31/3/14

Logró que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se convirtió, increíblemente, en el símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores

 El presidente de Uruguay, José Mujica, en su casa de Rincón del Cerro. “Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre”, afirma el autor del texto. / Jordi Socías

"(...) José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años de los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985. 

Entró, pues, con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de los instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más sofisticado.

 Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a caminar al preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera” también, el ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su especialidad.

Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el preso.

 Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. 

Había pasado semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas renales y digestivos. 

Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como un hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico los militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la bestia y la insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde mismo de la muerte de donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la que sostenerse. 

Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero a otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre la caja del camión militar y sacándolo de ella a patadas.

 Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete. Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los años, que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores. 

Abandonó la cárcel abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele decir, nos ha puesto los ojos delante para que miremos al frente. (...)"          ( , El País Semanal, 24 MAR 2014)

No hay comentarios: