12/11/21

Las rapadas: “Se les rapa el pelo, se les da ricino para que se caguen encima, y así se las pasea por las calles donde se les pregunta por qué están así y ellas tienen que responder que por putas y por rojas. Se las degrada como personas y en ese estado son vistas por sus madres, sus hermanos, sus hijos”... y muchas de ellas, además, violadas... “Fueron muchas las mujeres que tuvieron hijos de aquellas violaciones. Y no solo tuvieron que criarlos, si no que tenían que convivir con sus violadores porque eran sus vecinos”

 "Borrar a las víctimas fue uno de los peajes que el franquismo impuso para abrir el paso a la democracia. Con ello se facilitaba el travestismo democrático que permitió a los responsables de la dictadura continuar en sus cargos. Pero también permitía desdibujar a unos victimarios, bien protegidos además por una ley de amnistía convertida de facto en ley de punto final. Invisibilizar a las víctimas para invisibilizar a sus verdugos. 

Fue necesario que pasaran muchos años desde la muerte de Franco para que en España comenzará a hablarse de memoria democrática. Ese cambio fue posible en gran medida por la presión de muchos de los hijos y nietos que exigían saber en qué cuneta estaba el cuerpo de sus padres y abuelo. Un movimiento que en muchos casos reivindicaba la memoria desde el ámbito privado, familiar, pero que indirectamente generaba una consciencia colectiva crítica: el pasado se materializaba así con toda crudeza en esos restos sepultados sin nombre en alguna fosa común.

Pero hay dolores que no se pueden materializar porque no existe esa fosa que exhumar o donde llevar unas flores. El verdugo logró eliminar todas sus huellas. Y lo consiguió dando una última y perversa vuelta de tuerca: haciendo que la víctima, sepultada por la losa del silencio, se transforme en su propia fosa anónima. Es lo que ha caracterizado la violencia que se ejerció contra las mujeres en su vulnerabilidad más íntima. 

Una violencia que les dejó marcadas de por vida, sin el desahogo de un grito. Son las mujeres rapadas, las mujeres violadas, las mujeres a las que se obliga a tomar aceite de ricino, mujeres a las que se roba sus hijos. Una represión implacable, brutal, despiadada. Un dolor que las víctimas y sus familas callan. Y sobre el que la sociedad, incluidos los sectores más progresistas, sigue pasando de puntillas, cuando no directamente ignora como parte de esa memoria común y democrática.

 Romper esta condena de silencios es el objetivo que se han marcado las hermanas Mónica y Gema del Rey, dos artistas plásticas que, junto con la antropóloga María Dolores Martín-Consuegra, han dirigido el documental Sacar a la luz. La memoria de las rapadas (2021). La película se estrenó la pasada semana en Sagunto, y ya ha sido seleccionada por varios festivales en Suiza, Colombia, Venezuela o Uruguay. Pero, paradójicamente, su distribución en España está resultando más complicada y marcada por el voluntarismo, evidenciando así las fuertes resistencias que impone el silencio.

Las tres se dieron de bruces con el fenómeno por casualidad; Martin-Consuegra mientras realizaba una investigación sobre el hambre y las hermanas Del Rey, que forman el grupo Art al Quadrat, cuando escucharon por su tía la historia de una vecina que había sido rapada al acabar la guerra. Y las tres coincidieron en la necesidad de profundizar en un asunto sobre el que todo el mundo prefería callar. ¿Pero quiénes eran estas rapadas?

 Los perfiles son variados. En unos casos fueron milicianas o militantes de partidos de izquierdas. Pero en otros casos solo fueron esposas o hijas de comprometidos con la causa republicana, o mujeres liberales que distorsionaban en la nueva moral nacionalcatolicista, o simples mujeres que buscaban con el estraperlo sortear el hambre de la posguerra. Todas, en cualquier caso, tenían un rasgo en común: formaban parte de los derrotados. Y los vencedores fueron sus verdugos.

 “Se trataba de humillar a los vencidos a través del cuerpo de sus mujeres”, señala María Dolores Martín-Consuegra; “en ellas su cuerpo fue el campo de batalla”. Para la antropóloga, es preciso tomar consciencia del intenso grado de violencia que se ejerció contra ellas. “Se les rapa el pelo, se les da ricino para que se caguen encima, y así se las pasea por las calles donde se les pregunta por qué están así y ellas tienen que responder que por putas y por rojas. Se las degrada como personas y en ese estado son vistas por sus madres, sus hermanos, sus hijos”, afirma.

