"Los niños terribles.
Salwa Duaibis y Gerard Horton son dos juristas —ella palestina y
él británico/australiano—, miembros de una institución humanitaria que
vigila las actuaciones de los tribunales militares en Israel encargados de juzgar a los jóvenes de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad del país. La mañana que pasé con ellos en Jerusalén ha sido una de las más instructivas que he tenido.
¿Sabía usted que en el año 2012 ni un solo colono de los asentamientos de Cisjordania
fue asesinado? ¿Y que el promedio de crímenes contra los miembros de
los asentamientos en los últimos cinco años es solo de 4,8 de promedio
al año, lo que significa que los territorios ocupados son más seguros
para ellos que las ciudades de Nueva York, México y Bogotá para sus
vecinos?
Si se tiene en cuenta que en Cisjordania los colonos son unos
370.000 (si se añade Jerusalén Oriental serían medio millón) y los
palestinos 2.700.000, no hay duda posible: se trata de uno de los
lugares menos violentos del mundo, pese a los tiroteos, demoliciones,
actos terroristas y disturbios de que da cuenta la prensa.
“Un gran éxito de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), sin duda”,
dice Gerard Horton. “¿Hay que felicitarlas por ello?” Algo semejante
sólo se consigue mediante un plan inteligente, frío y metódicamente
ejecutado. ¿En qué consiste este plan en lo que concierne a los niños y
adolescentes?
En un programa de intimidación sistemática, astutamente
concebido y puesto en práctica de manera impecable. Se trata de mantener
a esa población joven, la de 12 a 17 años, desestabilizada
psicológicamente. Para ella existen las cortes especiales que vigilan
los juristas de esta institución.
El método consiste en “demostrar la
presencia” por doquier de las FDI, la “cauterización de la conciencia” y
“operaciones simuladas de perturbación de la normalidad”. Esta jerga
esotérica puede resumirse en una frase sencilla: prevenir el terror
sembrando el pánico.
(Este método es distinto al que se aplica a los
adultos y, sobre todo, a los sospechosos de terrorismo; en este caso se
incluyen asesinatos selectivos, torturas, larguísimas penas de prisión y
demolición y confiscación de viviendas).
El Ejército tiene un oficial de inteligencia a cargo de cada una de
las zonas de Cisjordania y una eficiente cadena de informantes comprados
mediante el soborno o el chantaje, gracias a los cuales hace listas de
los jóvenes que asisten a las manifestaciones contra el ocupante y tiran
piedras a las patrullas israelíes.
Las operaciones se hacen
generalmente de noche, por soldados enmascarados que se anuncian con un
ruido ensordecedor, lanzando a veces granadas de aturdimiento en sus
irrupciones en los hogares, rompiendo cosas, dando órdenes y hablando a
gritos, con el objeto de asustar a la familia, sobre todo a los niños.
Los registros son imprevisibles, minuciosos y aparatosos.
Al joven o
niño delatado, le tapan los ojos y lo esposan; se lo llevan, tendido en
el suelo del vehículo, poniéndole encima los pies, o dándole algunas
patadas para mantenerlo asustado. En el centro de interrogación lo dejan
tendido en el suelo entre cinco o diez horas, para desmoralizarlo y
espantarlo con la incierta espera en las tinieblas.
El interrogatorio
sigue un protocolo preciso: aconsejarle que se declare culpable de tirar
piedras, con lo que apenas pasará dos o tres meses en la cárcel; en
caso contrario, el juicio puede ser largo, siete u ocho meses, y, si es
declarado culpable, acaso reciba una sentencia peor. Ablandado así, se
le puede proponer entonces que sirva de informante. Si no lo está lo
suficiente, se le advierte que podría ser violado o torturado, algo a lo
que no es necesario llegar, salvo casos excepcionales.
A algunos, basta
advertirles que su conducta podría obligar al Ejército a detener a sus
seres más queridos, su madre o su hermana, por ejemplo. En algunos
casos, el joven o niño acepta la propuesta; y casi siempre sale de
aquella experiencia quebrado, confuso, compungido y avergonzado de sí
mismo. Este estado de ánimo aminora, según los diseñadores del método,
su peligrosidad potencial y lo vuelve vulnerable. Y no es imposible que
ese ruinoso estado de ánimo se contagie al resto de la familia.
