"Abrió los ojos muy sorprendido sin decir nada. Félix
atravesó la puerta de la barbería, instalada en los primeros barracones
del campo de concentración de Mauthausen, y observó durante unos
minutos. Se encontró a tres barberos cortando el pelo a oficiales de las
SS con una maquinilla eléctrica.
Un artilugio nuevo para él que podía
complicarle la prueba para dejar las extenuantes jornadas en la
cantera tras año y medio cavando, cargando piedras de muchos kilos,
calmando su estómago con pequeños cuencos de caldo y bastante agua, lo
único que no estaba racionado.
El deportado tenía mucha experiencia como
barbero porque había ejercido en su pueblo natal, Villafranca de los
Caballeros, pero aquella maquinilla parecía endiablada. Le tocó el
turno, la cogió y se puso a cortarle el pelo a Gustave, uno de los
mejores peluqueros de allí, un deportado político que poco después
ejerció como kapo, al que el Félix le cayó simpático. Superó el
examen en pocos minutos y permaneció al calor de una estufa durante una
temporada, aunque no se libró de las constantes humillaciones que
sufrían sus compañeros de barracón.
"A mi padre le salvó su profesión y su vida fue menos
mala que la de otros en Mauthausen", cuenta su único hijo Juan Luis
Yébenes, convencido de que tuvo cierta libertad para salir y entrar del
campo de concentración austríaco y cumplir con su jornada. Incluso fue
escalando como barbero porque más de una vez le cortó el pelo a Franz
Zieris, el comandante, al que solían atender otros tres peluqueros. Una
tarea más difícil que hacerse con la maquinilla eléctrica tratándose de
un hombre tan despiadado, pero también pasó el examen y en alguna vez le
tocó peinar a su mujer Ida.
A Jean Louis su padre no le explicó mucho de esos años.
"No solía hablar de la deportación ni de Mauthausen. Y si decía algo
era para contar la historia de alguno de sus amigos". Quizá el horror es mejor no destaparlo,
pero el hijo ha ido reconstruyendo lo poco que le contó. La primera vez
que le escuchó hablar de las SS tenía nueve años. Hubo más
conversaciones, pero con cuentagotas y Jean Louis aprendió a convivir
con sus silencios mientras observaba las fotos que su padre guardaba de
aquel infierno y saludaba a las visitas que recibía de antiguos
deportados.
Félix, un hombre menudo, algo orejón y con cara de
pícaro, cruzó la inmensa puerta de Mauthausen el 13 de diciembre de
1940. Lo capturaron, junto a muchos españoles al noroeste de Francia,
cerca de la frontera, tras meses en un campo de trabajo. Lo metieron y
apretujaron en un convoy de ganado en un interminable viaje, lo
sacaron a culatazos de fusil y al poco de su llegada pasó a ser un
prisionero más, desinfectado, rapado y con uniforme de rayas.
"Cuando lo cogieron lo primero que se le pasó por la
mente es que tenía que permanecer vivo, cuánto más tiempo mejor porque
lo normal es que duraran unos cuatro meses al entrar en un campo de
exterminio". Sin embargo, el calendario fue pasando días de un invierno
glacial, Félix siguió vivo y trabajó en la cantera durante año y medio,
algo impensable para su hijo, porque los prisioneros se consumían con
rapidez por agotamiento y falta de alimento.
Sobre el papel, las
raciones diarias impuestas desde Berlín eran de 2.300 calorías, pero
sólo se repartían nabos, café aguado, chuscos de pan y caldos, y muchos
deportados terminaban masticando cartón para engañar al estómago. "Mi
padre estaba acostumbrado a comer poco y era pequeñito, una ventaja
porque no necesitaba comer tanto. Tenía rodaje tras haber combatido con
el V Regimiento en la Guerra Civil".
Jean Louis no quiere que se escape ningún recuerdo. "Mi
padre tuvo un accidente una vez volviendo de su jornada. Estaba a punto
de entrar por una de las puertas laterales, se aproximó al centinela
armado que tenía un perro y éste se lanzó y le mordió con fuerza en el
culo". Aquello lo supo su hijo al ver la enorme cicatriz de la
dentellada. También le contó que unas amígdalas pudieron costarle la vida.
Un dolor tan agudo suponía una visita segura a la enfermería y muy
pocos salían con vida.
"Le dijeron que tenían que operarle y menos mal
que allí había un enfermero catalán llamado Ginesta, amigo suyo, y
consiguió que lo hiciera un médico deportado polaco". Todos los
prisioneros acabaron con problemas médicos y Félix tuvo que tratarse
después una úlcera de estómago, un mal que afectó a muchos. También en
los registros oficiales figura que fue trasladado en transporte
sanitario hasta Lyon tras la liberación porque resultó herido en un
hombro.
