"Fssst fsst", "brrum". La prodigiosa memoria de Josep
Sala (Barcelona, 1919) está repleta de onomatopeyas e imágenes para
olvidar. Las balas de ametralladora silbando a pocos metros de su
cabeza. Los morteros explotando a su lado. Las piernas colgando de un
compañero, todavía vivo, tras ser bombardeados por un avión del bando
nacional. El olor a heces y la insalubridad de los campos de
concentración.
A sus casi cien años, Sala lo rememora
ahora con precisión y detalles, pero no siempre fue así. Durante
décadas, apenas habló con nadie de su periplo de más de tres años por el
frente de la Guerra Civil, los campos de concentración franquistas y
los trabajos forzados por toda España y el Norte de África.
Su aventura empezó en marzo de 1938, cuando tenía solo 18
años. "A esa edad te piensas que te vas a conquistar algo, estás
emocionado", recuerda este catalán nacido en el Raval de Barcelona.
Sala, integrante de la llamada Quinta del Biberón, tardaría pocos meses
en descubrir lo que era la Guerra Civil y ser prisionero del franquismo.
"Me robaron hasta la personalidad, no éramos ni siquiera un número",
rememora pesaroso. "No éramos nada".
La historia de
Sala y del millón de españoles que pasaron por estos campos franquistas
es una de las que faltaban por contar de la Guerra Civil. El periodista y
colaborador de eldiario.es Carlos Hernández la detalla ahora en Los campos de concentración de Franco (Ediciones B), un libro que documenta, mediante archivos y testimonios de supervivientes, la existencia de hasta 296 campos de concentración franquistas -un 50% más de lo que se había calculado hasta ahora-. Según Hernández, en esos centros pudieron morir más de 10.000 presos.
Sala
pasó por un campo de concentración en Zaragoza y después fue trasladado
a los campos de Santa Ana y San Marcos, ambos en la ciudad de León. En
este último lugar, convertido hoy en un lujoso Parador,
conoció lo peor de la condición humana. "La muerte nos rondaba, la
sentía tan cerca...", rememora este anciano de ojos azules, frondoso
pelo gris y tez arrugada. Sala recuerda con todo lujo de detalles el
frío, el miedo, la falta de comida -"nos daban dos trozos de pan al
día"- y la desconfianza que corría entre los presos. "Yo apenas hablaba,
por eso creo que sobreviví", remacha.
"Es verdad que podría haber sido peor", matiza con su
sonrisa perenne. Según su relato, a poco estuvo de ser ejecutado en el
momento en que lo hicieron preso en la provincia de Lleida. Un brigada
franquista le salvó la vida cuando ya estaba encañonado, bajo el
pretexto de que ese día ya había muerto demasiada gente. Lo primero que
le hicieron fue cambiarle sus botas por unas alpargatas. "Chaval, qué
suerte tienes, para ti la guerra ya se ha acabado", le dijo un soldado
franquista. En ese momento pensó que era una frase vacía, pero el tiempo
le dio la razón. "A partir de ahí lo pasé muy mal pero ya no recibí más
tiros", reconoce
El "viacrucis" de los campos de concentración
Esas
alpargatas le acompañarían durante el duro invierno, una época que Sala
define como un "viacrucis" en el que fue trasladado varias veces de
campo de internamiento. Este farmacéutico recuerda perfectamente los
problemas de salubridad que le azotaron durante su periplo por estos
centros. Los "piojos a miles", el picor constante, el agua imbebible, el
hedor después de tres meses sin ducharse con la misma ropa interior...
Y, al mismo tiempo, constatar cómo algunos compañeros desaparecían de un
día para otro sin dejar rastro ni despedirse.
"La
higiene era nula", explica sentado en una cafetería de Barcelona. "El
que se duchaba se arriesgaba a tener una pulmonía". Sala recuerda
especialmente los traslados entre campos de concentración, hacinados en
trenes de mercancías. "Solo había un agujero para respirar. Defecábamos
en nuestras manos y tirábamos las heces por el agujero", rememora. "El
vagón olía a rayos".
¿Por qué apenas se ha hablado de
los campos de concentración franquistas? Sala cree que durante la
Transición se pactó dejar de lado la existencia de estos lugares, por
donde pasaron entre 700.000 y un millón de presos. "Era un tema
susceptible y en muchos campos había curas", opina. "La Iglesia fue
partícipe de todo esto", añade. Hernández, el autor del libro, señalaba en una reciente entrevista con eldiario.es que la represión franquista fue tan grande que estos campos de concentración quedaron olvidados.
Sala
se muestra "decepcionado" con la Transición y no entiende por qué a día
de hoy siguen existiendo lugares como el Valle de los Caídos. "Debería
ser un homenaje a todos los fallecidos en una guerra absurda que no
sirvió de nada", señala. "España sigue dividida porque una parte de la
sociedad añora el franquismo, hay un sector al que le fue todo muy bien
durante la dictadura".
Tras ser liberado de los campos de concentración, Sala
empezó un periplo por toda España y el norte de África, destinado en una
brigada de fortificación del ejército nacional. "El trato era
inhumano", recuerda de su estancia en Marruecos. "Trabajábamos a 53
grados, algunos desfallecían por culpa del calor".
Finalmente,
en 1942 pudo volver a casa. "A mí me cuesta mucho llorar, pero cuando
llegué a la estación de Francia, tras todo lo que había pasado, no lo
pude evitar", recuerda Sala en el único momento de toda la entrevista en
que se emociona. "Pensé que no podía ser verdad que estuviera vivo tras
haber pasado por todo lo que pasé".
A los pocos días
de llegar, se puso a trabajar en una farmacia del barrio del Raval, de
donde no se movió durante 40 años hasta el día de su jubilación. "Ahí
conocí a putas, transexuales, traficantes, burdeles… Pero esto ya es
otra historia de mi vida". (Pol Pareja, 15/06/19)
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