"Asesinatos en la zona republicana
Probablemente no tiene ya tanto interés saber quién o
qué bando “puso más muertos”, sino cómo se encaja el futuro. Pero para
medir la tragedia en sus dimensiones cuantitativas, es obvia la
dificultad de llegar a cifras más o menos aproximadas cuando la
exageración de los asesinatos constituía un esencial instrumento de
guerra.
Serrano Súñer, en un discurso en Bilbao en 1938, dice hablar
“en nombre de los 400.000 hermanos nuestros martirizados por los
enemigos de Dios”. Yanguas Messía, en noviembre de 1938, para rechazar
los intentos de poner fin a la guerra por una mediación, decía al
cardenal Paccelli que son “centenares de miles”…
Estelrich, que desde
París, pagado por Cambó, escribía propaganda franquista, afirmaba que
los sacerdotes seculares asesinados eran 16.750. Hoy son comúnmente
aceptadas las cifras de Antonio Montero1, que cita por sus nombres a 12
obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 religiosos y 283 religiosas,
con un total de 6.832 (pg. 762). A estas cifras hay que añadir los
seglares que perecieron por la misma causa.
Prácticamente la totalidad de los asesinatos se
llevaron a cabo hasta diciembre de 1936. Al comienzo las víctimas eran
apresadas y liquidadas sin ninguna formalidad procesal. A partir de
septiembre se crean los Tribunales Populares, y son generalmente
condenadas sólo a penas de prisión A partir de los sucesos de mayo del
37 “es indiscutible que cesó el asesinato de nuestros compañeros de
sacerdocio” dice el archivero de la diócesis de Barcelona2.
Fue una violencia desatada, masiva, rápida y
generalizada, resultado de odios inveterados. Es cierto que en un primer
momento fue alimentada por algunos de los líderes de izquierda,
especialmente anarquistas, del POUM y comunistas. Pero de ninguna manera
esto supone que hubiera ningún plan previamente organizado como ha
supuesto alguna publicación reciente3.
De no haber existido el
alzamiento no hubiera habido masacre. La tradición beligerante de la
Jerarquía durante todo el siglo xx y especialmente contra la República,
pero sobre todo las noticias de las masacres ejecutadas en el otro bando
ordenadas por los mandos militares y el soporte que esta Jerarquía dio
al alzamiento encendieron la venganza. Tanto el gobierno de la
Generalitat como el de Madrid se vieron desbordados y sin las fuerzas
necesarias para mantener el orden.
Los socialistas, comunistas y
anarquistas que formaban parte de las bandas de criminales mataban a los
miembros de la burguesía y de la iglesia con ánimo místico, dispuestos a
aplastar para siempre la opresión del pueblo y convencidos de que
formaban parte de una operación militar.
Tanto en Madrid como en Barcelona los dirigentes del
gobierno intentaron salvar vidas de los amenazados por su significación
religiosa o política. Ventura y Gassol ayudó, entre otros, a Vidal y
Barraquer, al obispo de Gerona, a Puig y Cadafalch. “Muchos otros,
desde Companys hasta la Pasionaria, se preocuparon y arriesgaron su
propia vida y reputación a favor de las víctimas de la terrible ola de
violencia” (Hugh Thomas, pg.200).
Hasta Queipo de Llano, en una de sus
escuchadas y temibles emisiones de radio, reconocía el 24 de agosto que
el presidente Companys “ha dejado salir de Barcelona a más de cinco mil
hombres de derecha”. Muchas de las autoridades que más se significaron
en la defensa y evacuación de personas en peligro tuvieron que huir
posteriormente también ellos al extranjero.
Así, el citado Ventura y
Gassol, el comisario de orden público Federico Escofet, Manuel Carrasco y
Formiguera o el dirigente de la CNT Joan Peiró. Muchos de ellos fueron
posteriormente asesinados. A partir de 1937, con la llegada a la
presidencia del Consejo de Ministros de Largo Caballero, que incorporó a
Manuel de Irujo, representante del PNV y católico, el control
gubernamental se impuso paulatinamente y los episodios de represión se
hicieron más esporádicos y localizados a partir de 1937.
El franquismo presentó a los asesinados como “caídos
por Dios y por España”. La mayoría murió efectivamente por pertenecer a
una confesión religiosa. Pero habría que ver si la razón de perseguir a
los miembros de la Iglesia era por odio a Cristo o porque los
perseguidores consideraban, con o sin razón, que la Iglesia, y por tanto
sus representantes más significados, habían demostrado ser enemigos
políticos.