El hijo de Félix asegura que una vez lo torturaron,
pero no supo por qué ese día le tocó a él. Sin embargo, el autor francés
Jean Laffitte detalla en su libro El ahorcamiento el crudo episodio.
Quizá a su padre le resultó más fácil hablar de esos años endemoniados
con alguien que estuvo Mauthausen en 1943. Un día se encontró con una
desagradable sorpresa y dejó vacante su puesto de barbero. Lo llevaron
al bloque 19, un módulo de aislamiento para prisioneros antes de
su traslado.
Entró en el primer comando formado por cincuenta españoles
para acondicionar otro campo de concentración cercano, pero la estancia
se complicó por la huida de cuatro deportados una noche. Los SS se
enteraron enseguida y obligaron a los 46 prisioneros restantes a formar
en el exterior durante horas bajo un sol abrasador. A continuación, el
comandante, apodado ‘El Caballo’, por su rostro caballuno, les ordenó
realizar ejercicios gimnásticos hasta la extenuación y correr hasta una
cantera abandonada a tres kilómetros con el peso de una piedra.
A la
mañana siguiente, los SS interrogaron a los deportados y no hubo
respuesta, con lo que decidieron colgar con las manos atadas a la espalda
a cinco españoles, entre ellos a Félix, los que dormían junto a los
huidos. "Romo era de peso ligero y soportó sin gemir los primeros
momentos". Laffitte narró también que el dolor era tan insoportable que
para dejar de sufrir lo mejor era dislocarse el hombro, «así que dio un
golpe de riñón, le subió una nausea y se desmayó».
Los castigos continuaron durante una semana y Félix
tuvo que cumplir un condena extra, afeitar al comandante, al que estuvo
apunto de rebanarle el cuello para acabar con su sufrimiento. Sin
embargo, recibió ayuda del peluquero Gustave y superó esos días hasta su
vuelta a Mauthausen. Un año más tarde, el toledano volvió a toparse con
el Caballo en la barbería y notó como el sudor frío se adueñaba de su
cuerpo mientras le atendía.
Una estrecha amistad
"Mi padre tenía en casa muchas fotos que había hecho Francis Boix, las entregaron a los juicios de Núremberg y a distintos museos". En cambio, otras instantáneas de grupo y varias en las que aparecen ambos están guardadas en un altillo de su casa. Los dos eran muy amigos, comunistas y participaron en el robo del material fotográfico que probó las torturas, los crímenes y el sadismo diario de los nazis.
Su hijo recuerda la visita del fotógrafo a casa de su
padre, considerado un héroe por sus fotos y su participación en la
sustracción de alrededor de 20.000 negativos, aunque sólo aparecieron un
millar. Pero Boix no fue el único fotógrafo en Mauthausen, Antonio
García y José Cereceda también trabajaron en el laboratorio que guardaba
las visitas oficiales, las fotos de registro de los presos, el día a
día y los asesinatos, aunque el protagonismo se le atribuye al primero
no sin cierta polémica.
García le dijo en ocasión al historiador
Benito Bermejo que ellos se limitaban a ver, oír y callar, aunque lo
cierto es que circulan más versiones y alguna centrada en la enemistad
con Boix "por su disposición a lamerle las botas a los SS", como apunta
el historiador David W. Pike en su nuevo libro Dos fotógrafos en
Mauthausen.
También desde hace años corre una versión comunista
del robo de las fotos que atribuye la misión de esconderlas a Félix
Yébenes, "secretario de la organización secreta" de los españoles en
Mauthausen, según comenta Pike en Españoles en el Holocausto. Y es
posible que pidiera a Boix que estudiase la forma de sustraer 2.000
fotos para guardarlas en un lugar secreto.
Sea cierta o no esta
hipótesis, los historiadores sí comparten que el material se repartió y
parte se trasladó al comando de desinfección para coserlo en las ropas,
al taller de carpintería y al relojero Marcelo Rodríguez para que lo
pusiera a recaudo. Más tarde, los deportados lo entregaron al comando
Poschacher, formado por jóvenes españoles que trabajaban fuera de
Mauthausen gracias a una empresa familiar de construcción que necesitaba
mano de obra, y las fotos terminaron en manos de Ana Pointner, una vecina del pueblo que ayudaba a los deportados y las ocultó durante meses.
Muchas fotos se perdieron por el camino, otras
circularon de mano en mano y las más impactantes terminaron como prueba
en Núremberg. Pero Jean Louis, el hijo de Félix Yébenes, también ha
heredado de su padre, fallecido en 1983, unos recuerdos muy valiosos." (Marta Tomé, 02/02/19)
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