que ellos le han
designado a la piltrafa que queda después de días, semanas o meses de martirio.
Quizá algunos lo han olvidado, otros no; pero hay una generación española que
conoció la tortura y que la sufrió en su vida o en el terror de ser susceptible
a ella. Cada vez que sale a la palestra Rodolfo Martín Villa, exministro de
Gobernación en épocas de torturadores condecorados, me viene a la nariz el olor
putrefacto con el que se perfumaba a la Dama Infame.
Lo peor de los restos
criminales de nuestra transición es la desvergüenza de los supervivientes, ya fueran
verdugos o cómplices.
No se dejen engañar más con la bomba que va a explotar o el
terrorista que prepara el atentado sangriento. La tortura no va hacia ahí; la
tortura es una fórmula de Estado para extorsionar a los enemigos.
Y su
ilegalidad, su carácter criminal es tan evidente que todos se apresuran a
enmascararla bajo justificaciones -detener un atentado inminente, proteger
nuestra seguridad de ciudadanos- tan falaces que ni ellos mismos las explican;
lo hacen sus sicarios.
¿Por qué el Comité de Inteligencia del Senado de los
EE.UU. ha levantado una discreta esquina del Gran Crimen de Estado de la mayor
potencia democrática del mundo, la supuesta depositaria de las esencias del
Derecho y la Libertad? Porque el volumen de basura acumulada amenazaba con
anegarlo todo. (...)
Si usted no airea una parte del delito, más pronto que tarde acabará
apareciendo la amplitud del crimen en toda su dimensión. Se han hecho públicas
500 páginas de atrocidades -y debemos creerlo con fe de carbonero, sin
posibilidad de salirse del guión- que forman parte de un conjunto delator que
sobrepasa las 7.000.
De creerles, apenas 119 islamistas radicales pagaron su
tributo a la Dama Infame. ¿Y por qué habríamos de creerlo, tratándose de unos
mentirosos profesionales? ¿Por qué no 1.190, o 3.000, o 480? El día que se
sepa, las almas cándidas se quedarán de un pasmo si es que no estarán ya dando
ortigas.
O sea que todo Estado imperial tiene su Kolymá siberiana para hacer
quebrar a los enemigos, someterlos a una muerte lenta, silenciosa, impune, ya
sea en la calurosa Guantánamo o desplazando sus juguetes rotos, destrozados por
la maquinaria arrasadora de la tortura, por Polonia o Rumanía, campos de
concentración poscomunistas de los que apenas sabemos nada.
Cuando el criminal de Estado que fue Dick Cheney, el matarife
ilustrado, como antes lo había sido Henry Kissinger -menos locuaz y por eso más
discreto-, sostiene que los informes de torturas de la CIA -por qué siempre se
nombra a la CIA, haciéndola asumir las aventuras de las 40 organizaciones
norteamericanas dedicadas al espionaje, denominado “inteligencia”, por ese
virtuosismo anglosajón del léxico que inventó sin saberlo Lewis Carroll en su
Alicia: los que mandan son los que ponen el nombre a las cosas-.
Pues bien,
Dick Cheney emulando a los grandes exterminadores de la historia, amén de
sostener que el informe sobre las torturas se reduce a “basura”, añade que los
torturadores “deberían ser condecorados”… si es que no lo han sido ya.
La historia de la violencia política, terrorismo incluido, y su
vinculación a la tortura revive la leyenda del huevo y la gallina: ¿quién
procede de qué? Disquisición falaz porque al final conviven y se alimentan en
el mismo comedero.
Pero los tiempos han cambiado al menos en una cosa. No en el
lenguaje de Dick Cheney, el falsario de Iraq que convertiría buena parte del
mundo en un matadero, tan evocador de los grandes exterminadores del siglo XX,
sino en el de los ayudantes del verdugo. La aportación de la ciencia y su
correlato de expertos.
Confieso que siempre me impresionaron aquellos médicos
colegiados y sin mácula aparente que se desvivían firmando los partes
policiales sobre detenidos, físicamente irreconocibles, marcados por las
torturas en los locales policiales de la Puerta del Sol madrileña o la Via
Laietana barcelonesa. ¿Qué se “ficieron”? ¿Y sus hijos, con qué “se holgaron”?
Galenos impecables a los que ningún colegio profesional con el viejo código
deontológico colgado en la pared puso en cuestión, al contrario, los enmedalló
en medida semejante a los grandes letrados de mafiosos, honrados con la Orden
de San Raimundo de Peñafort, creada por el Caudillo en 1944.
Por eso al tiempo que siento un desprecio omnímodo por esos
supervivientes del crimen de Estado como Cheney o Martín Villa, me atraen
sobremanera los personajes que no salen en los papeles del delito, los
auténticos inspiradores de la tortura posmoderna, casi idéntica a la medieval
salvo en el lenguaje.
Se abandonan las viejas prácticas que dejan huellas, como
las cerillas sobre las uñas arrancadas y las corrientes eléctricas en los
testículos, pero se vuelve a “la bañera”, al ahogo, a las variantes de la
escopolamina, y se introduce la novedad científica de la alimentación anal… eso
que usted se niega a considerar sentado en su sillón orejero porque se trata de
descubrir la bomba que va a explotar o el atentado que puede evitarse.
El fin
que justifica los medios que tantas veces usted ha repetido como conducta
indigna.
Los
expertos. Dos psicólogos norteamericanos que acaban de salir del anonimato
porque llevan colaborando con los torturadores desde el 2002 por la módica
cantidad de 80 millones de dólares. A ellos se debe el lenguaje. Han cambiado
el apelativo de la Dama Infame; ya no es tortura sino Técnicas de
Interrogatorio Reforzadas, simplificadas en el acrónimo EIT, sus siglas en
inglés.
Un “eit” no se reduce a una sesión de tortura, sino a un “eit”. Lo
desarrollaron dos perlas de la psicología, James Mitchell y Bruce Jessen, que
tuvieron tiempo para perfeccionarse en las sesiones “eit”. ¿Existe un Nobel
para psicólogos? Si le dieron el de la Paz a Henry Kissinger, no sería una
contradicción repetir la experiencia, porque el fin justifica los medios."
(La Dama Infame, de
Gregorio Morán, La Vanguardia, en Sin Permiso, 21/12/2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario