18/1/10

Las guerras empiezan... con el odio...

"El caso es que no habiendo vivido guerra alguna, los de mi quinta no sabemos cómo empiezan....
Tenemos, en cambio, múltiples testimonios personales y directos de quienes vivieron la última Guerra Civil, la II Guerra Mundial, o la muy reciente de los Balcanes, que es la más próxima en arte y carácter a las nuestras. (...)

Así que guerras no han faltado y casi todos estos testimonios hablan de la inmensa sorpresa que supuso el comienzo de la carnicería y cómo mucha gente ni siquiera alcanzaba a creerlo. Fue también universal la creencia de que la guerra recién comenzada iba a ser breve, cosa de semanas. (...)

Así recuerdo yo el testimonio de mis padres y abuelos cuando hablaban sobre julio de 1936, un mes particularmente caluroso, decían, aunque es imposible saber si en verdad ese intenso calor no era sino una figura retrospectiva del sofoco y la histeria que acompañaron a la sublevación de Franco. El caso es que nadie lo esperaba. Pueden leerse miles de declaraciones atónitas de quienes vivieron aquella repentina catástrofe. Desde luego, casi todos presumieron que el conflicto iba a resolverse antes de fin de año. Y esto es algo muy sorprendente para nosotros que sabemos cuánta era la fragilidad del Gobierno republicano.

¿Cómo no sospecharon algunos ciudadanos bien informados lo que se les venía encima? Pero es que en 1936 nadie sabía cuál era la verdadera proporción de fuerzas, ya que una guerra es justamente eso, un albur, un golpe de dados a vida o muerte, un salto hacia nuestra animalidad más primitiva y arcaica, un furor sagrado que busca el entrechocar de los cuerpos. Nadie puede saber quién será el más resistente hasta que el más débil muerde el polvo.

No sucedió nada distinto cuando Alemania desató la guerra en 1914. Es admirable constatar en el muy documentado Agosto de 1914 de Alexandr Solzhenitsin la estupidez del alto mando del ejército zarista, la incompetencia de sus oficiales, la eufórica fe en la victoria de los pobres soldados. (...)

Su desarrollo es ya otra cosa, pero la declaración de guerra, el acto de provocarla, de saltar al vacío, parece siempre el fruto de un extravío de mandatarios y súbditos. Muy pocos ciudadanos quedan libres de esa embriaguez que parece emanar del olor a sangre humana, y menos aún quienes adivinan las proporciones del acto de enajenación, el abismo en el que van a hundirse quienes se creen vencedores. Es cierto que haytambién un trágico coro de mujeres aullando desgarrada y quizás resignadamente contra la guerra. Su presencia parece la compensación biológica del maléfico entusiasmo masculino, pero es un lamento atávico, el de las plañideras ancestrales que deploran la pérdida de lo único que es suyo, sus hijos y maridos, ya que toda otra posesión les estaba vedada.

La demencia del agresor, de aquel que cree ser el más fuerte (incluso cuando es el más fuerte), viene siempre teñida de alucinaciones nacionales, heroicidades añejas, patrias heridas de muerte, agravios remotos, como si el mundo entero hubiera conspirado contra esa nación que ahora va a demostrar su poderío con el fin de que quienes la despreciaron se arrepientan y no sólo le cobren admiración sino, añade Mann, se vean en la necesidad de respetarla y amarla. Una verdadera locura, pero siempre presente en el inicio de la guerra. (...)

La última guerra europea, la de los Balcanes, no tuvo otro comienzo: euforia y estupidez sazonadas con agravio nacional, la herida narcisista. Un testigo presencial que hubo de huir a pesar de tener protección diplomática y que no pudo evitar que unos soldados de frontera asesinaran ante sus ojos al amigo a quien trataba de salvar, me ha contado repetidas veces y siempre con nuevos datos espeluznantes (datos que imagino han ido aflorando poco a poco de aquel horror hundido en su memoria) cómo unos días antes del estallido de la guerra el grupo de la Universidad se reunía sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero. Y si acaso se sabía, sólo se comentaba con aquella retranca de las peculiaridades regionales que hacían más simpático al recién llegado y más fácil de acoger.

A los pocos días, sin embargo (y para su estupefacción), cuando se reunían como era habitual en el bar de la Facultad de Belgrado y tras constatar mi amigo que faltaban dos o tres de la peña y preguntar por ellos, caía un silencio agobiante hasta que alguien justificaba crispadamente que los desaparecidos eran croatas o albaneses y que estarían escondidos de pura vergüenza o habrían regresado a sus madrigueras. En realidad estaban muertos, pero eso no sería público hasta al cabo de unos meses, cuando los delirantes cabecillas de la guerra se hartaran de beber sangre humana y cantaran borrachos los himnos de la supremacía nacional.

Cuenta mi amigo cómo algunos estudiantes que habían compartido pensión o incluso cuarto de alquiler, gente amable, jaranera, compañeros perfectos y entrañables de juergas y amoríos, se transformaron en cosa de días y se acusaban los unos a los otros de asesinos, psicópatas, o peor aún, de gente con una identidad racial, nacional o religiosa despreciable, inferior, anormal, impropia. Era como soñar una pesadilla ajena. Desde fuera se constataba el súbito ataque de locura, la furia que infectaba como la peste a todo el mundo con una velocidad demoníaca, pero desde dentro se había producido una inexplicable ceguera que impedía ver a otros humanos como humanos. (...)

El caso es que no creemos que exista tal cosa como la maldad, el odio que infecta a quienes se creen superiores o más fuertes, pero poco reconocidos. Esa herida diabólica sólo puede curarse mediante la destrucción de quien les agravia, siendo el agravio muchas veces la mera presencia física del otro. Tenemos un origen en Adán y Eva, pero otro en Caín y Abel." (FÉLIX DE AZÚA: Dificultades para empezar una guerra. El País, ed. Galicia, opinión, 16/01/2010, p. 27 )

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