28/3/14

Baño de sangre por cuotas

"El Politburó ni siquiera daba listas de nombres, simplemente asignada las cuo-tas de muertos por millares. El 2 de julio de 1937 ordenó a los secretarios lo-cales del Partido la detención y el fusilamiento de los «elementos antisoviéti-cos más hostiles», que debían ser condenados a la pena máxima por las troikas, unos tribunales formados por tres individuos que normalmente eran el secre-tario del Partido, el fiscal y el jefe del NKVD de la zona.

El objetivo era «acabar de una vez por todas» con todos los enemigos del régimen y con cualquier persona a la que fuera imposible educar como socialista, para acelerar así la eliminación de las barreras sociales y dar paso a la llegada del paraíso para las masas. 

Esta solución final consistía en una matanza que resultaba lógica desde el punto de vista de la fe y el idealismo del bolchevismo, religión basada en la destrucción sistemática de las clases sociales. El principio de ordenar asesinatos como si fueran cuotas industriales del plan quinquenal entraba, por lo tanto, dentro de lo natural.

Los detalles no importaban: si la aniquilación de los judíos por parte de Hitler fue un genocidio, estaríamos aquí ante un «democidio», ante una lucha de clases que derivaba en puro canibalismo.

 El 30 de julio Yezhov y su ayudante, Mijail Frinovski, propusieron al Politburó la aprobación de la orden n.° 00447, en virtud de la cual, entre el 5 y el 15 de agosto, debían asignarse a las provincias cuotas para dos categorías: la categoría uno (los que tenían que ser fusilados) y la categoría dos (los que debían ser deportados).

 Se especificaba que 72.950 individuos debían ser fusilados y 259.450 detenidos, aunque se pasaron por alto algunas regiones. Estas podían también solicitar la aprobación de más listas. Las familias de todos esos individuos tenían que ser asimismo deportadas. Al día siguiente el Politburó confirmó la orden.

Muy pronto, a medida que la caza de brujas, alimentada por las envidias y la ambición de los cabecillas locales, llegaba a su punto culminante, aquella «máquina de picar carne» se tragaría cada vez a más individuos. "         

  (Simon Sebag Montefiore: La corte del zar rojo, ed. Crítica, 2003, pág. 225)

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