Falangistas de Montijo (Badajoz). Archivo municipal de Montijo
"Los expedientes constituyen una lección práctica de historia con múltiples derivaciones. Los casos estudiados han sido divididos en ocho bloques: represión, conflictos internos, irracionalidad del terror, violencia contra la mujer, denuncias, marcha hacia el frente, saqueos y lucha por la vida. Los robos, saqueos y extorsiones, propiciados por la situación, ocuparon un lugar primordial.
Estas últimas se disfrazaron en muchas ocasiones de «multas» y «donativos» que se vieron obligados a pagar los dudosos o no afectos e incluso gente de derechas. Una y otra vez se muestra la indefensión total en que quedaron los vencidos y la impunidad absoluta en que se movieron moros, legionarios, falangistas y militares.
Solo en un caso, el de un falangista que violó a una anciana, se produjo una condena dura, lo cual se entiende si tenemos en cuenta que muchos de los que engrosaron las milicias de Falange eran vulgares delincuentes comunes recién salidos de prisión y carentes de agarre alguno.
También fueron frecuentes las denuncias anónimas y las venganzas. Los límites eran tan difusos que no solo estuvo en juego la vida de los vencidos y sus bienes, sino la de cualquiera que se encontrase en el camino de los golpistas por muy de orden que fuera. Nadie podía estar seguro y de ello son buena muestra casos como los de Eduardo Cerro, Cano Gascón o el padre de Ezquer Gabaldón.
La impunidad era absoluta.
La documentación militar nos permite asomarnos a situaciones que de otra forma solo podríamos imaginar, como la toma de San Vicente de Alcántara, contada excepcionalmente por las propias autoridades republicanas, o los saqueos que siguieron a la ocupación de pueblos como Hornachos o en la propia capital de provincia. Moros y legionarios tenían permiso para robar lo que se les antojara durante varias horas y para vender lo robado antes de la marcha. Todo valía: los relojes de los muertos, lo sacado de los comercios asaltados y hasta los ajuares de las casas saqueadas y las máquinas de coser.
La obsesión de unos y otros era el botín. Uno de los casos más flagrantes en este sentido es la actuación del falangista Agustín Carande Uribe en Ronda. Los dos procesos a que se vio sometido, de los que salió triunfante con la complicidad de los militares, representan la perfecta relación entre el crimen y el reparto de una inmensa fortuna entre militares y falangistas.
Crimen, dinero y alcohol era la mezcla habitual. El último elemento fue el lubricante que mantuvo el engranaje represivo. El objetivo: el botín. Se robó a los vivos y a los muertos. Los expedientes de confiscación de bienes, que de nuevo reunirán a militares, jerarcas falangistas y juristas, no dejaron escape posible: había que sacar dinero de donde fuera. Con motivo o sin motivo. Nadie podía controlar que, en medio, el dinero se desviara en beneficio de algunos.
Todos fueron testigos de los enriquecimientos súbitos y de cómo cereal, ganado, ropa, objetos de adorno, muebles o vehículos acaban en poder de cierta gente, que incluso hacían ostentación de ellos. Estas historias pudrieron la vida local, no ya entre vencedores y vencidos, totalmente hundidos, sino entre los sectores supuestamente favorables al golpe.
La lucha entre clanes adquirió a veces carácter violento y exigió la intervención de los militares, que asistían al espectáculo convencidos de su misión providencial en un país que no tenía remedio. Mucha gente nunca se perdonó haber aconsejado a los suyos que no huyeran en el convencimiento de que nada malo habían hecho. Los criterios de los militares golpistas fueron variando según las circunstancias.
Así, hubo gente asesinada en 1936 que tras la guerra solo habría pasado por la cárcel un tiempo e incluso hubieran salido libres de condena. La razón es simple: al principio necesitaban matar más para imponerse por el terror; a partir de 1939 hasta se podían permitir el lujo de dejar rojos con vida. Esto, además de hacerles parecer «justos» y tranquilizar la conciencia, ofrecía otra ventaja, ya que, llegado el momento, cuando el nazi-fascismo inició el declive, interesó haber salvado a alguno por lo que pudiera pasar.
