22/1/13

Cuando la vida comenzó a depender del racionamiento se agrandó el rechazo a los gitanos, bocas extranjeras que rivalizaban por los alimentos

Cuartel de Dossin, en Malinas, en 1942, usado para concentrar a judíos deportados hacia Auschwitz. / k. Dossin

 "Querido Henri: estamos bien, en un vagón de ferrocarril que probablemente nos lleve a Holanda”. Blanche Zybert tenía 13 años y la letra, y la esperanza, aún infantiles. Escribió a lápiz sobre un papel rudimentario una nota tranquilizadora y, el 21 de septiembre de 1943, la arrojó desde el tren que le llevaba desde Malinas (Bélgica) a Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio montado por los nazis en territorio polaco. 

Alguien la recogió y la envió a una dirección de Bruselas, atendiendo al ruego de la niña. Hoy puede leerse en el Kazerne Dossin, el museo sobre el Holocausto y los Derechos Humanos que se ha inaugurado hace unas semanas en Malinas y que se complementa con un centro de documentación y un memorial situados en el antiguo cuartel que sirvió como estación hacia el último viaje.

¿Otro museo sobre la Shoah? Sí y no. El Kazerne Dossin destripa el caso belga: el papel de colaboracionistas y resistentes a los invasores nazis, la persecución de judíos y gitanos y el lugar central que desempeñaron las dependencias militares de Dossin en la deportación de 25.836 personas. Todas con el mismo destino que Blanche: Auschwitz. Casi todas con el mismo final: apenas sobrevivieron 1.250 (el 4,8%).

La industria del exterminio fue patrimonio alemán, pero algunos países ocupados actuaron con siniestra complicidad, germinada sobre el odio a los judíos. En Federico Sánchez se despide de ustedes, Jorge Semprún recuerda que en el cementerio judío de Pinkas, en Praga, están enterrados restos de los perros que los cristianos arrojaron durante siglos para profanar el lugar de los muertos.

 En Bélgica también echó raíces el antisemitismo, aunque la comunidad judía no era tan amplia como en otros países del este. Malinas, equidistante entre Bruselas y Amberes, donde residían casi todos, fue elegida por los alemanes como punto de partida de los trenes de la muerte. Tenían la infraestructura perfecta junto a las vías: un cuartel construido por orden de la emperatriz María Teresa de Austria.

 Lo de los gitanos fue cosa belga. En el museo puede leerse este texto anónimo enviado el 21 de abril de 1940 a la policía: “Una banda de gitanos de lengua alemana se ha instalado en Stembert. Son una banda de ladrones y sucios repulsivos. La situación es intolerable.

 La policía debería ponerlos en un campo de concentración”. Según Herman Van Goethem, conservador del Kazerne Dossin y profesor de Historia contemporánea en la Universidad de Amberes, formaban pequeños grupos de extrema pobreza que procedían de otros países. Cuando la vida comenzó a depender del racionamiento se agrandó el rechazo a los gitanos, bocas extranjeras que rivalizaban por los alimentos.

 “En 1941 fue la administración belga la que tomó la iniciativa de deportarlos y ordenó a la policía que los arrestase”, explica Van Goethem, que lleva 30 años investigando sobre la Segunda Guerra Mundial en su país y que ha trasladado su conocimiento a este museo (“es mi libro”), financiado por el Gobierno de Flandes.

La diferenciación étnica, que no existía en Bélgica hasta que los alemanes introdujeron el concepto para identificar a los judíos, se aplicó a partir de entonces a los gypsies, que se registran como “raza”. Del cuartel de Dossin parten 352 gitanos hacia Auschwitz, entre ellos la numerosa familia de Joseph Karoli y Elisabeth Warsha, noruegos asentados en Flandes desde 1922. De los 11 hijos deportados, se salvaron dos.

De carnés antropomórficos y tarjetas de nómadas se han extraído las fotos de los gitanos que se han integrado en un gigantesco mural, que trepa por cada planta del museo, donde figuran 19.000 fotos de las 25.836 víctimas que pasaron por Malinas. “Es una respuesta contra la deshumanización del Holocausto”, advierte Marjan Verplancke, responsable de educación del centro, que no renuncia a contar en el futuro con imágenes e identidades de todos.

Poner cara y nombre al dolor, al valor y a la crueldad, a la Bélgica obeïssante y a la rebelde, es un acto de justicia y una lección de humildad. “Nos diferenciamos de otros museos porque también analizamos a los perpetradores, quiénes fueron y por qué pudieron hacerlo. No son retratados como demonios, estamos de acuerdo en que fueron malas personas, pero lo que nos interesaba era analizar por qué personas normales como usted o como yo pueden cometer esa violencia”, señala Herman Van Goethem.

Empezando por el rey Leopoldo III, colaboracionista durante la ocupación entre 1940 y 1944. Casi nadie pagó por la complicidad con los alemanes, excepto doce personas ejecutadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Hasta 1942 la indiferencia hacia la suerte de los judíos fue generalizada entre la sociedad belga, alentada por el hecho de que la población estaba convencida de que Alemania ganaría la guerra y de que los judíos estaban siendo expulsados de Europa.

 “La participación belga fue una especie de realpolitik. Aunque la colaboración de Flandes con los alemanes fue muchísimo más notable que la de los valones”, puntualiza el historiador.

Con excepciones. Leo Claeys, policía de Amberes, se negó a practicar detenciones de judíos en su distrito. En lugar de ello, avisaba a las familias que figuraban en la lista para que pudieran esconderse. En junio de 1942 Jules Coelst, alcalde de Bruselas, protestó contra la distribución de las estrellas de David porque atentaban contra “la dignidad de cada persona, quienquiera que sea”. 

“Sus ejemplos ponen el punto de esperanza en el museo, demuestran que en estos contextos también hay posibilidades de negarse”, precisa Marjan Verplancke. Las familias belgas escondieron a 30.000 perseguidos durante los años de plomo. A veces las estadísticas llevan un relato endiablado dentro: al finalizar la guerra seguían vivos el 55% de los judíos de Bélgica. En Holanda, apenas lo hicieron el 25%."            (El País, 15/12/2012)

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