"A diferencia de otros barrios de Jerusalén, tan inmaculadamente limpios
como los de una ciudad suiza o escandinava, el vecindario palestino de
Silwan, situado en el este y vecino de la Ciudad Vieja y la mezquita de Al Aqsa,
regurgita de basuras, charcos hediondos y desechos.
Me temo que tanta
suciedad no sea casual, sino parte de un plan de largo alcance, para ir
echando a los 30.000 palestinos que todavía viven aquí e irlos
reemplazando por israelíes.
Los colonos comenzaron a infiltrarse en el barrio,
por la zona de Batan Al-Hawa, hace 11 años. Lo que hasta entonces
parecía poco menos que casual —grupos de familias ultrareligiosas que
conseguían instalarse en una casa elegida al azar— tomó el cariz de una
operación planificada y con un objetivo claro.
Los colonos que se han
metido en el barrio de Silwan pertenecen a dos movimientos religiosos:
Elad y Ateret Cohanim. Están repartidos en unas 75 casas y no son
muchos: unos 550. Pero se trata de una cabecera de playa, que, a todas
luces, seguirá creciendo. Al día siguiente de mi visita al barrio, se
anunció que las autoridades de Israel habían autorizado la construcción
de un edificio en el barrio para albergar nuevos colonos de Ateret
Cohanim.
Para saber dónde están los asentamientos basta mirar arriba: las
banderas israelíes, flameando en la suave brisa de la mañana, indican
que han ido constituyendo un cerco, igual que en el sur de las montañas
de Hebrón, dentro del que todo el barrio va quedando encarcelado.
Las maneras como estas familias se apoderan de una casa son diversas:
alegando tener documentos antiguos según los cuales fueron judíos los
propietarios; comprando el inmueble a través de un testaferro árabe;
hostilizando y amenazando al ocupante hasta hacerlo huir; pleiteando en
los tribunales para que se decida a demoler la vivienda por no haber
sido construida con los permisos necesarios, o, en los casos extremos,
aprovechando un viaje o salida de los dueños o inquilinos para meterse
en el lugar a la fuerza.
Una vez que los colonos están adentro, el
Gobierno israelí manda a la policía o al Ejército a protegerlos, porque,
quién podría ponerlo en duda, esas gotas de agua de invasores en medio
de ese piélago de palestinos, corren peligro.
Las gotas se irán
convirtiendo en arroyos, lagos, mares. Los colonos religiosos que han
echado raíces aquí no tienen prisa: la eternidad está de su lado. Así
han ido extendiéndose los enclaves israelíes en Cisjordania y
convirtiéndolo en un queso gruyère; así van creciendo también en el
Jerusalén árabe.
Se guardan las formas, como en el resto de la nación: Israel es un
país muy civilizado. En Batan Al-Hawa hay 55 familias palestinas
amenazadas de expulsión, por vivir en casas que carecen de documentos
que garanticen la propiedad y 85 inmuebles con órdenes de demolición,
pues, como de costumbre, fueron edificados sin obtener los permisos adecuados.
Cuando le pregunto a Zuheir Rajabi, vecino y defensor palestino del
barrio, que me guía en este recorrido, si tiene fe en la honradez y
neutralidad de los jueces que deben pronunciarse al respecto, me mira
como si yo fuera todavía más imbécil que mi pregunta. “¿Acaso tenemos
otra opción?”, me responde.
Es un hombre sobrio, que ha estado en la
cárcel varias veces. Tiene tres hijos de siete, nueve y trece años que han sido arrestados los tres alguna vez.
Y una hijita, Darín, de seis años, que anda prendida de una de sus
piernas. Su casa está rodeada de dos asentamientos y ha recibido varias
propuestas para que la venda, por sumas más elevadas que su precio real.
Pero él dice que no la venderá nunca y que se morirá en el barrio; las
amenazas de sus vecinos no lo asustan.