Un sacerdote escapado a Francia gracias a Ventura y Gassol
confesaba “los rojos han destruido nuestras iglesias, pero nosotros
destruimos primero la Iglesia” (Salvador de Madariaga. España. México).
Asesinatos en la zona nacional
La represión en el bando franquista fue brutal. Con
una diferencia fundamental en relación con los asesinatos de la zona
republicana: aquí el ejército, policía y guardia civil no se habían
desmembrado y apoyaban las masacres.
“En la zona republicana las muertes
se produjeron a pesar de los esfuerzos de las autoridades (República,
Euskadi, Generalitat) por impedirlas, mientras que en la otra zona recae
sobre las autoridades la responsabilidad directa y expresa, tanto de
los fusilamientos como de los “paseos”4.
“La acción ha de ser en extremo violenta para reducir
lo antes posible al enemigo, que es fuerte y está bien organizado:
serán encarcelados todos los directivos de los partidos, sociedades o
sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándoseles castigos ejemplares
para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas.
Para los
compañeros que no son compañeros, el movimiento triunfante será
inexorable”. No fue una violencia “incontrolada”, sino que fue impulsada
y ordenada por los mandos militares, ejecutada por los falangistas y
bendecida por los obispos.
El terror fue un arma fundamental. El 19 de julio en
una reunión de alcaldes en Pamplona el mismo Mola repetía: “Es necesario
propagar una atmósfera de terror… cualquiera que sea abierta o
secretamente defensor del Frente Popular debe ser asesinado”. El alcalde
de Villaba manifestó sus dudas. Mola le espetó: “Todo aquél que dude,
ampare u oculte a alguien del Frente Popular será también pasado por las
armas” (Iturralde, pg. 89).
Como muestra de terror habría que recordar las charlas
de Yagüe en Extremadura o de Queipo de Llano en Radio Sevilla. En la
primera de sus charlas Queipo decía: “Con harto sentimiento me doy
cuenta de la estulticia de algunos obreros del Ayuntamiento y otros
sitios que han abandonado el trabajo por coacciones de los directivos.
Sepan que vivirán poco tiempo. Ya he dado órdenes que se les detenga
inmediatamente y sean fusilados”.
El 23 de julio emite el siguiente bando: “1º En todo
gremio en que se produzca una huelga o abandono de servicio… serán
pasadas por las armas inmediatamente todas las personas de la directiva
y un número igual de individuos de éstos, discrecionalmente escogidos.
2º En vista del poco acatamiento que se ha prestado a mis mandamientos
he resuelto que todos los que se resistan a las órdenes de la autoridad,
serán también fusilados sin formación de causa”.
Ordena asimismo que donde se cometan actos contra los
alzados “las directivas de las organizaciones marxista o comunista serán
pasadas por las armas sin formación de causa, y en caso de no darse con
tales individuos, serán ejecutados un número igual de afiliados
arbitrariamente elegidos”.
En la misma emisión del 23 de julio decía: “Estamos
decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: Morón, Utrera,
Puente Genil… ¡Id preparando tumbas! Yo os autorizo a matar como a un
perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros”.
Y a continuación, en la misma charla: “Nuestros
valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo
que significa ser hombre de verdad. Y a la vez, a sus mujeres. Esto es
totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el
amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no
milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y
pataleen”.
Antonio Bahamonde, que fue durante un año jefe de
propaganda de Queipo de Llano en Sevilla y que ante el horror de lo que
había presenciado terminó escapándose al extranjero, en sus memorias Un
año con Queipo estima que a principios de 1938 se habían realizado en la
zona de su ex-jefe unas 150.000 ejecuciones.
Después de la ocupación de Euskadi por Mola, entre el 8
y el 27 de octubre de 1936 se fusilan a 16 sacerdotes, 13 diocesanos y 3
religiosos considerados hostiles por el bando sublevado. Hasta entonces
el gobierno leal a la República había mantenido el control y no se
habían producido en Euskadi episodios masivos de violencia contra las
personas o los bienes eclesiásticos como en el resto del territorio
republicano5.
