"(...) Los curas tenían una gran autoridad moral. Allí donde se opusieron a
los crímenes, éstos no se produjeron. Pero por desgracia para las
víctimas, para sus familias, para los pueblos y para su propia imagen y
la de la Iglesia, la gran mayoría de los curas apoyaron decididamente el
alzamiento y sus procedimientos sanguinarios, y a veces no solo
intelectualmente o dando su bendición a los asesinos, sino también
materialmente, con las armas en la mano.
Cegada por la posibilidad de ejercer su poder sobre la sociedad
entera, la Iglesia católica se dedicó a forzar la voluntad de los
ciudadanos que se habían salvado de la muerte obligándolos a casarse por
la iglesia, a bautizar a los hijos de los que no eran católicos
cambiándoles incluso el nombre si no estaba en el santoral, a penalizar a
las personas que no asistían a misa, llevando al día la relación de los
que no se confesaban o no comulgaban.
Daba igual que esas personas no
fuesen creyentes o que profesasen otra religión. La iglesia católica
reclamó para sí la obediencia debida de todos los ciudadanos y la
obligatoriedad de las prácticas religiosas por las buenas o por las
malas.
La coacción, la amenaza, los malos informes que destruían la vida
de la gente o el señalamiento de los que ellos denominaban “malos
cristianos” fueron la seña de identidad de una iglesia inquisitorial,
cuyos ministros causaron mucho daño y dolor con sus actos o su
pasividad.
Obligar a una persona a practicar la religión en contra de su
voluntad está considerado sacrilegio por la propia iglesia, lo que no
fue obstáculo para que se implantase la religión de manera obligatoria
en todo el país y a todos los niveles de la vida: en la enseñanza, las
instituciones, las costumbres sociales y la vida personal.
En muchas localidades de nuestra provincia y en la propia capital,
la actuación de los curas fue tan inhumana, tan cruel y tan alejada de
lo que puede considerarse un comportamiento cristiano, que quedó impresa
en la memoria de los vecinos.
Estos curas, que por su posición hubieran
podido mediar a favor de las víctimas, muchas veces aparecieron al lado
de los verdugos, contribuyendo con sus acciones a empeorar la suerte de
sus vecinos.
Es una verdadera lástima que la iglesia católica pierda
oportunidad tras oportunidad de desmarcarse de estos elementos,
condenando sus acciones y pidiendo perdón por su actuación en aquellos
años de crimen y terror. (...)
LA ACTUACIÓN DE LOS CURAS SEGÚN LA MEMORIA DE LOS TESTIGOS
Juan Julián, párroco de San Ildefonso, en
Valladolid, acudía a las Cocheras de Tranvías para catequizar por las
buenas o por las malas a los allí detenidos, aunque se declarasen ateos,
agnósticos o protestantes. Acudía a las sacas, dejándose ver por los
presos, quienes por su presencia detectaban que iba a producirse un
asesinato.
Dos o tres curas de Los Filipinos solían acompañar a las
patrullas falangistas en sus acciones. Llevaban camisa azul e iban
armados. Se les llegó a conocer bien y se les reconocía por su tonsura y
sus medallas y escapularios. Además eran los encargados de catequizar a
los presos de Las Cocheras.
Se llamaban el padre Tirso y el padre Baladrón.
Sus homilías eran amenazadoras. Una frase que repetían continuamente y
que quedó grabada en la memoria de los detenidos era: “Habéis pasado por
una criba ancha; ahora pasareis por otra más fina, y al final no
quedará nadie”.
Y hubo gente que se atemorizó y marchaba a comulgar,
pensando que los curas darían buenos informes y que podrían salir, pero
estaban muy equivocados, pues aquellos curas deseaban de verdad que no
quedara nadie. (Testimonio de J. P. R., preso en Las Cocheras).
Padre Cid, adscrito a la Cárcel Nueva, impartía la
misa obligatoria, descalificaba y humillaba a los presos e intentaba
que recibieran los sacramentos cuando los iban a fusilar. Más adelante
fundó un Patronato para menores, a donde fueron a parar muchos hijos de
estos mismos fusilados; allí intentaba “reeducarles”. Ese lugar, “Cristo
Rey”, se financió con el trabajo esclavo de los presos.
Rufino Caldevilla, párroco de La Magdalena y
sobrino del canónigo Valero Caldevilla, acudió al Alto del León, presa
de un ataque de patriotismo, según testimonio de J.L. Galindo, un
falangista camisa vieja, que estuvo con él; iba armado. Es un alegre
clérigo… me lo imagino disparando trabucos y no le cae mal la imagen…
Cuando regresó a Valladolid y volvió a hacerse cargo de la parroquia,
denunció a aquellos vecinos que bajo su punto de vista eran
“indeseables”. Anteriormente se había mostrado beligerante con los
sectores de la izquierda, y cuando se produjo el golpe colaboró con
eficacia: denunció personalmente a la familia de Heraclio Conde, quien
fue fusilado junto con sus dos hijos varones (testimonio de Conde
Conde).
