"Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. (...)
Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en
voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos
escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad,
eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos,
harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de
alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de
largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las
nuestras. (...)
En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún
pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar
el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro,
entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por
donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran
los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del
pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea
de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el
alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados.
«Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les
hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas
mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera
vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados. (...)" ('Los chicos' de Ana María Matute, en Búscame en el ciclo de la vida, 25/06/2015)
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