"(...) Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, el régimen y
su prensa no solo justificaron, sino que jalearon la persecución del
pueblo hebreo. Manuel Aznar, abuelo del expresidente del Gobierno,
escribió en ABC poco antes del inicio de las deportaciones en Francia:
“Legiones de judíos y de masones cayeron sobre el pueblo francés como
sobre un botín inmenso y allí hicieron cebo y carne para sus
apetitos”.
Lógicamente, cuando se “limpió” París de esas “legiones” de
malvados judíos, la reacción de la prensa del Movimiento, teledirigida
desde la cúpula franquista, fue de euforia: “Si es la raza perseguida,
es por la maldición divina que lleva encima (…) Esos judíos que en
Francia, Grecia, Turquía, Italia y costas africanas preparan sus
maletas, son un indicio de aquel viejo tesón español de no admitir
jamás lo antiespañol y de reconocer solo lo español y cristiano”;
“Era de esperar la resistencia de muchos judíos a mostrar la estrella
de Sión y el descaro de otros que la exhibían con más insolencia que
circunspección.
Y la aspiración de otros de frecuentar medios y
lugares en que repugnaba la presencia de una casta internacional que es
la responsable de los males que afligen a Europa. Ha desenlazado todo
esto en un programa gubernativo que se propone resolver con criterio
riguroso, implacable, el problema de convivencia entre la población y
el elemento hebreo (…) Hoy no me he topado en la calle ni en el Metro
con ninguna estrella amarilla. Es un indicio, acaso una prueba, de que
la eliminación responde a un designio definitivo e inapelable”.
El régimen conoció y aplaudió cada paso hacia el Holocausto final
dado por las huestes de Hitler, tal y como se reflejaba en los discursos
y en las informaciones dictadas por el servicio de propaganda
franquista y publicadas en los diarios: “Esta Segunda Guerra Mundial,
según la profecía del Führer, acabará con la raza judía”; “El
gobernador de Varsovia ha publicado un decreto prohibiendo que los
habitantes de los barrios judíos se mezclen con el resto de los
habitantes de Varsovia.
Este decreto ha sido muy bien acogido…”; “El
barrio judío de París. Saint Antoine ha sido fumigado, desinfectado
mediante la eliminación del censo israelita, el cual acaba de ser
conducido a campos de concentración”. Eran los tiempos en que cerca de
50.000 españoles combatían en la División Azul bajo las órdenes del
Führer.
Los españolitos de a pie leían emocionados las crónicas de
Andrés Gaytan, que viajaba con los divisionarios y escribía cosas como
esta: “Cuando en alguno de los pueblos donde hemos descansado había
judíos, se notaba la diferencia que existe entre esta raza y las
demás”; “los judíos, que en su carne pagan todos los pecados de su
estirpe maldecida, tienen una mirada tierna de perro apaleado cuando el
soldado español no le maltrata sin motivos”.
Mucho más graves que las palabras fueron los hechos. Franco cerró las
fronteras e impidió la llegada de los judíos que intentaban escapar
desde la Francia ocupada por los nazis. Salvo excepciones, el paso solo
se permitió a aquellos que poseían un visado de entrada a Portugal. De
hecho, el Gobierno franquista cesó y castigó a sus diplomáticos que,
desobedeciendo sus órdenes, se dedicaban a salvar vidas.
Así le pasó al
cónsul español en Burdeos, Eduardo Propper de Callejón. Rescatar de la
muerte a miles de judíos a los que entregó un visado español provocó su
relevo, su envío al ingrato consultado de Larache en el norte de África y
le imposibilitó de por vida ascender al cargo de embajador.
En Francia, mientras tanto, los diplomáticos españoles solo
recibieron de Madrid dos instrucciones: por un lado, no inmiscuirse en
la política de los dirigentes nazis y del Gobierno colaboracionista de
Vichy; por otro, hacer las gestiones oportunas ante las autoridades para
hacerse cargo de las propiedades y de los bienes que abandonaban los
judíos de origen español tras ser deportados.
El dinero sí interesaba,
las personas no. Estos y el resto de cónsules y embajadores informaron
puntualmente a Franco sobre el incremento en el ritmo de los asesinatos y
de las deportaciones a los campos de concentración.
Algunos embajadores, como Miguel Ángel de Muguiro en Budapest, se
apoyaron en un decreto aprobado durante la dictadura de Primo de Rivera
que permitía a los judíos de origen sefardí acceder a la nacionalidad
española.
De Muguiro lo empleó como argumento para conceder pasaportes
españoles a centenares de judíos, lo que le costó el puesto y su
inmediata repatriación. Su sucesor, Ángel Sanz Briz, continuó con la
misma estrategia: también incumplió las órdenes que llegaban de Madrid y
logró salvar así a unas 5.000 personas.
Ese antiguo decreto habría permitido a Franco salvar de las cámaras
de gas a decenas de miles de judíos. En enero de 1943, en pleno arranque
de La Solución Final, Hitler envió una circular a todos sus aliados,
entre los que se encontraba España. En ella les daba un plazo de tres
meses para “repatriar a sus judíos” de la Europa ocupada. En caso de no
hacerlo, no había que ser muy listo para saber que su destino serían los
campos de trabajo y/o exterminio.
La respuesta que llegó desde Madrid
fue de un absoluto desinterés, tal y como reflejaron en sus informes los
diplomáticos alemanes. Tanto fue así que el Ministerio de Asuntos
Exteriores franquista exigió a sus diplomáticos que se interesaran “solo
por aquellos judíos de INDISCUTIBLE nacionalidad española”.
Centenares
de familias, cuyos ancestros provenían de la Península, acudieron en
vano a nuestras sedes diplomáticas para pedir un pasaporte o un
salvoconducto que les habría conducido hacia la vida. El resultado final
fue desolador. Miles de sefardíes, 50.000 solo de la ciudad de
Salónica, acabaron en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau como
consecuencia de esta meditada y premeditada inacción del Gobierno
franquista.
En los momentos finales de la guerra, cuando ya se daba por segura la
derrota de Hitler, Franco giró hacia los Aliados para intentar
garantizar su supervivencia. Desde aquel mismo momento y durante los
cuarenta años de dictadura los jerarcas del régimen se ocuparon de
destruir la documentación que les señalaba como cómplices directos del
nazismo. Tuvieron cuatro décadas para realizar ese trabajo y para
reescribir una historia manipulada que continuamos estudiando las
generaciones que crecimos en democracia.
Han pasado 74 años desde que se abrieron las puertas de los campos de
concentración nazis y 43 de la muerte de nuestro dictador. ¿No es hora
ya de contar la verdad y de recordar lo que realmente sucedió? ¿No es
hora de señalar con el dedo a Franco cada Día del Holocausto?" (Carlos Hernández, eldiario.es, 24/01/19)
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