28/2/11

"Lo hice porque quise. Cuando pegaba a alguien, me divertía. Pero luego vi que cuando me apuñalaban a mí no era tan divertido"

"Procura no salir sola a la calle. Los pandilleros del barrio se la tienen jurada. "Me han pegado tantas palizas que ya no siento el dolor", confiesa Laura (nombre ficticio). La joven, de origen ruso, se expresa con una frialdad impropia de su edad.

Tiene solo 16 años, pero mucha calle a la espalda. Hace dos, conoció en el instituto a chicos sudamericanos que la arrastraron al submundo de las bandas latinas. Laura se enroló en la Mara Salvatrucha, uno de los grupos violentos que tratan de imponer su ley en Barcelona. Y su vida cambió. (...)

Laura no solo vive amenazada por su "traición" a las bandas. También tiene pendientes juicios por participar en robos y peleas. (...)

La joven mantiene que fue algo espontáneo: "Entré porque les conocía, eran mis amigos. Te dicen que te van a proteger, aunque luego es mentira. No le aconsejo a nadie estar en una banda". (...)

"Lo hice porque quise. Cuando pegaba a alguien, me divertía. Pero luego vi que cuando me apuñalaban a mí no era tan divertido". Una tarde, llegó de clase eufórica. "Decía que era de una banda", dice la madre desde el sofá de casa.

La Mara Salvatrucha acababa de molerla a palos pero, a cambio, la acogía en su seno. Se hizo un tatuaje: "Así la gente sabe quién soy y no se mete conmigo", le dijo a su madre. (...)

Los jefes de la pandilla ordenaban a Laura cometer robos o propinar palizas. "Al principio, no te ponen un cuchillo en el cuello. Pero después, si te niegas a hacer lo que te piden, sufres las consecuencias. Y ya no hay hermanos que valgan", afirma. "Controlan tu vida. Es mejor tenerlos como enemigos que como amigos".

Todos los viernes, Laura pedía a su madre tres euros. Ese día, la banda celebraba una reunión y la marera rusa tenía que pagar, como todos, la cuota. "Le dije que eso tenía que acabar. Que iría yo con ella y les diría que mi hija no iba a pagar más.

Pero Laura me dijo que, si lo hacía, le pegarían", apunta la madre. ¿Para qué necesitan las bandas el dinero? "Es lo único que les importa. Dinero para bebida, drogas y armas".

La dura adolescencia de Laura se torció aún más una noche de concierto. Conoció a un chico que resultó ser miembro de otra mara presente en el área de Barcelona, Barrio 18. Empezó a salir con él.

La Mara Salvatrucha lo consideró una traición en toda regla. Y le hizo pagar por ello. "Un día vi que tenía golpes por todo el cuerpo. Me dijo que se había caído y no quería denunciar", afirma Olga.

Fue la primera de una serie de palizas, agresiones y amenazas de muerte que tienen a Laura con el alma en vilo. La semana pasada, una menor de la MS-13 recién salida de un centro intentó apuñalarla. "Puse la mano a tiempo y solo me hizo un tajo en la mano", dice.

En Barrio 18 tampoco estuvo mucho mejor. "Nada más entrar, me dijeron: 'Bienvenida al infierno'. La gente es cruel". (...)

Laura ha participado en peleas multitudinarias. Un día, un jefe de la mara encarcelado le hizo un encargo: buscar a una chica a la puerta del colegio y pegarle una paliza. Obedeció. ¿Por qué? "Pensaba: mejor ella que yo". También robaba.

En una ocasión, sus hermanas le propusieron ir a "dar una vuelta" a un centro comercial. De un tirón, se llevaron el bolso de una señora. Dos personas dieron la alerta sobre Laura.

Ahora espera juicio, aunque lo vive con aparente resignación. "Ahora ya no robo, por mi madre. Pero con esta crisis, ¿qué opción queda?". A la vez, hace propósito de enmienda: "Me he divertido en su momento, pero ahora esto ya no me conviene".

A Laura le gustan los chicos suramericanos, porque "son más fríos". Conoce al dedillo la historia de las bandas y su iconografía. Y tiene ídolos tan discutibles como el colombiano Pablo Escobar. Es un mar de contrastes. Pasa de la depresión (por perder un teléfono móvil) a la euforia.

Admite que toma drogas. Y mezcla una agresividad hacia su madre con modales exquisitos con el visitante.

Laura espera que, con el tiempo, la dejen en paz. "Quiero estudiar. Durante seis años incluso quise ser mosso, pero ya no". La joven para en el parque con otros chicos. También son, dice, de una banda.

"Me protegen, pero no estoy metida". La madre anda desconcertada: "Casi no me cuenta nada. Se encierra en su habitación y pone música. Y yo solo oigo que el cantante dice todo el rato ñeta, ñeta, ñeta". (El País, 27/02/2011, p. 39)

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