La vida de los de abajo no valía nada. Lo muestra bien un caso de Azuaga. El jefe de la gestora amenazó con vengar la huida de un izquierdista asesinando a sus tres hijas. Un familiar quiso librarlas ofreciéndose a pagarle una cantidad que resultó tal alta que decidió denunciar el hecho a Queipo, ante lo cual el otro acabó con la vida de los cuatro.
El mismo valor tuvo la vida de varios huidos de Valverde de Leganés que, creyendo en los bandos que aseguraban que nada les ocurriría si se entregaban por no haber cometido delito alguno, cayeron víctimas de la llamada «ley de fugas», una fórmula rutinaria cuya finalidad no era otra que ocultar el crimen. Todo valía en la «lucha contra el marxismo».
Casos excepcionales de los que quedó huella accidentalmente. En todo momento existió el firme propósito de ocultar todo lo relacionado con la represión. Lo vemos en los numerosos casos de personas cuya defunción nunca fue inscrita en el Registro Civil, en los documentos secuestrados por los represores, como en el caso de Fregenal, o en Don Álvaro, donde una familia desapareció sin dejar huella, empezando por el hijo de 14 años.
Fue entonces el gran momento de ascenso de mediocres, malvados o simplemente de aquellos que en modo alguno estaban preparados para llevar adelante las tareas que les fueron encomendadas, personas a las que las circunstancias confirieron un enorme poder sobre los demás. Me refiero a individuos como Rodrigo González Ortín, el encargado de fijar la memoria de «la revolución en Extremadura» cuyo pasado turbio todos ignoraban; Gustavo Hervella Urdaniz, el hijo del notario de Montijo; el comandante Blanco, el jefe militar de Almendralejo que veía rojos por todas partes; el jefe provincial de Falange Arcadio Carrasco, capaz de matar a un hombre de un disparo en la cabeza en la mitad de una plaza llena de gente porque allí «olía a rojo»; su segundo Agustín Carande Uribe, sinónimo del terror fascista; Victoriano Aguilar Salguero, jefe de milicias falangista implicado en hechos graves; el violento jefe local Conrado Calvo Borreguero, el fascista Guillermo Jorge Pinto denunciando rojos, o el nazi Ernest Moerl, instructor de milicias falangistas en Mérida y criminal confeso. Y, en general, todos los militares que formaron parte de la maquinaria represiva, tanto de Sevilla como de Badajoz. Del estilo de Carrasco es buena muestra la entrevista que le hizo Antonio Meca en el Hoy de 3 de noviembre de 1936:
—¡Pero sea discreto! (Carrasco).
—Ataré esta entrevista con todo cariño (periodista).
Y Carrasco añade:
—Además, usted me inspira absoluta confianza; pero si dijera algo con mala intención, ya sabe: ¡le fusilaremos!
Me lo dice muy cortésmente, muy finamente, pero… con cara de hacerlo.
La documentación permite acceder a lugares y situaciones que solo vieron víctimas y victimarios, como la checa azul instalada en el Casino de Mérida, en cuya biblioteca se conservaban sortijas, carteras, documentos, fotografías y otros muchos objetos de los desgraciados que pasaron por allí para ser interrogados y maltratados antes de ser conducidos al muro del cementerio; o el saqueo de la casa que Gloria Mira Agudo, farmacéutica de 49 años asesinada en Mérida, tenía en Carmonita, o la pantomima judicial montada en Torremejía, con un tribunal formado por falangistas de Mérida presididos por un guardia civil que acabó en cuestión de horas con la vida de veintiséis vecinos.
Eran los «consejos de guerra» sobre el terreno de los que apenas nos ha llegado documentación y que anteceden a la puesta en marcha de la mecánica judicial militar en febrero de 1937. Para la historia queda la imagen de José María Gil Robles comprando armas en Portugal con el dinero de los saqueos para proporcionárselas a los fascistas de Badajoz tras la ocupación de la ciudad. Todo ello con el visto bueno de Yagüe.