Por eso, no importa tanto identificar a los culpables de las pedreas;
el objetivo es introducir en los hogares y en todas las aldeas, a
través de los niños y adolescentes, inseguridad y alarma perpetuas.
Acosadas por el temor de ser víctimas de esos registros, en medio de la
noche, con destrozos en vajilla, camas y enseres, de que se lleven a
hijos, hermanos o nietos, las angustiadas familias se vuelven menos
peligrosas.
Ese mismo fin persiguen las prohibiciones disparatadas, los
toques de queda constantes, las súbitas disposiciones que alteran las
rutinas y aumentan el sobresalto cotidiano. La confusión y el desorden
impiden o por lo menos desalientan las conspiraciones.
Gracias a la
manera sorpresiva y escenográfica de los registros y la parafernalia que
los acompaña, la población suele quedar muy desarmada sicológicamente
para organizarse y operar; de este modo se atenúa el riesgo de que sean
un peligro serio para esas colonias tan bien armadas, y, sobre todo, tan
estratégicamente bien situadas.
Los vecinos de las aldeas y ciudades acuadrilladas y resquebrajadas
por los asentamientos reciben prohibiciones estrictas de pisar el
territorio de las colonias, lo que los obliga a dar grandes
circunvalaciones para comunicarse entre sí. Los colonos, en cambio,
están enlazados por modernas carreteras que por lo común solo pueden
utilizar los ciudadanos israelíes.
El aislamiento de los pueblos y
ciudades palestinos y la rápida comunicación entre los asentamientos es
otra de las garantías de su seguridad. Es verdad que, a veces, se
perpetran crímenes horribles contra los colonos, pero, atendiendo a la
inhumana estadística, sus víctimas son menos numerosas que las que en el
resto del mundo resultan de los accidentes de tránsito. Israel
demuestra así que en el siglo XXI se puede ser un país colonialista y al mismo tiempo muy seguro.
¿Qué pasa cuando esos niños o jóvenes son finalmente puestos en manos
de los jueces? Para saberlo, acompañado por Gerard Horton y Salwa
Duaibis, pasé unas horas en una cárcel en las afueras de Jerusalén,
donde funcionan los tribunales de menores presididos por jueces
militares. Entrar en el recinto de los juzgados es una larga tarea; hay
que someterse a registros y recorrer pasillos enrejados y con cámaras
que me recordaron lo que fue entrar a, y salir de, la Franja de Gaza.
Más interesante que los juicios mismos, resultó conversar con las
madres y padres, o hermanos y hermanas, de los jóvenes palestinos que
estaban siendo juzgados. Una señora de la aldea de Beit Fajjar me cuenta
que su hijo, de 15 años, ha pasado siete meses en la cárcel y que, la
noche que los soldados lo arrestaron, rompieron todo lo que había en su
casa.
Le ha costado un sinfín de trabajos viajar de Beit Fajjar a
Jerusalén. Pese a ello, sus ojos brincan de alegría y sonríe todo el
tiempo: su hijo ha cumplido la condena y espera que dentro de un minuto o
una hora (o dos o tres) el juez la llame y le diga que puede llevárselo
a su casa.
Ninguna otra de las personas que está en esta sala muestra semejante
alegría. Un hombre alto y enteco me cuenta que tiene dos hijos presos
—uno de 15 y otro de 17— y que todavía no ha podido verlos. Le toma tres
días llegar desde su aldea y ni siquiera está seguro de que hoy podrá
charlar con ellos. Lo acompaña su hija, muy jovencita y muy tímida, a la
que golpearon los soldados la noche que entraron rompiendo a patadas la
puerta de su casa, porque olvidó mostrarles el teléfono móvil que tenía
en el bolsillo y con el que acaso estaba grabándolos.
Los juicios son rápidos. El juez o la jueza, en uniformes militares,
hablan en hebreo y un oficial los traduce al árabe. Los abogados
utilizan el árabe y son traducidos al hebreo. Los acusados, jóvenes
semirapados y vestidos de negro, escuchan en silencio cómo se decide su
suerte. De pronto, una muchacha, hermana de uno de los reos, estalla en
llanto. Desde el banquillo de los acusados, aquel le implora con los
ojos y las manos que se tranquilice, su llanto podría empeorar las
cosas." (Mario Vargas Llosa, El País, 01/07/16)
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