"A través del auricular del teléfono, la voz de Javier suena firme, pero abatida. Él fue la primera víctima que denunció, en una carta al papa Francisco,
que el sacerdote José Manuel Ramos había abusado sexualmente de él, de
su hermano —hoy fallecido— y de dos niños más en el Seminario Menor de
La Bañeza (León), durante el curso 1988-1989. Por estos delitos, a día
de hoy prescritos para la justicia secular, la diócesis de Astorga
apartó al cura en 2017 de su parroquia en Tábara (Zamora) durante un
año.
Hace dos días, el Vaticano condenó a Ramos por otros abusos similares a estar 10 años fuera de su diócesis,
ingresado en un centro religioso y sin poder ejercer como sacerdote.
Esos delitos se cometieron en el colegio zamorano Juan XXIII de Puebla
de Sanabria (Zamora) entre 1981 y 1984. Los hechos ocurrieron cuatro
años antes que los que afectaron a Javier y su hermano. El hombre afirma
que se siente muy cansado. Ayer no pegó ojo. Las noticias, de nuevo, le
han hecho recordar, como él dice, “el infierno”.
“La nueva condena me parece vergonzosa. En la
anterior, solo le condenaron a un año por lo que nos hizo a mí y a mi
hermano. Dicen que ahora la pena es más grande porque se ha demostrado
reincidente. No lo entiendo. Lo que ocurrió en La Bañeza fue después y
todos sabían que había estado abusando de nosotros durante un curso
entero. ¿No es eso reincidir?”, se lamenta la víctima. Javier y su
hermano tenían entre 13 y 14 años cuando sufrieron los abusos.
Aún recuerda el día en que este le contó que el padre
Ramos se había metido en su cama y le tocó. “No sabía si creerle, pero
vi que mi hermano estaba fatal. Me estaba contando la verdad”, recuerda.
A los pocos días, Ramos fue a su cama. Esa experiencia duró durante
todo el curso.
“Había días que no venía, pero luego lo hacía tres
noches seguidas. Fueron muchísimas veces”, relata. Según comenta, Ramos
se sentaba en la cama y comenzaba a tocarle hasta que eyaculaba. “Creo
que no me violó porque había más niños allí”, describe la víctima, que
ahora tiene 43 años.
A los pocos meses, su hermano y él fueron a pedir
auxilio. Primero al director del seminario, Gregorio Rodríguez
(fallecido) y luego al tutor de sexto curso, Francisco Javier Redondo.
Nunca, dice, recibieron ayuda y los abusos siguieron. “Las consecuencias
de contarlo fueron terroríficas. Entonces, empezaron las represalias:
dormir en la sala de la peluquería, broncas, puños...”, narra.
La
víctima asegura que, además de encubrir a Ramos, tanto el seminario de
La Bañeza como el de Astorga (centro donde acudieron tras acabar ese
curso), los sacerdotes les hicieron la vida imposible. “Querían
echarnos. Todos sabían que lo habíamos contado”, dice.
Hasta ahora, Javier cuenta que nunca había revelado
estas represiones y cómo se percataron de que “todo el mundo lo sabía y
lo tapaba”. Cinco años después, se lo dijeron a su familia. “Cuando se
lo contamos a mi padre, fue a ver a un sacerdote y este le dijo que ya
estaba al tanto. Que lo que había que hacer era perdonar. No hay derecho
que ese delito haya prescrito. No lo denunciamos ante un juzgado, pero
sí alertamos”, añade.
Las décadas posteriores, Javier cuenta que su hermano
y él vivieron como “dos autómatas” que “estaban en la vida por estar”.
El hombre afirma que aún pasa miedo y que, tanto a su hermano como a él,
les costó rehacer sus vidas. “Si esto ha ocurrido, ha sido por el
encubrimiento. Cuando fui al obispado, el vicario judicial me dijo que
me olvidase de ese tema y me centrara en los abusos. Si se le hubiera
parado cuando estaba en el Juan XXIII, no me hubiera pasado nada”,
subraya." (Julio Núñez, El País, 19/09/18)
No hay comentarios:
Publicar un comentario