"La niña se criaba de maravilla, a pesar de las duras condiciones de la
prisión. Nos ayudábamos mucho entre las reclusas del pabellón de
lactantes, cuando alguna niña estaba enferma tratábamos de curarlas
por nuestros medios sin recurrir a las monjas, nos daba asco que tocaran
a nuestros hijos.
Una noche la nena empezó a llorar, acababa de
cumplir cuatro mesecitos, traté de silenciarla por todos los medios;
paseándola, dándola el pecho, pero nada, no paraba de llorar y se
retorcía como si algo la incomodara. Comenzó a subirla la fiebre, la
pusimos paños húmedos para que la bajara, pero la niña no se calmaba
con nada.
Durante cinco largas horas me resistí a avisar a las monjas,
pero el estado de mi hija me asustó y finalmente accedí a llamarlas.
La funcionaria de guardia las avisó, éstas tardaron un buen rato en
llegar. Una vez en la galería me preguntaron por el tiempo que llevaba
la niña en ese estado, contesté que lo desconocía, que me habían
despojado hasta del reloj que llevaba al ser detenida.
La monja se
ofendió y me cruzó la cara de una bofetada, llamándome soberbia y
llevándose a la niña. Quedé rota, las compañeras se pasaron toda la
noche consolándome. A la mañana siguiente nos trasladaron a los
servicios religiosos, pregunté a varias monjas por mi hija, y la única
respuesta que recibí fue que no me preocupase; pronto estaría de
vuelta.
Pasó una semana y seguía sin saber nada de mi hija, ya no pude
más y me rebelé. Partí la cabeza a una cuchara y limándola con la
aspereza del suelo conseguí que cortara como una navaja. Cuando la
monja vino a darnos el servicio religioso la agarré del cuello y puse
el filo de la cuchara apretando con fuerza sobre su garganta.
Llamé a
la funcionaria, cuando ésta entró, dio un grito y la voz de alarma.
Amenacé con rajar el cuello a la monja si no traían pronto a mi hija.
El pabellón se llenó de guardias, obligaron a salir a empujones de la
galería a todas mis compañeras quedándome sola con la jauría
uniformada. Hizo su aparición la monja que se llevó a mi hija, me
comunicó que estaba enferma de meningitis y que luchaban y rezaban por
su vida.
La dije que quería verla, no les creía, me contestó que eso
no podía ser, estaba en cuidados intensivos y que cualquier contacto
con el exterior podía matarla. Me juró que si soltaba al rehén, no
habría represalias contra mi porque entendían mi desesperación, y que
en el momento que lo autorizara el médico me dejarían ver a la niña.
Caí en su trampa; me chantajeó emocionalmente y accedí. Solté a la
monja y a continuación cuatro guardias se abalanzaron sobre mi,
moliéndome a garrotazos y patadas hasta que perdí el conocimiento.
Pasé un mes en aislamiento creyendo que me volvía loca, lo único que
me mantenía con vida era la esperanza de ver a mi hija de nuevo.
Salí
del hoyo, las compañeras me esperaban con impaciencia, a mi regreso me
dieron un muñeco de trapo que habían realizado a mano entre todas,
aún lo conservo con mucho cariño. Una semana después, vino una monja a
comunicarme que mi hija había fallecido, habían hecho todo lo que
habían podido pero que al ser tan pequeña no resistió. No me hundí,
el fondo de mi corazón me decía que estaban mintiendo, y que mi hija
vivía en alguna parte. " (Búscame en el ciclo de la vida, 15/03/17)
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