Isidro Gomá fue informado de los casos el 26 de
octubre y tras reunirse con Franco, envió una nota el 8 de noviembre a
la Santa Sede explicando que lo ocurrido se había producido “por abuso
de autoridad por parte de un subalterno” y con la promesa de Franco de
que “no ocurrirá fusilamiento alguno de sacerdotes sin que se observen
juntamente con las leyes militares las disposiciones de la Iglesia”6.
En
diciembre el lehendakari José Antonio Aguirre denunció además del
asesinato, la persecución y destierro de sacerdotes por “ser amantes del
pueblo vasco”. Gomá, el 13 de enero de 1937, en su Carta abierta al Sr.
Aguirre negaba los motivos expuestos por Aguirre aduciendo que dichos
religiosos fueron fusilados “por haberse apeado del plano de santidad en
el que tenían que haber permanecido”.
El obispo de Euskadi, Mateo Múgica, hasta entonces
defensor del alzamiento, se quejó amargamente de este hecho ante la
Santa Sede. Esto le valió el destierro gestionado por Gomá y fue la
principal causa de su negativa a firmar la Carta colectiva. En carta
dirigida a la Santa Sede en junio de 1937 decía: “Según el episcopado
español, en la España de Franco la justicia es bien administrada, y esto
no es verdad. Yo tengo nutridísimas listas de cristianos fervorosos y
de sacerdotes ejemplares asesinados impunemente sin juicio y sin ninguna
formalidad jurídica”.
Otros episodios de violencia en contra de religiosos
vascos por el bando sublevado fueron el bombardeo indiscriminado de
Durango, el 31 de marzo de 1937, en el que resultaron muertos 14 monjas y
dos sacerdotes y el bombardeo de Guernica pocos días después, el 26 de
abril. Por su crueldad este hecho tuvo un enorme impacto en la opinión
pública católica internacional.
Las protestas en el extranjero de mayor impacto por
su procedencia –intelectuales católicos y de derechas– fueron las del
filósofo Jacques Maritain (“…si creen que han de matar, que ya es
bastante horrible, que lo hagan en nombre del orden social o de la
nación, pero que no maten en nombre del Cristo”7), y la de Georges
Bernanos, que vivió en Mallorca en el momento del alzamiento.
En Les
grands cimitères sous la lune, Bernanos, sin dejar de confesarse
católico y cercano al Frente Nacional de Maurras, hace una denuncia
global del franquismo y de las Jerarquías católicas, escandalizado por
las atrocidades innecesarias cometidas en nombre de Dios, del asesinato y
tortura de inocentes ante sus propias familias y de la satisfacción con
que la Jerarquía las aprobaba.
Según él en Mallorca se cometieron
3.000 asesinatos desde julio de 1936 hasta marzo de 1937. Ante el
creciente clamor en contra, Franco pidió al cardenal Gomá una
declaración pública del episcopado español como aval ideológico frente a
la crítica internacional. Fue la Carta Colectiva que saldría
finalmente a la luz pública el 1 de julio de 1937.
En cuanto al número de víctimas, también los
republicanos exageraron las cifras. Ramón Sender cita la cantidad de
750.000 ejecuciones en la España nacionalista hasta mediados de 1938. El
Colegio de Abogados de Madrid informó que en las primeras semanas de la
guerra 9.000 obreros habían sido asesinados en Sevilla, número que se
elevaba a 20.000 a finales de 1937, 2.000 en Zaragoza, 5.000 en
Granada, 7.000 en toda Navarra, etc., etc.
Todavía hoy resulta difícil establecer un cómputo
aproximado. Se siguen descubriendo fosas, todavía se abren archivos…
Desde la Transición la historiografía ya no acepta la versión franquista
de los hechos.
Es sintomático que en 1973 Ricardo de la Cierva,
franquista y al servicio de Fraga, se vea obligado a escribir: “Ante los
primeros datos ciertos que poseemos, parece deducirse que la dura ley
que más o menos conscientemente regía la atribución de penas de muerte
en los territorios conquistados era la ley del talión; el numero de
víctimas del bando nacionalista es equivalente a las causadas por la
represión –espontánea y controlada– del bando republicano. (…)
Las
injusticias y venganzas no escasearon, por desgracia, en un bando que
alardeaba de ideales espiritualmente superiores a los del enemigo y que
fundaba estos ideales en la fe cristiana (…) Se condenó a muerte en la
zona nacional por motivos puramente ideológicos y por represalias de las
atrocidades cometidas en el bando enemigo…” (De la Cierva, pg. 254)8.