Hubo acontecimientos que desquiciaron la vida a mucha gente, incluso a los que tenían el poder. A la altura de octubre de 1936 todos estaban convencidos de que la caída de Madrid era cuestión de días. La propaganda en este sentido era general. El mismo Antonio Bahamonde ya contó alguna historia surrealista, como la de aquella delegación carlista que salió de Sevilla en olor de multitudes con la idea de marchar en procesión y celebrar misa en la Puerta del Sol cuando la ciudad fuese ocupada y que acabó como el rosario de la aurora tras deambular de un lado para otro en las cercanías de la capital. También el Requeté de Badajoz construyó un altar para celebrar otra misa en Madrid, cuya foto puede verse en el Hoy de 4 de noviembre de 1936.
Lo cierto es que el triunfo final que ya parecía seguro se frustró el 7 de noviembre, dando lugar a una nueva situación y a una larga guerra que no parecía tener fin y de la que todos acabaron hartos. Esto acarreó importantes cambios en la vida local, que se llenó de suscripciones para todo, de un sinfín de concentraciones patrióticas cada vez que lo ordenaba el mando y de diferentes quintas que fueron obligadas a sumarse a la lucha.
Las suscripciones están en la base de numerosos conflictos locales que dieron lugar a la apertura de diligencias y causas, y la llamada a filas envenenó la vida local al permitir que unos se libraran, los que podían permitírselo, y otros, los que no tenían agarres, los obreros y los propios hijos de los que habían sido eliminados, tuvieran que partir. Los sospechosos de izquierdismo iban a la Legión.
Algunos sumarios posteriores a 1939, como los de Muñoz Murillo (Azuaga) o Franco Noriega (Feria), permiten intuir, como se ha dicho antes, que, llegado un momento, los propios militares consideraron oportuno mostrar que la justicia franquista también podía ser «justa», entendiendo por tal que, utilizando la misma mecánica que antes llevó a la tumba a miles de personas, ahora podían ser magnánimos.
Así, hombres como los citados, a los que solo unos años antes hubieran aplicado de inmediato el bando de guerra por tratarse simplemente de personas de izquierdas sin otro cargo que haber defendido la República, ahora solo eran condenados a muchos años de prisión que finalmente, dada la ingente población penal y el lamentable estado de las prisiones, quedaban reducidos a tres o cuatro.
El panorama que se nos ofrece muestra la base sobre la que se edificó la dictadura. Un mundo de violencia y terror en el que una parte de la sociedad se impuso totalmente a la otra y que en ocasiones desbordó las previsiones incluso de aquellos que se unieron a la sublevación. Lo que la gente veía era a los falangistas que dominaban y regían sus vidas, pero los que realmente dirigían todo aquello eran los militares y la Guardia Civil, que eran los que con la sublevación habían conservado y protegido los privilegios de la oligarquía.
Las historias que se cuentan, que dan comienzo cuando aún se estaba eliminando gente con los bandos de guerra, concluyen con el propio final de la guerra civil. A partir de entonces serán los procedimientos sumarísimos de urgencia los que mantendrán a plena máquina el ciclo represivo abierto en 1936. Coincidiendo con el principio del fin del nazismo en Europa en 1942-1943 se abre una nueva etapa. A partir de entonces ya nada sería igual.
En España se percibe el cambio de signo en el menor número de consejos de guerra y en la disminución de sentencias de muerte, que van reduciéndose hasta desaparecer en 1944. Pero el descanso fue breve, ya que a finales de esa misma década y en los primeros años de la siguiente la lucha contra la guerrilla y sus apoyos activaría de nuevo la maquinaria judicial militar.
El final de Hitler y Mussolini debió de helar la sangre a más de uno.
Los informes, filtrados por los británicos y que circularon por medios
falangistas, sobre la persecución de los fascistas y el asalto a las
casas de los dirigentes constituían un aviso de lo que podía pasar con
el desenlace de la guerra mundial. Finalmente todos respiraron
tranquilos: nadie tendría que rendir cuentas por lo que se venía
haciendo desde 1936." (Francisco Espinosa es historiador. CTXT, 03/04/21)
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