Eladio Tejedor Torcida, párroco de Barcial de la
Loma en 1936, estaba enfrentado con las gentes de izquierdas desde el
advenimiento de la República. Cuando se produjo el golpe, el alcalde
impuesto por los golpistas fue Vicente Vázquez de Prada, que era
partidario de detener y entregar a los izquierdistas, pero se opuso a
que los mataran.
El cura insistió e insistió en la necesidad de “limpiar
el pueblo, como se estaba haciendo en todos los pueblos de alrededor”, y
al final se hizo así. Este cura, tras inducir al asesinato del alcalde
elegido, Modesto Rodríguez, obligó a la viuda a bautizar al hijo de éste
y a cambiarle el nombre que su padre le había puesto (Besteiro).
Otro
acto de este cura fue el de casar in extremis al vecino Florencio Sinde,
destrozado por las torturas recibidas, con brazos y piernas rotos e
inconsciente en los calabozos del ayuntamiento de Barcial; este hombre
estaba casado por lo civil, y antes de rematarlo, hizo que llevaran allí
a su esposa y los casó religiosamente (testimonio de la esposa).
Florentino, cura de Bocigas, acompañaba a las patrullas de asesinos, según él para confesar a las víctimas.
Lorenzo Pérez González “Lucilina”, fue uno de los
máximos responsables de los hechos sangrientos ocurridos en el pueblo de
Villabáñez. Mantenía un enfrentamiento directo con los vecinos de ideas
izquierdistas y con la Corporación Municipal; intervenía en las
cuestiones políticas, en los temas económicos, como la gestión de los
montes comunales; impulsó un sindicato católico, con el que se
enfrentaba a la Casa del Pueblo…
El propio arzobispo Gandásegui llegó a
decir de él que “había envenenado al pueblo”. En 1936 designó a las
víctimas y no movió un dedo para frenar la represión desatada contra los
vecinos, aunque salvó al que le pareció oportuno, con lo que demostró
que tenía poder para haber impedido la matanza.
José de Rojas Martín, ejercía como párroco en
Castrillo Tejeriego, donde dio el visto bueno y firmó la lista de los
que debían ser represaliados. La madre de este cura iba diciendo por el
pueblo que “había que fusilar a los hijos de los detenidos, porque
llevaban el mismo camino que sus padres”.
Sergio Martín Martín, procedente de Medina de
Rioseco, donde también colaboró en la elaboración de las listas de los
que debían morir, estaba en Castromonte como párroco. En julio de 1936
se encontraba en Asturias, pero pudo regresar a mediados del mes de
septiembre, y fue entonces cuando comenzó la represión en Castromonte.
Muchos testimonios le atribuyen responsabilidad directa en muertes
ocurridas en Rioseco y la zona de la Santa Espina, además de las
ocurridas en Castromonte.
Ictinio, párroco de Tiedra, ayudó a elaborar las
listas de víctimas; alentó a los falangistas de la localidad, y fue
directamente responsable del asesinato de David Criado, un vecino que
estuvo detenido y regresó al pueblo al finalizar la guerra.
Bibiano del Campo Mucientes, natural de Villalba
de los Alcores. Estaba de párroco en Wamba en la época de la
sublevación. Colaboró haciendo listas y también de manera material: él
mismo llevó cuerdas para atar a los detenidos.
Pablo Rojo era párroco en Mojados. En los locales
del ayuntamiento estaban detenidos medio centenar de vecinos. El día 25
de julio, los sublevados del pueblo decidieron asesinar a varios de
ellos. El cura acudió a la prisión e intentó confesarlos con argucias y
amenazas.
A pesar de los ruegos de las familias y de la cantidad de
huérfanos que dejaban y de que el cura sabía positivamente que todos
eran inocentes y que los asesinatos se producían sin juicio ni
asistencia de autoridad legal alguna, Pablo Rojo colaboró con los
asesinos hasta que el último detenido subió al camión.
Ese día 25
vecinos de Mojados fueron trasladados al puente que une los términos de
Boecillo y Laguna de Duero y tiroteados allí. Algunos no fallecieron en
el acto y cayeron al agua con vida. Por fin los remataron a todos. Uno
de ellos, J.N. logró llegar herido, hasta el Coto del Cardiel, donde el
guarda de campo lo remató con su escopeta.
Andrés del Amo, de Saelices. Fue un inductor
fundamental de los crímenes cometidos en Villacarralón, donde era
párroco, pues señaló a los vecinos que según él eran peligrosos. Años
después de la guerra, vino al pueblo un cura nuevo. Estando en la plaza,
un hijo de Petra Cimas, asesinada por una patrulla venida de otros
pueblos ante los ojos de sus dos hijos, lo reconoció como integrante de
una de las patrullas y se dirigió a él: “Usted bajaba de paisano a
detener gente”.
El cura se llamaba Jesús Ceinos Casero,
y fue reconocido por otros vecinos como uno de los hombres que iban
sacando a la gente de sus casas en el verano de 1936, vestido con un
mono azul y armado con un fusil.
Teodosio era el nombre del párroco de Quintanilla
de Abajo. Cuando se pidió el indulto de los condenados a muerte dijo en
la puerta de la iglesia ante muchos vecinos que si les conmutaban la
pena, él quemaba la sotana. (...)" (Orosia Castán, Sociología Crítica, 14/10/2013)
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