Hoy se impone la versión que la represión en la zona
nacional fue bastante más cuantiosa que en la zona roja. En los
estudios publicados en los diez últimos años se coincide que hasta 1945
en la zona franquista hubo unos 100.000 asesinados y unos 55.000 en la
zona republicana, sobre todo en otoño-invierno del 36-37, todos
registrados. Las asociaciones de la memoria hablan de otros 30.000
fusilados en la zona nacional todavía no registrados, que se encuentran
en cunetas o fosas comunes9.
La justificación legal para todas estas ejecuciones
sumarísimas se buscó sencillamente en la legitimidad del alzamiento y de
la guerra. Se dio por sentado que los que habían dado el golpe de
estado eran el poder legítimo y que el legítimo gobierno de la República
estaba constituído por rebeldes, de manera que con una inversión súbita
de la realidad los que no se rebelaron resultaron ser rebeldes y los
rebeldes se consideraron el gobierno legítimo. En los primeros
Tribunales creados en la zona de Franco se incluía esta original
fórmula para justificar la condena:
“Resultando que en los días 16 y 17 de julio de 1936
las Autoridades militares, por razón suprema de salvar España,
tuvieron que asumir y asumieron mediante la declaración del Estado de
Guerra los Poderes Públicos, pero contra ella surgió en diversos puntos
del territorio Nacional un alzamiento en armas que perdura… manteniendo
una tenaz resistencia con las armas en oposición a las legítimas
Autoridades del Ejército…”
Requetés y falangistas mataban en nombre de Dios a inocentes acusados de
comunistas y muchos de ellos morían besando el crucifijo; se humilló y
torturó a las esposas de los ajusticiados rapándolas y paseándolas
desnudas por los pueblos, se asesinó a maestros como representantes de
una cultura republicana. La censura lo ocultó de la opinión
internacional a la que sólo le llegaban los excesos republicanos.
Han debido pasar setenta años para que llegaran a
conocerse hechos escalofriantes como los que narra el fraile capuchino
Gumersindo de Estella. En Fusilados en Zaragoza 1936-1939, cuenta cómo
asistió hasta el momento de la ejecución a más de 300 condenados a
muerte en la cárcel de Zaragoza.
La publicación de estas memorias ha
debido esperar más de cincuenta años. Lo más destacable de ellas es el
drama humano de los reos. En muchas de ellas se resalta que fueron
acusados por venganzas personales y se destaca su inocencia, llegándose a
fusilar a personas que se confesaban de derechas de toda la vida y
católicas.
María Antonia Iglesias en Maestros de la República,
los otros santos, los otros mártires, relata el sacrificio de los
maestros que fueron fusilados simplemente por el hecho de ser maestros.
En nueve provincias existen datos de que fueron fusilados 250 maestros. Y
curiosamente, la mayor parte de los testimonios citados, además de una
arraigada vocación profesional, se confiesan católicos y practicantes.
Recientemente ha conmovido la opinión pública el caso
de las llamadas Trece rosas. Fue el nombre colectivo que se dio a un
grupo de trece muchachas, siete de ellas menores de edad, fusiladas por
la represión franquista en Madrid, poco después de finalizar de la
Guerra. Formaban parte de un colectivo de 56 jóvenes acusados de
reorganizar las Juventudes Socialistas Unificadas y el PCE
La postura de la Iglesia
El problema religioso había llegado a la República
definido, para unos y otros, como un problema político. La República
vino como una reacción contra la Dictadura y contra la Monarquía, y la
Iglesia había sido el más firme sostén de ambas. Era normal que la
Jerarquía se sintiera más cercana a una Monarquía dispuesta a conservar
sus privilegios que a una República que anunciaba revisarlos.
En las
municipales del 31 los miembros de la Iglesia vincularon la doctrina
católica con el ideario de los partidos monárquicos, se agitó con
profusión la amenaza del comunismo por parte de la Jerarquía y los
candidatos republicanos fueron presentados a menudo como “vendidos al
oro de Moscú”.
Pero no fue la República la que inventó en España el
anticlericalismo. La conciencia anticlerical fue a menudo fatalmente
alimentada por la propia Jerarquía, por sus abusos, por su riqueza, por
su sistemática oposición al progreso, por su vinculación a la dictadura.
No basta con decir que España se fue haciendo anticlerical sin explicar
el porqué.