Le pregunto si los colonos instalados en Silwan tienen niños. Sí,
muchos, pero salen muy rara vez y generalmente escoltados por policías,
soldados o la guardia privada que protege los asentamientos. Pienso en
la vida claustral y terrible de esas criaturas, encerradas en esas casas
hurtadas, y en la de sus padres y abuelos, convencidos de que,
perpetrando las injusticias que cometen, materializan un proyecto divino
y se ganan el Paraíso.
Desde luego que el fanatismo religioso no es
privativo de una minoría de judíos. También son fanáticos esos palestinos de Hamas y la Yihad Islámica que se despedazan a sí mismos haciendo estallar bombas en autobuses o restaurantes, lanzan proyectiles sobre los kibutz
o tratan de acuchillar a los soldados o a pacíficos transeúntes, sin
entender que esos crímenes sólo sirven para anchar la zanja, ya muy
grande, que separa y enemista a ambas comunidades.
De pronto, en nuestras andanzas por Silwan, Zuheir Rajabi me señala un
edificio de varios pisos. Todo él ha sido ocupado por los colonos, salvo
uno de los apartamentos; en él permanece contra viento y marea una
familia palestina de siete miembros.
Hasta ahora, han resistido, pese a
que les cortan el agua, la electricidad, a que deban tocar la puerta a
los colonos para poder entrar cada vez que salen a la calle, e, incluso,
a que, cuando abren las ventanas, los bombardeen con basuras.
Mientras conversamos, sin darme cuenta, nos hemos ido rodeando de
chiquillos. Pregunto si alguno ha sido detenido alguna vez. El que
levanta las manos tiene una cara traviesa y descarada: “Yo, cuatro
veces”.
Cada vez estuvo sólo un día y una noche; lo acusaron de tirar
piedras a los soldados y él negó y negó y terminaron por creerle, de
modo que no lo llevaron a la corte. Se llama Samer Sirhan y su padre
tuvo un incidente con un colono, que le disparó su revólver y lo dejó en
la calle malherido. Nadie lo recogió todo el resto de la noche y al
amanecer murió, desangrado.
Cuento estas historias tristes porque, creo, dan una idea justa del
más candente problema que enfrenta Israel: el de los asentamientos, la
ocupación creciente de los territorios palestinos que lo ha convertido
en un país colonial, prepotente, y que ha dañado tanto la imagen
positiva y hasta ejemplar que tuvo mucho tiempo en el mundo.
Todavía hay muchas cosas que admirar en Israel. Haberse convertido,
por el esforzado trabajo de sus habitantes, en un país del primer mundo,
de muy altos niveles de vida y haber prácticamente liquidado la pobreza
en la sociedad israelí gracias a políticas inteligentes, progresistas y
modernas.
Y, la máxima hazaña con que cuenta en su haber: haber
integrado a decenas de miles y miles de judíos procedentes de culturas y
costumbres muy diversas, de lenguas diferentes, en una sociedad donde,
pese a la unidad del idioma hebreo que es el común denominador,
coexisten fraternalmente todas ellas preservando su diversidad (dígalo,
si no, el millón de rusos que han llegado en los últimos años al país).
Desde la primera vez que vine a Israel, a mediados de los años
setenta del siglo pasado, contraje un enorme cariño por este país.
Todavía creo que es el único lugar en el mundo donde me siento un hombre
de izquierda, porque en la izquierda israelí sobrevive el idealismo y
el amor a la libertad que han desaparecido en ella en buena parte del
mundo.
Con dolor he visto cómo, en los últimos años, la opinión pública
local se iba volviendo cada vez más intolerante y reaccionaria, lo que
explica que Israel tenga ahora el Gobierno más ultra y nacionalista
religioso de su historia y que sus políticas sean cada día menos
democráticas. Denunciarlas y criticarlas no es para mí sólo un deber
moral; es, al mismo tiempo, un acto de amor.
Jerusalén, junio de 2016." (Mario Vargas Llosa, El País, 02/07/16)
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