 Muchas de ellas, además, tuvieron que sufrir la agresión sexual, la violación, palabra tabú que la mayoría de ellas prefiere sustituir por eufemísticas alusiones a cuando “les subieron el mandil”. “Fueron muchas las mujeres que tuvieron hijos de aquellas violaciones. Y no solo tuvieron que criarlos, si no que tenían que convivir con sus violadores porque eran sus vecinos”.

 Martín-Consuegra es muy crítica con la insensibilidad social hacía estas víctimas del franquismo, que sufrieron una violencia sistémica y dirigida expresamente contra la mujer durante la guerra y buena parte de la posguerra. La última rapada de la que se tiene constancia fue Tina Pérez, castigada con este escarnio en 1962 por su apoyo a la huelga minera asturiana.

“Sorprende que una sociedad que, con razón, es capaz de dar tantas muestras de solidaridad con víctimas de casos como los de la Manada, sin embargo mantenga en el olvido el sufrimiento de las rapadas”, afirma. Sin duda, una injusticia colectiva hacía unas mujeres que tuvieron que sacar adelante a sus familias marcadas para siempre por ese dolor.

Frente a ese olvido, Sacar a la luz busca dignificar la memoria de estas mujeres. Este es el motivo por el que el documental evita conscientemente rescatar imágenes de la época. “Hay muy pocas fotografías de rapadas, pero nosotras no quisimos usarlas en la película, no queríamos mostrarlas de nuevo humilladas”, señala Mónica del Rey. Por eso, el documental opta por presentar su sufrimiento mediante la performance artística. 

Y sobre todo a través de una cascada de voces. De las hijas, de las sobrinas, de las nietas de aquellas mujeres. También de algunas de ellas. “Nos interesaba rescatar el relato, las voces. Ha sido un trabajo complejo porque ante la dificultad de tener testimonios directos, hemos tenido que reconstruir el relato desde los otros, los familiares y sus recuerdos, sus sentimientos sobre cómo vivieron y sufrieron aquellos hechos. El relato aparece así hilvanando todas esas voces”, comenta.

 No ha sido una tarea fácil porque las resistencias siguen vivas. En algún pueblo de Castilla La Mancha la Guardia Civil incluso les puso trabas, justificadas surrealistamente desde aquella Delegación del Gobierno afirmando que investigar estas historia podía vulnerar la Ley de Protección de Datos. Pero quizá la mayor resistencia ha seguido estando en las propias víctimas y sus descendientes. “Los códigos de honra y honor, depositados en la sexualidad de las mujeres, siguen vigentes”, subraya la antropóloga. Por ello la víctima se impregna íntimamente de una vergüenza que interioriza y le acompaña toda la vida imponiéndole ese silencio. 

A ella y a sus familiares. Incluso a los partidos de izquierda donde militaron, especialmente cuando se trata de agrupaciones de pequeñas localidades rurales con mentalidades más conservadoras. Tal vez uno de los momentos más desoladores del documental sea la respuesta que da un militante de izquierdas a la pregunta de si no han pensado en rendir un homenaje a tres hermanas fusiladas junto a su hermano varón en la localidad de Manzanares. Tras pensarlo un instante, el hombre responde: “Al Lisandro, sí; a las Lisandras, no”.

Y, sin embargo, romper el silencio no solo es un ejercicio de reparación histórica, sino que para las víctimas resulta liberador “Para ellas hablar después de tanto tiempo es sanador. Yo recuerdo especialmente a una mujer de 106 años que después de acompañarnos varios días recogiendo testimonios, acabó admitiendo que a ella también le había pasado. Y tuvo problemas con la familia por ello”, señala Martín-Consuegra.

Sacar a la luz rescata de este modo la voz de las víctimas más olvidadas del franquismo. Para enterrar esa vergüenza, esa humillación que marcó sus vidas. Y para devolverles una dignidad que, en realidad, nunca deberían haber perdido. De hecho, algunas de ellas supieron mantener su rebeldía e integridad incluso en los momentos más duros. Como Elsa Omil, que tras ser rapada lo primero que hizo fue hacerse una fotografía, la única que se muestra en el documental, afirmando que así se sentía todavía más guapa y negándoles a sus victimarios la satisfacción de humillarla. O como Lola, una saguntina que cuando sus torturadores le obligaron a gritar soflamas falangistas, no dudó en proclamar con altivez “¡Arriba España, y estos tres pelos que me quedan para Azaña!"               (José Manuel Rambla, El Salto, 11/11/21)

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