Para poder interpretar las causas de la violencia
anticlerical es imprescindible analizar las tomas de postura social,
política o cultural que la Jerarquía fue tomando a lo largo de los
siglos xix y xx. Por sus posturas, la Iglesia llegaba a 1931 con la
animadversión de la mayor parte de los grupos que propiciaron el
advenimiento de la República: partidos y sindicatos, clase obrera, mundo
intelectual y cultural.
Y ante esta situación de hostilidad, con una
dramática falta de visión de lo ocurrido, la Jerarquía respondió con
mayor hostilidad. En mayo del 31 el Primado, el cardenal Segura, publica
una pastoral sobre la conducta hostil que los católicos deben seguir
ante el nuevo Régimen. El 14 de junio se le acompaña hasta la frontera.
Le sustituirá como primado de España y obispo de Toledo el belicoso y
franquista cardenal Gomá.
Les sobraban motivos a los republicanos para ser
anticlericales, pero les faltó tacto. En los vaivenes del sexenio las
relaciones entre República e Iglesia se agriaron por errores y
provocaciones de ambos costados. Entre otros, los republicanos
cometieron el error político de herir los sentimientos de una población
mayoritariamente “católica”, al menos en la zona rural.
Es preciso hacer
una distinción entre Jerarquía y clero rural, pobre, molesto por su
situación penosa. Interesa dejar sentada la diferencia porque sobre todo
en los primeros meses, al hablar de incomprensión de la Iglesia estamos
aludiendo al episcopado más que al clero bajo.
La Jerarquía de la Iglesia tuvo una posición
beligerante y con sus declaraciones apoyó sin matices la sublevación
militar confiriéndole el carácter sagrado de Cruzada. El P. Alfonso
Álvarez Bolado, en Para ganar la guerra, para ganar la paz, deja
lamentable constancia de su beligerancia. Se trata del más completo
estudio de las declaraciones y decisiones de los obispos españoles
acerca la guerra.
Sin esperar la postura del Vaticano, el 1 septiembre
los obispos vascos Múgica y Olaechea publican una Pastoral
decididamente a favor del golpe. Paradójicamente poco tiempo después
Múgica será desterrado y Olaechea será de los pocos obispos que levanten
su voz en contra de las matanzas indiscriminadas en el bando
nacional.
A mediados de septiembre Pío XI recibió a 500
españoles presididos por varios obispos diciéndoles que lo de España era
una verdadera persecución religiosa. Esto abre las compuertas en
cascada a una larga serie de Pastorales, a cual más incendiaria, en
contra de la República y a favor de los alzados.
Una de las primeras, del 30 de septiembre, fue la de
Pla y Deniel, obispo de Salamanca, con el título “Las dos ciudades”. Es
en esta Pastoral donde se utiliza por vez primera y se consagra la
expresión “Cruzada Santa” aplicada a la guerra.
“Los hijos de Caín,
fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto de la
virtud y por ello los asesinan y martirizan”. Por lo cual la guerra
contra ellos es justa y la Iglesia no ha de ser recriminada si el
ejército “se ha abierta y oficialmente pronunciado a favor del orden y
contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno
jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la
civilización cristiana y sus fundamentos…”
Pero Franco necesitaba una declaración más solemne, firmada por todos
los obispos, que avalara su gestión ante la creciente polémica generada
en el seno del catolicismo internacional. Ésta fue la Carta colectiva
de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la Guerra
de España, firmada el 1 de julio de 1937, por la que se confirmó el
apoyo definitivo de la Jerarquía de la Iglesia española al bando
franquista.
Suscrita por 43 obispos y 5 vicarios capitulares, no contó
sin embargo con la firma ni del obispo de Vitoria Mateo Múgica, quien
alegó a las circunstancias de su exilio para no rubricarla, ni del
arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer. Impresa en francés, italiano e
inglés, declaraba a la opinión pública internacional que siendo la
Iglesia española “víctima inocente, pacífica, indefensa” de la guerra,
apoyaba la causa del bando garante de “los principios fundamentales de
las sociedad” antes “de perecer totalmente en manos del comunismo” que
había provocado la revolución “antiespañola” y “anticristiana” y que
llevaba “asesinados a más de 300.000 seglares”.
Finalmente, el 1 de abril 1939 Pío XII felicita a
Franco por la victoria y el 17 de abril publica la encíclica “Con
inmenso gozo” sobre la terminación de la guerra.
