"(...) cuando Israel juzgaba a Adolf Eichmann por genocidio contra el pueblo
judío, la filósofa Hannah Arendt popularizó su famosa teoría de “la
banalidad del mal”, después de asistir a ese juicio que acabó con el
ahorcamiento del genocida en 1962.
La tesis, fuertemente criticada
entonces en Israel, aludía a la inconsciencia del mal producido, a la
ausencia de una voluntad criminal expresa y a la inexistencia de rasgos
violentos en su personalidad o enfermedad mental alguna. Se trataba
simplemente de cumplir órdenes, de ascender profesionalmente, de actuar
como “el primero de la clase” en el marco del sistema, de acatar el
orden establecido, de simple burocracia, sin analizar el bien o el mal
de sus actos.
Viendo las caras de nuestros conciudadanos hace ya algunas semanas,
recibiendo en su pueblo a uno de los secuestradores de Ortega Lara,
recordé estos hechos históricos y, no sé si ingenuamente, les atribuí
esa misma explicación. Me pregunté: ¿es que ninguno de ellos fue capaz
de pensar en el daño cometido por el homenajeado, en la tortura a la que
sometieron a un semejante y en los delitos por los que fue condenado?
En la organización de los ongi etorri a los miembros de ETA
hay, claro está, un patético intento de justificar una trayectoria
clamorosamente equivocada que solo ha producido tragedia y dolor.
Incluidos ellos mismos. Lo grave es que haya gente dispuesta a hacer el
coro a esa patraña y seguir consignas tan sectarias, como si nada
hubiera ocurrido, inconscientes y ajenos a la crueldad de los crímenes
que, en el fondo, reivindican con sus bengalas, sus aplausos y sus
gritos.
Es la banalidad del mal, la convención social que impone la calle,
secundando iniciativas de bares y cuadrillas, ensimismadas en su relato
falsario. Es la banalidad del mal que impone una corriente política en
esos pequeños entornos, opresivamente cerrados, en los que discrepar o
criticar implica ser rechazado o excluido.
Es la “moda social” que
obliga a quedar bien con ese entorno. Es un sentimiento malsano de
pertenencia a la comunidad, que impone la solidaridad con el asesino y
el desprecio a la víctima, reiterando esquemas mentales pasados,
equivocados, acríticos, fanáticos... felizmente superados por la
realidad.
No. No se trata de burocracia o de órdenes legales, como explicaba
Arendt su teoría sobre Eichmann. Es el clima social del pasado en
algunos lugares dominados todavía por una subcultura de la violencia que
siempre se defendió y nunca se criticó. Ni se critica todavía. No. No
son solo amigos y familiares que le reciben, como dijo una dirigente de
Bildu en Navarra para atenuar la repugnancia que habían producido esas
imágenes. Eso puede hacerse en la intimidad, como lo están haciendo
otros yéndose a casa con discreción y humildad.
Por eso es tan importante exigir la autocrítica a la izquierda abertzale
y construir el relato recordando la verdad de las víctimas, sin
reivindicar como héroes a los asesinos, sin homenajes a quienes solo
merecen reproche social. Sin levantar las placas que en el suelo o en
las fachadas de nuestras calles nos recuerdan los nombres de los
asesinados, como ocurre en las calles de Bruselas, Colonia o Fráncfort
en emocionado recuerdo de los judíos asesinados en el Holocausto.
Hacen bien los partidos políticos vascos en exigir a Sortu ese nuevo
paso en su camino a la democracia porque están en juego las convicciones
sociales sobre el bien y el mal y la interpretación histórica de lo que
fue nuestro trágico pasado. Es por eso una cuestión de moral pública y
de justicia con la verdad.
Es Sortu quien debe renunciar a ese patético
intento de convertir en victoria lo que ha sido una derrota sin
paliativos y un horror histórico para este pueblo. Son ellos quienes
deben evitar esos espectáculos bochornosos e inadmisibles, que ofenden a
la ciudadanía y desprestigian a nuestro país. Más aún, que ponen en
duda la rectificación política que ellos mismos protagonizaron en el
camino a la paz en 2011." (Ramón Jáuregui, El País, 18/09/19)
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