Probablemente el aspecto más siniestro de la
implicación de la Iglesia con el golpe fue la pastoral de cárceles y de
los condenados a muerte. En la citada Carta Colectiva (nº 6) los
obispos dicen tener el consuelo de poder decir que “al morir
sancionados por la Ley, en su inmensa mayoría nuestros comunistas se
han reconciliado con el Dios de sus padres.
En Mallorca han muerto
impenitentes sólo un 2 por ciento, en las regiones del sur no más de un
20 por ciento. Es una prueba del engaño de que ha sido víctima nuestro
pueblo”. Nuestros obispos se sentían satisfechos de poder decir: “Sólo
un 10 por ciento de estos amados hijos nuestros han rehusado los santos
sacramentos antes de ser fusilados por nuestros buenos oficiales”, en
palabras del Obispo Miralles de Mallorca.
“El personaje que las circunstancias me obligan a
llamar Su Excelencia el Obispo de Mallorca” (Dr. Miralles), dice
Bernanos, había delegado en uno de sus sacerdotes que, con los zapatos
bañados de sangre, distribuía absoluciones cada dos descargas a los
doscientos habitantes de la pequeña ciudad de Manacor considerados
sospechosos por los fascistas y llevados en bloques a la tapia del
cementerio para ser fusilados”.
En Mallorca se prohibió llevar luto a los familiares.
En la conversación que José Mª Pemán tuvo con el General Cabanellas
(Pemán pg. 149-154), al final Pemán se queja de la represión exagerada
en la zona nacional. “Mi general… logre que le den la lista de los
ejecutados del bando nacional, para esa triste pero no dudo que precisa
función de ejemplaridad. Confronte usted las dos listas. Puedo
asegurarle que usted llegará a la convicción de que la finalidad del
escarmiento hubiera sido suficientemente cumplida con sólo un cinco o
cuatro por ciento de la lista.
Terminada la guerra, en abril de 1939, Franco recibió
la “espada de la Victoria” de manos de Gomá, mientras pronunciaba unas
palabras en las que describió a sus adversarios como los “enemigos de
la Verdad” religiosa.
En toda España se multiplicaron los actos
religiosos y ceremonias fúnebres en memoria de las víctimas. Los
entierros de “mártires” fueron celebrados por todo el país en actos de
gran solemnidad y exaltación. Franco recompensó el apoyo y soporte que
recibió de la Iglesia Católica concediéndole una situación de privilegio
que ha sido denominada como “nacionalcatolicismo”.
La beatificación y la ley de la Memoria Histórica
El régimen franquista promulgó la “Causa General
Instruida por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España”
por decreto del 26 de abril de 1940 con el fin de instruir «los hechos
delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la
dominación roja». Uno de los epígrafes trataba de la Persecución
religiosa: sacerdotes y religiosos asesinados y conventos destruidos o
profanados.
La Causa sirvió para legitimar la sublevación contra
la República y como instrumento de represión. Es la única versión
oficial de los hechos sin que tras la Transición las autoridades
democráticas hayan realizado una investigación imparcial ni se haya
determinado la responsabilidad de las personas implicadas.
Quería ser asimismo la base documental para la futura
beatificación de los que se llamaron desde el comienzo “mártires por
Dios y por España”. Pero Pío XII paralizó los procesos de
beatificación, y así se han mantenido a pesar de la reiterada
insistencia de algunos sectores del episcopado español. Juan Pablo II
reabrió los procesos.
Para ello tuvo que modificar el Código de Derecho
Canónico, reduciendo el plazo para que estos procesos pudieran llevarse a
cabo. La primera de estas beatificaciones se produjo en 1987. Desde
entonces se han realizado diez ceremonias de beatificación, que incluyen
a 471 “mártires”, de los que 4 son obispos, 43 sacerdotes seculares,
379 religiosos, y 45 laicos.
El pasado 27 de abril, la Conferencia Episcopal
anunciaba una nueva beatificación masiva, de 498 religiosos asesinados
durante la Guerra Civil y en los episodios de Asturias en 1934. Juan
Antonio Martínez Camino, portavoz de los obispos, declaró que este hecho
constituye la aportación de la Iglesia a la reconciliación nacional
pues “los mártires, que murieron perdonando, son el mejor aliento para
que todos fomentemos el espíritu de reconciliación”.
Sin embargo, para poder construir la reconciliación
es necesario que haya resarcimiento moral de todas las víctimas.
Y hasta
ahora esto no ha ocurrido con las víctimas republicanas. Es necesario
asimismo que ambas partes reconozcan sus excesos y errores, los errores
que les llevaron a la guerra. Y hasta ahora la Iglesia se ha negado a
pedir perdón como parte implicada en la ruptura de la paz y sostenedora
de un régimen político que se mantuvo por el terror.
Todo colectivo tiene derecho y probablemente
obligación de honrar a sus muertos. Pero para que la Iglesia pueda
hacerlo en un clima de reconciliación es necesario que se sume a tantas
declaraciones de instituciones nacionales e internacionales que
reconocen
◾️la legitimidad democrática del gobierno de la República, y en consecuencia
◾️la ilegitimidad del golpe de estado de Franco y de su gobierno durante cuarenta años
◾️que la guerra fue un error.
◾️La Iglesia, además, debe pedir perdón por su participación, como impulsora y en ocasiones agresora…
◾️por su frecuente colaboración en la muerte o asesinato de miles de inocentes, acusando, denunciando, dando listas…
◾️por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de los que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad…
◾️por los beneficios de toda clase que obtuvo del régimen ilegítimo de la dictadura.
Si este reconocimiento se da, la Iglesia podrá en
verdad honrar a los suyos sin ofender a los demás. Supondrá que está
dispuesta a honrar a todos por igual, a los de todos los bandos,
vencedores y vencidos, en tanto que todos fueron víctimas. Evitará la
frase “los de un lado a los altares, los del otro, como siempre, a la
cuneta como perros”.
Pero si este reconocimiento no se da, honrando sólo a
los suyos, la Jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a
las víctimas inocentes del otro bando y a sus familiares, que
manifiesta su incapacidad de superar las posiciones beligerantes de hace
setenta años y su incapacidad de ser factor de paz y reconciliación,
que sigue apareciendo como Iglesia de venganza.
En estas condiciones, ante el debate acerca de la recuperación de la
Memoria Histórica se coloca en un espacio no sólo de fácil
instrumentalización partidista de la institución Iglesia, sino de la
instrumentalización partidista de los muertos. Nada peor hubieran podido
pensar los ahora beatificados, que setenta años después el sector más
recalcitrante de la sociedad española pretenda sacar provecho político
de su sacrificio.
La argumentación usada por la Santa Sede para abordar
la beatificación únicamente de personas asesinadas en la zona
republicana es que la Iglesia no procede a la beatificación de ninguna
persona si en su asesinato se mezclan, aparte de lo que consideran
motivos exclusivamente religiosos, motivaciones políticas, o existen
serias dudas sobre si en la muerte pesaron más otras causas que las
estrictamente religiosas.
Pero no nos engañemos. Al margen de los argumentos
canónicos que puedan justificar este proceder, se trata de algo mucho
más profundo.
Se trata fundamentalmente de la función pacificadora
que la Iglesia dice que quiere ejercer. Y la fundamentación teológica de
esta función pacificadora es que la Iglesia no debe relacionarse con el
mundo en función de ella misma sino en función de la construcción del
Reino de Dios en el mundo, en función de la justicia y de la verdad.
De
lo contrario, alejada y confrontada con el mundo, por mucho que tenga el
derecho de reconocer el mérito de los suyos y los suyos de sentirse
honrados con la beatificación de los suyos, corre el riesgo de
convertirse en secta.
Olvidar a los miles de maestros, obreros, sacerdotes,
políticos, sindicalistas, dirigentes, y las causas generosas por las
que murieron víctimas del franquismo no sólo es una injusticia sino que
hace imposible la reconciliación. María Antonia Iglesias, termina así
el prólogo de su estremecedor libro Maestros de la República: “Los
maestros republicanos cuya historia aquí se cuenta, y a los que por
centenares también fueron asesinados, no les hace maldita falta que les
canonice la Jerarquía de la Iglesia católica… porque todos ellos
fueron santos de verdad.
Tampoco les hace falta que los reconozcan como
mártires. Ellos fueron, los otros santos, los otros mártires”.
(Texto publicado originalmente en el nº 238 de El Viejo Topo, noviembre 2007, en Jaume Botey , El Viejo Topo, TopoExpress, 03/01/18)
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